ICARUS



Un desplome de ángeles caídos
a la delicia intacta de su peso

Gorostiza

Oscuro el laberinto. Los fuertes, altos muros, grises muros, contra los que golpeaba mis brazos y mis piernas. Y el hambre subiendo desde el vientre, oprimiéndome aunque tú hablaras de esperanza. Los muros y un sol y un aire adivinados en la mañana, sobre los gritos de las aves. Altos, lisos muros que no pude escalar, y el sol fuera, y la burla de los pájaros, y la oscuridad de mil pasillos circulares.

En el viento la piel se reconoce;
se pregunta asombrada por el polvo
que la vestía en un gris estrangulado.
Recuerda con un pasmo de doncella,
un sedentario aroma de sol muerto
en la quietud de un tiempo humedecido.


El hambre, los mordiscos a cualquier alimaña, el dolor como un cinto quebrando mi cuerpo. Y tú, padre, juntando plumas y cera, burlas y deseos, pájaros y miel. Los muros prometían el rumor del mar cercano pero el aire estaba muerto sobre nosotros, como cansancio untado en nuestros párpados. Sopor y sombra, siempre la sombra y un sol que tal vez existía aún.

El ojo mismo que mira, al detenerse
en un espejo, a la materia intacta
y en un júbilo loco se declara
herido de un reflejo equivalente;
el ojo, sí, que busca en la sustancia
por un juego monótono y tardío
microscopías azules develadas,
se olvida de sus rosas cacerías
y en un juego de espejos desatados
a la vista rebasa en su carrera.



La cera oscura era sombra de los muros, los muros eran burlas arrancadas a las plumas. El viento detenido, los altos muros que caían en sombras como una lluvia oscura aplastándonos mientras el hambre alargaba el tiempo. Los muros cayendo en sombras y arriba un cielo con un viento sin sol, las nubes aplastadas en un cielo gris.

Es el pecho de líquidas murallas
que, hastíado ya de entregas enmohecidas
en caravanas de óxido galante,
se decide en el aire por el fuego
y a la sombra le ofrece permanencias
de adolescente llama deslumbrada.
Son las piernas que saben en la falta
del tibio suelo que escapa entre su asombro
la pedestal presencia de una nube
y en música desatan a la sangre
que corre circular por una plaza
abandonada a la luz que la completa.



Tú me pusiste las burlas a la espalda, miles de burlas de pájaros unidas con cera oscura. En la penumbra eran una sombra más sobre mi cuerpo. Tuviste que atar mis manos para que no las desgarrara. Yo no quería sombras, muros sobre hambrientos muros y tuviste que atar mis pies y dejarme caer en un rincón. Me veías y tu llanto debía ser salado como el mar musitando en mis oídos.

Son las alas, en fin, que conmemoran
con su arco letal de finas dagas
que rompe las entrañas del espacio
una elipse mortal de mediodía
y un rojo albor de nómadas espumas.



Cuando te elevaste un tiempo suspenso comenzó a palpitar en mis sienes. ¡Mírame, fíjate como lo hago!, y yo no necesitaba palabras. Flotabas más alto que las burlas entre pájaros que chillaban espantados. Tu piel dorada me habló de un sol que aún caía en el cielo.

Mas no es en sí un eco de caída
quien lo levanta tenaz entre sus labios
e instala su sonata alucinante
en un zafiro cielo destrozado,
quien rompe sus palomas en el aire,
lo hechiza con un arco de reflejos
y en un glacial incendio deposita
un arrastrar sonámbulo de alas
en el puente incrédulo del ojo.



Desataste mis manos y yo movía las plumas, la cera oscura, y mis pies dejaban de apoyarse.

Es el sol de viento de un sonido
que juega por la piel adolescente,
es el ascenso abierto a la caricia
que desconoce el canto de las ondas,
un puro movimiento que destroza
el sueño virginal del pentagrama.



Ahora estoy sobre la arena, mirando el sol. Lo miro fijamente hasta que el mundo se incendia en la blancura de su recuerdo y a dondequiera que arrojo la mirada encuentro el sol como una jabalina de diamante. ¿Qué hago yo en la arena? Porque en el viento la piel se reconoce...

Recogido en Tiene que haber olvido, UNAM, 1980, pp. 34-36.