Censura y Libertad

(04 de septiembre de 2000)

 

 

La fiesta nacional por la derrota electoral del Partido Revolucionario Institucional ha generado una euforia de democracia que, por su carácter intrínsecamente irracional, muy probablemente tenga efectos negativos para la sociedad en su conjunto. Me parece que un claro ejemplo de los excesos de lo que tal vez deberíamos llamar el ‘neoliberalismo ideológico’ fue el festival contra la censura, que tuvo lugar en la ciudad de México y que, al parecer, recoge los ideales que habrán de guiar la política cultural nacional en el próximo sexenio.

 

      A decir verdad, no creo que sea errado pensar que decisiones y puntos de vista adoptados en períodos de excitación mental, personal o colectiva, son en general superficiales y terminan por ser contraproducentes. Pienso que cualquier análisis serio del panorama cultural nacional, de nuestro país o de cualquier otro, ahora o en cualquier otro período de la historia, debería hacernos entender que la oposición genuina o real no puede simplemente ser “censura total versus nada de censura” (“cero censura”, como se dice). Eso es como demasiado fácil u obvio y si realmente fueran esas nuestras únicas opciones, con dificultad podríamos imaginar a alguien que en sus cabales prefiriera una situación de amordazamiento total a una de carencia de restricciones. La auténtica disyuntiva, por lo tanto, no es esa. No olvidemos que inclusive uno de los más radicales defensores de la idea de tolerancia, y por lo tanto de no censura, el filósofo inglés John Locke, admite que lo sensato es fijarle límites a la tolerancia (y, por consiguiente, a la libertad de expresión). Se debe, pensaba él, ser tolerante con todos, salvo con los intolerantes. Claro que en la medida en que aquel o aquella a quienes se pretende hacer pasar por intolerantes lo son desde una cierta perspectiva, como resultado de ciertas definiciones y propuestas, la idea de Locke se vuelve una cómoda máquina de manipulación de enemigos. En efecto, a cualquier competidor, adversario u opositor se le puede acusar de “intolerante” y, con ese pretexto, tratar de arrinconarlo o inclusive de aniquilarlo. En todo caso, lo interesante para nosotros de la posición de Locke es que podemos fácilmente apreciar que la noción de tolerancia total, la idea de un universo cultural abierto y que se extiende al infinito, parece ser absurda y, por ende, impráctica. Como en muchos otros casos, en este lo difícil es entender cómo se transita, sin que nos demos cuenta de ello, de una concepción razonable o sana pero con límites a una concepción atractiva pero vacua y peligrosa de tolerancia. ¿Qué podemos decir al respecto?

 

      Una manera fácil de mostrar que la idea de una sociedad sin censura es, más que otra cosa, una ilusión descarriada consiste en dar una lista de puntos de vista que ni los partidarios más exaltados de la “no censura” estarían dispuestos a permitir. Por ejemplo ¿sería más democrática la sociedad mexicana si se permitiera que grupúsculos de racistas hicieran explícitas sus convicciones y que se les diera publicidad, en la televisión por ejemplo? ¿Estarían los mexicanos de acuerdo en permitir que hablaran en público y que hicieran proselitismo individuos que promovieran la idea de que los indígenas son seres inferiores? ¿Aceptarían con ecuanimidad los padres de familia que no se le impusiera ningún límite a la industria de pornografía infantil y que los niños se acostumbraran a la idea de que pueden ser convertidos en objeto sexual de cualquier depravado? Si, como creo, la respuesta sería negativa, se estaría en el primer caso coartando la libertad de expresión y en el segundo la libertad de acción y de empresa. Se estaría siendo, si utilizamos la terminología a la moda, intolerante y censor. Después de todo, ¡habría puntos de vista que se estaría vedando! En la medida en que la lista que se puede ofrecer sería tan larga como se quisiera, podemos asegurar, sobre la base del par de ejemplos proporcionado, que es simplemente falso que podamos concebir una cultura en la que no haya límites al ejercicio de la libre expresión. Por lo tanto, el verdadero problema consiste en fijar esos límites de manera racional, después de detectar lo que son las áreas realmente sensibles y fundamentales de la vida cultural y que, si se ven afectadas, podrían generar problemas sociales de la más diversa índole. En todo esto el estado tiene un papel importante que desempeñar. En otras palabras, el punto de vista de que la función del estado es practicar una política de “laisser-faire” cultural es irresponsable y poco seria.

 

      Esto nos lleva a la pregunta interesante y que los dirigentes del país se tienen que plantear, a saber: ¿qué es una política cultural democrática seria? ¿Qué fines se persiguen en ella y qué mecanismos se deben poner a funcionar para instrumentarla y materializarla? Ese es el reto del gobierno y no la simple asunción de una política de alzarse de hombros, por más que la encubramos bajo las gloriosas categorías de libertad y democracia. Está aquí involucrado un error conceptual y teórico que es menester no dejar pasar.

 

      Tenemos que distinguir dos clases de censura: la oficial y la oficiosa. En nuestros días, la primera es prácticamente inexistente, si bien todavía hay defensores de la mordaza. Por ejemplo, a diferencia de lo que pasaba hace 30 años, ahora se puede criticar abiertamente al Presidente de la República, pero no parece muy recomendable criticar al Papa. Empero, lo que hay que notar es que en la medida en que las instituciones y el modo de vida se han ido modificando, el papel y el sentido de la censura de manera natural también se han ido desvaneciendo. En esto, a no dudarlo, ha habido progreso, si bien se corre el riesgo de irse al extremo opuesto y caer en la tentación de una situación de “cero censura”, la cual puede tener efectos nefastos. Lo que en este caso se tiene que hacer es dejar bien en claro qué no se puede decir y por qué. O sea, es falso que de antemano todos rechacemos toda censura. Por ejemplo, no se puede criticar el himno nacional o hacer escarnio de nuestros símbolos patrios. En esos casos la censura opera y, no obstante, es básicamente aceptada de buena gana por todos. Pueden, así, señalarse algunos temas de interés nacional en relación con los cuales no se debe permitir la “libre expresión de ideas”. Confieso que no sé si me opondría expresamente a que alguien criticara el himno nacional, pero ciertamente estaría de acuerdo, por ejemplo, en que se castigara, con multa o cárcel, a quien expresara públicamente opiniones degradatorias del indígena. Y me parece que la mayoría de la gente se sumaría con gusto a una postura así. Así, el problema no es la censura en sí misma, sino qué se censura.

 

      El problema profundo es, pienso, el de la censura no oficial, el de la presión para evitar la expresión de puntos de vista que chocan con intereses poderosos pero particulares y que no representan los valores de la comunidad en su conjunto. Me refiero a esa forma de represión intelectual en la que se alude al “mal gusto”, a lo que es “inapropiado”, a lo que “no se puede” decir en público, pero no por consideraciones de salvación nacional, sino porque lo que está en juego y se afectan son intereses concretos de gente o grupos concretos. Esta represión silenciosa me parece, con mucho, la más dañina, perjudicial e inmoral. Por ejemplo, un universitario de corazón, miembro dedicado del Sistema Nacional de Investigadores o de la Comisión Nacional de Derechos Humanos debería poder criticar libremente los mecanismos de elección, los procedimientos de selección, la estructura, decisiones concretas, etc., de las instituciones en cuestión, a pesar de estar formalmente ligado a ellas. Pero eso no es tan fácil de hacer, a pesar de que oficialmente no hay censura. Se debería poder revisar abiertamente nombramientos, galardones, preseas y demás, pero normalmente eso no se hace. La razón es que hay una censura no oficial. La actitud quedaría recogida más o menos del siguiente modo: “¿Cómo te atreves a criticar a .....?”. ¿Por qué, por ejemplo, los actores no denunciaron los manejos turbios de importantes cantidades de dinero por parte de algunos de sus conocidos líderes? ¿Porque formalmente no tenían derecho de hacerlo? No. Más bien, por una censura o represión no oficial. El peligro social, por lo tanto, consiste en hacer desaparecer la idea de censura abierta, de límites a la expresión explícitos y por todos reconocidos, para automáticamente incrementar el poder de la censura invisible, la cual se vuelve entonces asfixiante. Mucho me temo que sea precisamente a situaciones así a las que favorezca la acción irreflexiva de los partidarios de la “cero censura”.

 

      El debilitamiento de la censura oficial es una expresión de nuestros tiempos. No se trata de la victoria de un individuo particular, sino de un cambio global de atmósfera que resulta más afín que otros a lo que es el modo de vida actual. Desde luego que hay que celebrar este ajuste, de preferencia sin caer en paroxismos y éxtasis delirantes. Pero más importante que el festejo de un ajuste inevitable me parece la cuestión de determinar lo que es una política cultural democrática seria, en lo que son nuestras nuevas circunstancias. Sospecho que algunos de sus lineamientos generales deberían ser los siguientes:

 

     

a)     Propiciar en todos los contextos la creación original, esto es, nuestra, en el sentido de “no meramente importada”.

b)    Luchar con denuedo en contra de los pulpos culturales, los encumbrados manipuladores con los que uno se topa en todos los jurados, comisiones, etc., y que gustan de decidir todo por todos siempre.

c)     Alentar la crítica institucional y de personajes públicos.

d)    Dejar en claro que hay temas intocables que, por estar en el corazón de nuestro sistema de valores, de nuestra historia y de nuestro futuro, no son arriesgables y en relación con los cuales debe haber censura sin que ello signifique mengua de libertad.

 

Se podrían decir muchas otras cosas sobre este ameno tema. Lo que cuenta, sin embargo, es simplemente contribuir a que bullan las ideas en las cabezas de la gente. De esta manera se le despierta, se le saca de su ingenuidad y se le transforma entonces en agente político. Esto ya nos lo enseñó, hace muchos años, un tal Carlos Marx, desdeñado ahora hasta por el más mediocre de los profesorcillos. Marx sostuvo que “la teoría se convierte en poder material tan pronto como se apodera de las masas”. No olvidemos esta lección, pues es el pueblo pensante quien, guiado siempre por su sano instinto, habrá de determinar si hay ideas nocivas que bloquear o no.