Yo conocí a Vizcaíno

Raymundo Morado

 Yo conocí a un Vizcaíno joven, a un hombre que era un río, a duras penas teniéndose en sus márgenes. Yo conocí a un mito.

 Nuestras historias se entretejen con las historias de muchas personas, el recuerdo que somos en los demás no puede ser sino el producto de los recuerdos que otros tienen de nosotros.  Hablar de otros es hablar de uno mismo en tercera persona. Vizcaíno fue muchas cosas para mucha gente; no todas buenas y no todas malas. Fue un hombre de terribles cualidades y triviales defectos.  La historia de Vizcaíno se conforma con la historia de muchas personas que lo conocimos. Su persona se desdobla en las personas que interactuamos con él. El "profe" fue siempre un gran ejemplo de cómo proyectamos nuestros gustos y disgustos.

 Vizcaíno, como las inundaciones del Nilo, más que gozarse se sobrevivía. Verlo y oírlo era un espectáculo fascinante pero muchos que se beneficiaron de su existencia encontraban ardua su presencia. Era un gusto adquirido, un actor nato, un vendedor que lograba creer en su producto. Desde su juventud estuvo tratando de convencernos de que había algo que nos convenía pero habíamos descuidado, algo en lo que valdría la pena invertir parte de nuestra vida.

 Hay quienes crean arte en la piedra, quienes en los sonidos; hay quienes se construyen a sí mismos y se convierten en su mayor obra de arte. Vizcaíno era capaz de tomar seres humanos y moldearlos, tomar grupos y crear generaciones, tomar jóvenes y convertirlos en mujeres y hombres con algo interesante de qué hablar. Nos daba otra oportunidad de mejorar por su influencia.

 Era ante todo un maestro de ética, de un ethos propio, de una forma de vivir. En Vizcaíno, pensar, hacer, decir, se entrelazaban. Había tomado la decisión de vivir una vida bella. Mientras fumaba sus cigarrillos de lechuga perseguía su vida buena con fotos y poemas. Dirigiendo las tertulias en el café Nelson, coordinando el Seminario de Cultura Mexicana, manteniendo suplementos culturales, revistas literarias,  grupos de poesía a puro golpe de voluntad.

 Para cada uno, hablar de Vizcaíno es hablar de nuestra vida. Durante tres años, de 1973 a 1976, conviví constantemente con él. Mi primer encuentro con Vizcaíno no podría haber sido menos auspicioso. Acompañé a un amigo de la preparatoria, José Luis Vázquez, magnífico ajedrecista, a un torneo de ajedrez en el entonces Instituto Nacional de la Juventud. Llegamos tarde y nos encontramos con que la única competencia que quedaba era una con el curioso título de "Cultura General". Tanto José Luis como yo teníamos los rudimentos de una buena cultura, así es que decidimos probar suerte y nos inscribimos. Entre los jurados vi por primera vez a personas que después conocería mejor, gente como Luis Cortés Bargalló, hijo de una gran profesora de química cuyas clases tuve la suerte de recibir en secundaria. Recuerdo que Luis preguntó sobre Sófocles.

 Otro de los jurados era el profesor Rubén Vizcaíno Valencia. Por esas cosas de la vida, gané el primer lugar y durante la ceremonia de premiación atisbé a las calificaciones que los diferentes jurados me habían asignado. Comprobé que todos los jueces me habían dado calificaciones bastante por encima de las de los demás concursantes, con una excepción notable, que chocaba con todas las otras calificaciones: la del profesor Vizcaíno. En ese momento sospeché, y después de tratarlo varios años quedé convencido que el profe había bajado sistemáticamente el puntaje de todos los que no proveníamos de la UABC. Vizcaíno siempre tuvo claras sus prioridades y sus lealtades.

 Como ese era un premio estatal, la victoria me dio la oportunidad de concursar en el nacional donde, después de pasar un examen que me pareció muy fácil, quedé entre cinco finalistas. En la final me tocó disertar de viva voz sobre los recientes descubrimientos de yacimientos petroleros en Chiapas, de los que apenas me enteré al serme anunciado el tema de mi disquisición. Di un espectáculo lamentable tratando de improvisar algo sobre un tema del que no sabía nada (y sigo sin saber). Es uno de mis consuelos que en 1973 todavía no se hallaba en cada evento alguien con cámara o celular que inmortalizara mi triste actuación. Mi segundo consuelo fue que en ese viaje conocí jóvenes excepcionales de todo el país, incluyendo a los ganadores de teatro. Esos jóvenes radicaban en Tijuana y empecé a frecuentar sus reuniones con pintores, músicos, poetas, y todo tipo de artistas en el café frente al teatro del Seguro Social.

 Si la memoria no me es infiel, fue el gran orador forense, Wulfrano Pineda, quien me habló de un taller de poesía con el horrendo nombre de “Amerindia” (eran los 70s...).  El taller se reunía a comentar los poemas de los participantes en el café del Hotel Nelson en Revolución y Primera.

 La dinámica era sencilla: se presentaba un poema, cada uno de los asistentes daba su opinión, y al final, me dijo Wulfrano, "el profe Vizcaíno dice cómo había que analizarlo y mejorarlo".

 A la soberbia de mis 14 años, le molestó la soberbia de Vizcaíno que se atrevía a pontificar sobre cómo entender y trabajar un poema. Yo aún creía que el arte era demasiado subjetivo para tener reglas sustantivas. Decidí que quien trataba de imponer sus criterios estéticos a un grupo de jóvenes ingenuos debía ser puesto en su lugar. Yo sería el salvador de esos inocentes.

 No había olvidado tampoco lo que había tratado de hacerme durante la competencia de cultura general. Así que, con el serio deseo de desfacer tales entuertos y lanza en ristre decidí enfrentar al vizcaíno dragón que seguramente no habría de soportar los contundentes golpes de mi facundia.

 Cuando llegué al Café Nelson, no me encontré a unas lastimeras víctimas como Andrómeda frente a Jaffa, sino con un grupo de jóvenes escritores muy serios respecto a lo que hacían, muy amables, accesibles, ocupados en aprender y mejorar. Me hicieron enseguida sentir cómodo. El profesor Vizcaíno, sencillo, cortés, no dudó en pedirme mi opinión sobre los haikús y tankas con los que se ejercitaban en ese momento.

 Acepté iluminarlos con mi sabiduría e hice un análisis sobre los poemas en cuestión que a mí me pareció incisivo, certero y concluyente. Me escucharon respetuosamente. Al terminar la participación de todos, Vizcaíno empezó a hablar. Sin, afortunadamente para mí, criticar a nadie, procedió a hacer un análisis de las fortalezas y debilidades del poema y cómo mejorarlo. Me encontré con recomendaciones que yo no había previsto pero que eran indudablemente acertadas, con un gran conocimiento del tema, con una inteligencia certera. Afortunadamente, no se refirió una sola vez a la sarta de sandeces que yo había dicho. Él las hubiera podido desbaratar si lo hubiera deseado. Me perdonó la vida y yo le perdoné nuestro encuentro previo. Vizcaíno se dedicó simplemente a ayudar a los compañeros que estaban trabajando en mejorar sus poemas. Quedé prendado. Ni siquiera sentí el aguijón del orgullo herido. Todo fue admiración frente a quien que con tal generosidad y conocimientos ayudaba a otros a encontrar sus propios caminos hacia la belleza. Me convertí en un vizcainófilo y durante los tres siguientes años diariamente, y años después en lo que la lejanía permitió, en un firme creyente y colaborador en sus cruzadas culturales. Y sigo siendo un admirador de las capacidades y la persona de ese maestro de la preparatoria de la UABC.

 Vizcaíno creía en la difusión cultural. Generaciones previas creyeron en el apostolado de la educación, una empresa que México vivió desde Vasconcelos hasta los años 70s en que conocí al profe. Él vivió esa idea de la educación redentora, idea ingenua y ambiciosa que tanto bien hizo (y puede volver a hacer) a nuestro país.

 Vizcaíno era, ferozmente, amigo de sus amigos. Todo en  él era visceral: la alegría, los odios. A pesar de ser un intelectual, no intelectualizaba las pasiones. Recordaba al monstruoso centauro norteño, medio bestia y medio ángel, que crea un hombre especial en nuestra “línea”. Igual que Diguenís Akritas, el mestizo que protegía las fronteras del imperio bizantino de la barbarie, Vizcaíno tenía el dedo en el dique, tratando de contener una marea. Y con la urgencia del que mira el borde del precipicio, con la desesperación del que desespera de la desesperanza, trataba una y otra vez de convencernos de hacer lo que nos convenía, Con la espalda contra una cerca espiritual y material, rechazado por dos mundos, ni griego refinado ni salvaje refractario al goce de la creación, apenas tolerado por el pragmatismo tijuanense, ignorado por los centros de cultura, apenas podía refrenarse en medio de una lucha titánica. Sólo un hombre así podía acometer la desesperada, desesperante labor de hacer florecer el desierto cultural bajacaliforniano.

 Su propia poesía era telúrica. Le fascinaba la magnificencia del desierto californiano, olvidado pero altivo, pisoteado y manteniendo su vieja inocencia.  Igual a ese desierto, Vizcaíno era un hombre niño. Se rehusaba a una sociedad servil a la ganancia fácil. Una vez me dijo que sin el refugio que la música le brindaba cada tarde, él no hubiera podido soportar la vida. La vida le quedaba pequeña como sus trajes. Era un hombre grande, grandioso, grandilocuente.

 Y a fuerzas de empecinamiento, de pronto hay teatro, de pronto hay suplementos y revistas literarias, de pronto hay centros culturales y Vizcaíno hace florecer en el desierto la flor absurda de la cultura.

 En esos tres años que conviví con Vizcaíno, avizoré su triunfo y su derrota. Sus discípulos hacían ya revistas literarias que no lo publicarían, la UABC concedía un teatro para obras distintas a sus gustos, sus seguidores publicarían textos sin sus fotografías, organizarían seminarios sin sus pláticas.  El maestro, el guerrero, el héroe de la hora excepcional se volvía una fuerza más en una constelación cultural con ambiciones y alcances propios. Dejaba ya de ser el que empujaba y arrastraba la cultura bajacaliforniana, para ser un compañero más en ese viaje. Aunque Tijuana fuera lo que es, en parte por culpa y gracia de los Vizcaínos de ayer y de mañana.

 Por un breve lapso (los dioses no otorgan más) yo conocí a Vizcaíno.

 Yo conocí a un Vizcaíno heroico. Vi a un hombre luchar por la riqueza espiritual de otros, con la premura de evitar muertes peores que la corporal. Yo conocí a un Vizcaíno todavía joven hace más de 33 años, gigantesco, monstruo de la naturaleza, con la visión obstinada y sin ambigüedades de los cíclopes. Yo conocí en esas Sergas de Esplandián a un Vizcaíno solo, Polifemo de su Galatea. Lo vi tratando desesperadamente de crear mitos, Amadá Apí, un vasco que obtuvo permiso para navegar a las Californias y ver si había algo que ver.

 Yo conocí a un Vizcaíno indomable que mantenía bien sujetas todas sus amarguras, sin el lujo de la duda o el desfallecimiento. Yo conocí a un hombre que no cabía en su cuerpo ni en sus trajes, desbordado en sus ademanes y sus relaciones con la gente y la belleza,

 Yo conocí a un Vizcaíno joven, a un hombre que era un río, a duras penas teniéndose en sus márgenes. Yo conocí a un mito.

Praia de Ondina, 28 de octubre de 2006.

[Rubén Vizcaíno: Un hombre de Frontera, CONACULTA, Ed. Entrelíneas, México, 2006, pp. 37-42.]