Huecos Penales  y Caos Social

(20 de noviembre de 2000)

 

 

Una característica de lo que podríamos llamar ‘pensamiento primitivo’ es la incapacidad de rebasar el plano de lo sensorial. En este nivel elemental se pueden ciertamente establecer conexiones entre “objetos” contiguos espacio-temporalmente (sed → agua, fuego→ dolor, pastel → bocado, etc.), pero nada más. Desde esta perspectiva, lo que caracterizaría al pensamiento maduro, desarrollado, sería más bien (inter alia) la posibilidad de vincular objetos, situaciones o hechos que no están simultáneamente dados a la conciencia o que son imaginarios, meramente posibles. El pensamiento avanzado debe poder establecer conexiones entre eventos alejados entre sí desde todos puntos de vista. Como caso particular, esto se aplica a las leyes y sus efectos: es propio de las malas leyes el haber sido promovidas por legisladores que resultaron incapaces de visualizar sus efectos siquiera a mediano plazo. Así, por no brotar de un pensamiento maduro, se crean fácilmente fracturas en el esqueleto jurídico de una sociedad, con lo cual subrepticiamente se permiten (por no decir ‘favorecen’) la producción y reproducción sistemática de situaciones de ilegalidad, de criminalidad, de ingobernabilidad crónicas. En este sentido, los códigos penales son particularmente ilustrativos. Lo menos que podemos pensar, no sólo después de los acontecimientos ocurridos en la Ciudad de México estos últimos días sino de lo que a diario sucede en el país, es que la mente de muchos de nuestros legisladores está efectivamente moldeada por un modo de pensar primitivo.

 

       Es urgente (de vital importancia, si no me equivoco) para la sociedad mexicana de nuestros días disponer de lo que me gustaría denominar ‘cirujanos del pensamiento’, esto es, de gente que hace un esfuerzo por reflexionar en forma correcta pero cruda. Se podría entonces evitar lo que por el momento es la forma usual de enfrentar los problemas sociales que nos agobian y que consiste en tratar de solucionar las dificultades una tras otra, según se vayan presentando. Como estrategia de gobierno denota falta de visión, entre otras cosas porque hay un número incontable de ellas y porque hay que estar preparado para jerarquizarlas. Para sanear la convivencia social es imprescindible más bien identificar las raíces de los problemas y lidiar en primer término con éstas. Ahora bien, aunque es obvio que no en todas, por lo menos en muchas ocasiones la fuente de las tensiones sociales son las leyes decididamente ineptas, contrarias a la razón e injustificables teóricamente que nos rigen y, la verdad sea dicha, ello vale para todos los códigos (mercantil, penal, civil, laboral y demás). Es obvio que leyes obsoletas, imprácticas o contrarias al sentido común crean vacíos que de inmediato son ocupados por diversas fuerzas sociales, las más de las veces contrarias al interés público. En México, y me temo que en más de un aspecto e inexplicablemente, la evolución de nuestro marco jurídico ha consistido en si no propiciar por lo menos sí facilitar el triunfo de la criminalidad y, en general, de la acción anti-social. Se protege excesivamente al delincuente, en detrimento claro está del ciudadano honrado. Por ejemplo, en los últimos días, los honorables representantes del Partido Revolucionario Institucional han promovido en la Cámara de Diputados (exitosamente, dicho sea de paso) dos propuestas de ley  que desde el punto de vista de la razón son auténticas aberraciones: la de seguir considerando a los “menores de edad” como no responsables penalmente y la de rechazar la propuesta del PRD de que quien deliberadamente mienta en su declaración ante el Ministerio Público incurre en un delito mayor (y por lo tanto no alcanza fianza). Regresaré someramente sobre estos temas al final del artículo, pero antes quisiera hacer un par de recordatorios elementales referentes al status de las leyes en general.

 

        Aunque hay obvias y profundas diferencias entre las así llamadas ‘leyes de la naturaleza’ y las “leyes” que los humanos se dan a sí mismos para regular su coexistencia, se pueden de todos modos trazar paralelismos interesantes entre ellas. Las primeras son descubiertas y establecidas en la observación y, en algunos casos, en la experimentación del laboratorio. No necesitamos de un sofisticado taller para determinar, por ejemplo, que el tiempo tiene una dirección o que el movimiento es constante si nada se opone a él. El proceso de establecimiento de leyes así es complejo y discutible, pero es claro que independientemente de cómo surjan,  a éstas se les “constata” permanentemente en la experiencia, ya sea porque ésta realmente es así ya sea porque de algún modo la ley la conforma de esa manera. De uno u otro modo, la ley está permanentemente a prueba en experiencia, la cual la confirma o refuta. Ahora bien, algo así debería suceder en el campo de la normatividad humana, pues con ello se le dotaría de un carácter auténticamente científico. ¿Cómo aparece lo científico en las leyes que norman nuestra vida social?  En su practicalidad y su utilidad, puesto que en derecho no se exploran leyes naturales. Las normas jurídicas son convenciones, lo cual no implica que su utilidad práctica sea adivinable a priori; al igual que con las leyes de las ciencias, dicha utilidad también se verifica o se refuta en la experiencia. Por lo tanto, multitud de normas de no muy alto nivel y que son las importantes (porque son las de aplicación más inmediata) deberían ser impuestas sólo tentativamente para determinar empíricamente si realmente tienen efectos positivos para o en la sociedad o no y, en función de ello, alterarlas o dejarlas ya fijas. De hecho, así solía hacerse en, por ejemplo, Grecia, cultura de la cual procede nuestra concepción de racionalidad y de sensatez. Preguntemos entonces: ¿por qué no se hará algo parecido en nuestro país, sobre todo en uno de los ámbitos en el que más se ve afectada la población en su conjunto, esto es, el terreno de la delincuencia, espontánea u organizada, de cuellos blancos o de barrio bajo? Una prueba de que una óptica así se requiere con urgencia nos la proporcionan los acontecimientos que en los últimos días han sacudido a la capital del país y acerca de los cuales vale la pena decir unas cuantas palabras.

 

       A grandes rasgos, lo que pasó fue lo siguiente: después de un “pitazo”, la policía judicial “entró” en el famoso barrio de Tepito para decomisar mercancía robada o introducida ilegalmente al país. No obstante, dada la “resistencia” de los colonos, tuvieron que intervenir los granaderos para apoyar a la policía judicial y rescatarla. Si le creemos a los medios de comunicación, se produjeron “terribles enfrentamientos” (lo cual es obviamente un eufemismo y responde a un mero deseo amarillista de escandalizar a la opinión pública. Yo llamaría ‘enfrentamiento’ a las manifestaciones que organizan los estudiantes en Corea, por ejemplo, pero enfrentamientos a distancia, por muchos insultos y majaderías que conlleven, me parecen más bien los pasos preparativos al enfrentamiento. Huelga decir que no estoy en favor de los enfrentamientos, sino sólo de la aplicación rigurosa de las palabras). Lo importante del acontecimiento, sin embargo, es que al retirarse apresuradamente del lugar, los representantes de la ley dejaron el camino libre a los indignados y enardecidos contrabandistas y pandilleros, quienes entonces se dedicaron a golpear a paseantes, desvalijar vehículos, asaltar comercios, etc. En pocas palabras, se dieron gusto. Por ello, un poco más tarde y a la manera casi de una represalia, se efectuó por la noche un impresionante “operativo” policiaco y así el célebre “barrio bravo” de Tepito volvió a quedar, aparentemente, bajo control de las autoridades. Éstas, naturalmente, insisten en hablar de éxito rotundo en la operación.

 

Yo difiero del diagnóstico oficial, aunque debo afirmar enfáticamente que considero que el gobierno del Distrito Federal no es el responsable del fracaso profundo del “operativo”, el cual ha sido una de las actuaciones de la autoridad más ridículas de que se tenga memoria. Y esto no es muy difícil de demostrar, como intentaré hacer ver.  

 

 Primero, las fuerzas del orden se retiran  a fin, se nos dice, de evitar el “derramamiento de sangre”. La sangre que preocupaba era, naturalmente, tanto la de policías, (quienes se suponen que saben de los riesgos de su oficio) como de la de delincuentes (los cuales saben mejor todavía lo que está en juego), sólo que cuando súbitamente la policía cede el terreno y le deja el campo libre a los vándalos, la sangre que automáticamente se desprotege es la del ciudadano normal. Enardecidos y envalentonados, los maleantes dan rienda suelta a su coraje y sí se derrama sangre, sólo que la más valiosa: la del inocente transeúnte. O sea, se evitó la sangre de quienes saben que pueden perderla, porque de una u otra manera están en ese oficio, sólo que al precio de sacrificar irresponsablemente a la población civil y de abandonarla tranquilamente a su suerte. De modo que si no hubo violaciones masivas, acuchillados, etc., fue porque los delincuentes no quisieron, porque no habría habido nadie para detenerlos si así hubieran querido proceder. ¿Es eso éxito en algún sentido serio de la palabra?

 

       Segundo, se “implementa” un formidable operativo, digno de Hollywood, y el resultado neto es (da risa escribirlo): 16 o 18 arrestados, entre los cuales hay que contar dos “menores” y un borracho, aparte de algunos colegas de la Policía Judicial y de la de Seguridad. A esa tasa, para detener a cien criminales (que no es mucho) se necesitarían unos 7,500 elementos, que dudo que tengamos en el D.F. Si así funcionaran las fuerzas de seguridad en Israel, Estados Unidos, Cuba, Yugoslavia, Australia, China o Francia (para dar ejemplos variados), podemos estar seguros de que hace tiempo que esos países habrían dejado de existir. En verdad, es difícil entender la lógica de nuestra policía: no se busca a delincuentes bien identificados, previamente ubicados, sino que se arresta a quien por casualidad se cruza en el camino, lo más probable para liberarlo a las 24  horas porque no se le logra probar nada; evidentemente, cuando los agentes llegan al lugar deseado ya no hay nadie esperándolos; después de 10 horas de estar en funciones, la policía hace el revelador descubrimiento de, e.g., una pistola y dos navajas, lo cual es hasta cómico; y así es siempre. Todo esto es francamente ridículo. Es cierto que en esta ocasión se decomisó una buena cantidad de, e.g., aparatos eléctricos, pero es evidente que el golpe policíaco es superficial y ello por dos razones: porque lo que se decomisó no es más que una mínima parte de lo que circula ilegalmente y porque con ello ni mucho menos se desmantela la estructura del poder criminal vigente, protegido por leyes irracionales, y el cual al volver otra vez a ponerse en marcha no tendrá ningún problema para “recuperar” sus “bienes perdidos”. Resultado neto: el costo de la operación rebasó sin duda al de los beneficios. La moraleja es simple y es que no es mediante golpes improvisados, como si se tratara de vendettas de grupos de mafiosos en contra de grupos rivales, que se podrá restablecer un orden real, una situación de derecho en la que se le garantice a la ciudadanía la seguridad y el respeto que sus personas y sus bienes merecen. Y una lección más importante aún es que toda acción policial efectuada en un marco constitucional y penal anquilosado está destinada al fracaso, no puede ser otra cosa que mera represión, será casi siempre ineficaz y a final de cuentas mal vista por la sociedad en su conjunto.

 

       Tercero: para corroborar que la policía no se excede en cumplimiento de su trabajo la acompaña personal de la Comisión de Derechos Humanos. Esto es inaudito y equivale a ponerle cadenas a la policía, mas no en donde ello sería importante, i.e., en sus investigaciones, sino precisamente en donde nadie debe interferir, esto es, en su acción. El hecho es ignominioso y sienta un pésimo precedente. Esto puede sonar retador o provocador, pero pretendo ser meramente realista. La policía debe ser limitada como institución, en sus ramificaciones y esquemas de investigación, mas no es su trabajo directo, que inevitablemente es de fuerza, sobre todo cuando se supone que se aventura en una cueva de pillos. Un cuerpo policiaco que sale huyendo es simplemente grotesco y pone de manifiesto la debilidad de la institución. Mientras más se limite en este sentido específico a la policía más se facilita la acción de los delincuentes. ¿No es eso perfectamente obvio?

 

       Cuarto: un poco como consecuencia de todo lo anterior, el hecho es que la policía fue expulsada de un sector de la ciudad, lo cual es inaudito e intolerable. Si se tratara de barricadas obreras, de motines estudiantiles, de manifestaciones de maestros, ello sería comprensible. Pero no: fue la rebelión gangsteril lo que hizo correr a los granaderos! Eso es penosamente risible y la explicación de que con ello se logró evitar el derramamiento de sangre no es más que una justificación barata del no cumplimiento cabal de sus obligaciones (decomiso de mercancía, aprensión de delincuentes y recuperación para la población de las calles de la ciudad).

 

       Hay, por lo tanto, razones para sentirse decepcionado con el operativo de Tepito. Ahora bien, lo importante para nosotros no son los detalles de los movimientos de patrullas, los aullidos de las sirenas, las cantidades de televisores “recuperados” (¿para quién?), etc., sino la reflexión sobre las causas y las potenciales consecuencias de eventos como los de la semana pasada. ¿Qué podemos aprender de lo sucedido, con miras desde luego a corregir enfoques, a pulir mecanismos, a perfeccionar procedimientos?

 

Lo primero que es importante señalar es que se pretende darnos a los ciudadanos gato por liebre. Se habla mucho de la policía de barrio, de la importancia de la participación vecinal, etc., etc. Todo esto puede ser interesante, cierto y útil, pero en el fondo es un placebo político. Se tiene que entender que no es función del obrero, del oficinista, de la maestra, de la sirvienta, del taxista, del estudiante, del dentista, etc., es decir, del ciudadano normal, realizar además de su trabajo funciones de policía o de soplón. No le pagan ni está preparado para eso. El ciudadano normal espera, con razón, que alguien (una institución) lo proteja, no que él se proteja a sí mismo, cosa que además muy probablemente podría hacer si no fuera  porque después se vería en serios aprietos. La falacia que aquí parece estarse insinuando es la de que el papel desempeñado por códigos penales inoperantes se puede neutralizar y contrarrestar con la intervención permanente de la población. Pero esto, además de injusto, es un error garrafal. Lo que se requiere con urgencia es un marco jurídico adecuado, esto es, uno que, entre otras muchas cosas, le garantice en principio a las fuerzas del orden las mismas facultades básicas que tienen todas las policías del mundo, como por ejemplo la de ser preparado para la acción, la de poder actuar en defensa propia y la de poder usar su equipo. Desde luego que todos entendemos que dada la situación de corrupción generalizada en la que desafortunadamente vivimos, dotar a la policía de todas sus facultades es correr un grave peligro, porque estrictamente hablando suss elementos no están debidamente preparados para la defensa de la sociedad civil, no se consagran en alma y cuerpo a resguardar el orden, no les va ningún interés en ello. Pero aquí es donde se ve la importancia de leyes adaptadas a la situación por la que atravesamos: con leyes apropiadas, esto es, funcionales y severas, se puede restringir en principio la acción ilegítima de la policía y ésta, al actuar libremente de conformidad leyes sensatas, se vería efectivamente secundada por la población en general. Este es el modo de incorporar a la ciudadanía en la lucha contra la delincuencia.

 

       Regresamos, pues, al tema de las leyes, tomando como ejemplo el código penal. Atemos cabos. Dije que las leyes son convenciones. O sea, no hay nada en el mundo natural que nos fuerce a trazar distinciones de tipo, por ejemplo, “mayor de edad- menor de edad”. Eso es algo que nosotros fijamos. Por ejemplo, como es bien sabido, la edad “natural” para incorporarse al trabajo durante la Edad Media era más o menos la de 7 años. O sea, a los 8 años se era ya un jovencito, a los 14 la gente se casaba y formaba su propia familia, para morir no más allá de los 35 años. En condiciones así, hablar de niños de 13 años hubiera sido un sinsentido y desde luego que podía haber criminales de 13  años. En la actualidad no podríamos hacer nuestra una clasificación así, pero el punto es simplemente que las clasificaciones son arbitrarias y dependen de nuestros intereses y de nuestras circunstancias. Desafortunadamente, en el México de nuestros días la tergiversación de palabras y nociones para hablar de las fases de desarrollo de las personas nos lleva a la confusión y al absurdo. Aquí se fijó (si no recuerdo mal, en época del presidente Luis Echeverría) la mayoría de edad a los 18 años. La decisión no era ni mucho menos descabellada, por razones de orden político, demográfico, cultural. No obstante, tuvo la desagradable consecuencia de inducir a hablar a la gente en términos de dicotomías fáciles, por ejemplo “niño-adulto”. Así, si no se adulto porque no se puede votar, entonces automáticamente para la ley se es un “niño” (un menor). Hay pocas falacias tan obvias como esta. Y una consecuencia de este enfoque lingüístico es que si un jovencito de 17 años y 8 meses acribilla a una persona, viola a una joven, trafica con estupefacientes o se dedica a golpear estudiantes, ese joven no es propiamente hablando un criminal ni puede ser juzgado como tal, porque es todavía un “niño”. Más que otra cosa, un razonamiento así parece una burla. Es claro, supongo, que si una persona viola a otra, la primera ya no es un niño, independientemente de su minoría de edad civil y de la convención que al respecto se haya erigido. No rige, por lo tanto, una norma que lo único que genera es huecos formidables en la impartición de justicia, a la cual termina por desalentar y desanimar. Lo mismo vale para quien, a sabiendas de que se está en una investigación criminal, abiertamente miente en su declaración ante el Ministerio Público. Todo se reduce a un mero cálculo: si lo que está en juego es un castigo menor y si con mentira se pueden ganar posteriormente jugosos frutos o evitar males mayores, cualquier persona en sus cinco sentidos optará por mentir. Luego lo que la lógica indica es incrementar el peso del castigo al mentiroso y lo contrario equivale de facto a la promoción de la impunidad y la corrupción. Por ello, lo que la ley ya ratificada promueve es la parálisis de la investigación judicial y de la acción de la policía. Esto nos lleva a la evaluación de la actuación concreta de nuestras  autoridades en relación con el caso Tepito.

 

       La situación es la siguiente: prevalece en la Ciudad de México, y en verdad en todo el país, una situación de abierto desafío al estado y sus aparatos. Hay desde luego causas económicas, políticas y sociales para ello pero, y este es el punto que quiero dejar establecido, también hay que apuntar a causas de orden legal. Aquí se puede uno dar el lujo de apostarle al crimen. Las leyes, por lo tanto, son defectuosas. Lo paradójico es que las modificaciones legales que se requieren son, con mucho, las más fáciles de remediar. Es más fácil modificar leyes que subirle el nivel de vida a la población. No debemos ignorar, por otra parte, el simple hecho de que cambios de gobierno no acarrean consigo mecánicamente cambios en la legislación. Esto último tiene su tiempo. El actual gobierno del Distrito Federal ha tenido que funcionar a pesar de los cientos de obstáculos que se le han venido sistemáticamente interponiendo y, por si fuera poco, en el marco de una legislación que está empíricamente probado que facilita la acción criminal y entorpece la policial. Es claro, por lo tanto, que no son las autoridades del Distrito Federal las responsables por los errores y las debilidades del famoso operativo. Al contrario: tienen un gran mérito, el cual consiste en haber actuado conforme a derecho, esto es, en haberse apegado a la ley heredada, en haberla respetado independientemente de cuán deforme o perversa sea. Pero esto, si es cierto, tiene implicaciones de orden político que son de importancia no desdeñable. 

 

       En primer lugar, queda claro que prácticamente todos los ataques hechos por panistas y priistas en contra en particular de la Jefa de Gobierno, del jefe de la policía y del Procurador carecen de fundamento; vienen, además, cargadas de hipocresía, sobre todo por parte los legisladores del PRI. En sus críticas no hay, por lo tanto, validez jurídica o política. Se trata de mera intriga política, caracterizada por la mala fe y por estar más interesada en causarle daño político al adversario que en enderezar la situación y en defender a la población del Distrito Federal. Las sandeces de multitud de, por ejemplo, comentaristas de radio a este respecto rebasa el marco de la decencia intelectual. Así, constatamos una vez más que algunos partidos políticos están más interesados en la desestabilización que en el progreso social, en la salvaguarda de la corrupción y la componenda que en la protección de la ciudadanía.

 

       En vista de lo que hemos dicho, es relativamente fácil imaginar las conclusiones que ya habrán extraído los delincuentes, de Tepito y de otras partes del al República. Por lo pronto, sin duda habrán aprendido ya las siguientes lecciones: a) el gobierno está dividido, semi-paralizado y algunos partidos están más interesados en bloquear lo que hagan otros que en remediar los males que aquejan a la sociedad; b) las autoridades son corruptibles; c) las leyes son blandas y d) siempre tendremos defensores y apologistas. Es evidente que hay muchos factores involucrados en todo lo que ha pasado (y en lo que pasará), pero es claro que la posibilidad formal del fracaso sistemático de la acción policíaca y del éxito de la delincuencia organizada está no en los toletes de los granaderos, sino en la complacencia de los dizque representantes de la población quienes, con enfoques anti-científicos establecen reglamentos y normas que, por motivaciones reprochables, atentan palpablemente en contra de los valores supremos de toda sociedad civil sana.