Congruencia  Política

(11 de  Septiembre de 2000)

 

Parecería evidente de suyo que una condición para gozar de credibilidad y de autoridad moral, tanto en un plano individual como en uno gubernamental, es la congruencia de las acciones que se realicen. Ahora bien, en política la noción de congruencia no puede entenderse como mera coherencia lógica. Al hablar de congruencia se alude automática o implícitamente a un conjunto de ideales, valores y principios que son, por decirlo de algún modo, las premisas constitutivas de los países. Se es congruente o no con una historia, un desarrollo y un porvenir determinados. Estos factores que, por así decirlo, conforman el marco ideológico más general de una nación, no se improvisan ni pueden alterarse cada, e.g., sexenio. Más bien, tienen que ver con lo que podríamos denominar la “esencia” de la nación en cuestión. Esto podrá parecer general o inclusive vago pero, si lo aceptamos, permite al aplicarlo al caso de México derivar ciertas moralejas y lecciones que son de importancia no desdeñable, si lo que queremos, claro está, es tener gobiernos dignos de crédito y confiables.

 

      Me propongo brevemente argumentar en estas líneas en favor de la idea de que a la esencia de la mexicanidad pertenecen, en primer lugar, el juarismo y, en segundo lugar y por razones obvias, una muy especial y compleja actitud (desconfianza, dependencia, apoyo, abusos, etc.) frente a los Estados Unidos. No afirmo, desde luego, que estas facetas de la cultura política nacional sean las únicas dignas de tomarse seriamente en cuenta al momento de examinar la política del gobierno. Sostengo, sin embargo, que México no podría ser entendido sin estos dos rasgos y, por lo tanto, que pretender afectarlos, atentar en su contra (para limitarlos, cuestionarlos, modificarlos o repudiarlos) es precisamente intentar modificar en profundidad la naturaleza de lo mexicano. Obsérvese que estoy hablando de peculiaridades nacionales de México, pues cada país tiene las propias. Polonia, por ejemplo, se define por su catolicismo y por su ancestral hostilidad hacia Rusia, sea ésta nación de zares o de comisarios políticos. Francia quedó marcada por su gran revolución, por su Napoleón y su milenaria rivalidad hacia germanos y anglo-sajones. Por su parte, los ingleses se contrastan con “el continente”. Lo mismo, mutatis mutandis, podría afirmarse de China, Vietnam, Portugal, Brasil, etc. Es por ello que para nosotros resulta sumamente inquietante toda política gubernamental que, de uno u otro modo, entre en conflicto o genere tensiones con eso que podríamos llamar ‘elementos constitutivos de nuestro ser’, en lo que a vida política concierne. Me parece que cuando ello sucede, independientemente del ropaje ideológico mediante el cual se le encubra o revista, se hace peligrosamente tambalear pilares de nuestra nacionalidad. Como trataré de hacer ver, las recientes políticas de México, tanto interna como exterior, se han visto afectadas por incongruencias que, de uno u otro modo, tienen que ver con tensiones entre decisiones gubernamentales y valores nacionales.

 

      Comencemos por la política interna. Por razones de sobra conocidas, en general los gobiernos mexicanos (y no sólo los emanados de la Revolución) desarrollaron una sana política de contención de la Iglesia Católica. Es preciso entender que, por encima de los ideales y objetivos nacionales, la Iglesia tiene los suyos. Al limitar sus propiedades y al excluirlos de los centros de toma de decisiones, el presidente Benito Juárez fijó un camino del cual México no debería por ningún motivo apartarse, por la sencilla razón de que le va su sino en ello. En verdad, no fue sino hasta con Carlos Salinas que el gobierno mexicano se desvió de la perspectiva juarista y que se restablecieron vínculos diplomáticos (dan ganas de decir “gratuitamente”) con el “estado” del Vaticano, el estado más anti-democrático del mundo, dicho sea de paso. Las repercusiones de semejante error histórico las estamos empezando a sentir en este momento. Efectivamente, la Iglesia Católica pasó de institución más o menos meramente religiosa a institución abiertamente demandante y beligerante, pronunciándose a través de sus prelados y representantes sobre multitud de temas laicos de interés nacional. A diferencia de lo que pasaba hasta hace 20 años, ahora la Iglesia pontifica sobre la educación de los niños, los libros de texto, el aborto, el narcotráfico, las elecciones, el problema de Chiapas y así indefinidamente. Es evidente que los tentáculos de dicha institución serán lo largos que se les deje crecer. Debe, pues, quedar bien claro en las mentes de nuestros dirigentes que, al cederle espacio político a la Iglesia, se está siendo anti-juarista y, por consiguiente, se estará actuando en contra de los intereses objetivos de México. Es de importancia capital circunscribir lo que debe ser el radio de acción de la Iglesia Católica, a saber, el ámbito de la escatología y la metempsicosis y, eventualmente, el de la moral personal de sus fieles. Pero nada más. En este sentido, desviarse de la tradición juarista equivaldrá a poner en práctica una política peligrosa para el país y el gobierno que intente implementarla perderá credibilidad, con todo lo que ello acarrea.

 

      Imposible no percatarse, cuando pasamos al caso de la extremadamente compleja relación con los Estados Unidos, de que las actitudes de los últimos gobiernos están permeadas por lo que parecen ser ciertas confusiones, hábilmente exacerbadas desde luego por los oportunistas y los vividores de siempre. En nuestros días, por ejemplo, uno de los términos mágicos es ‘globalización’. En nombre de la globalización importamos ahora hasta agua, lo cual es realmente el colmo. Ahora bien, es cierto que los Estados Unidos están a la cabeza del fenómeno mundial de globalización, pero es de crucial importancia entender que ‘globalización’ no es ni mucho menos sinónimo de ‘americanización’. La globalización no implica para México, como no lo implica tampoco para los Estados Unidos (ni para Inglaterra, Japón, Israel, etc.) el abandono de valores nacionales, patrios. Básicamente, lo que la globalización indica a nivel mundial es que, a diferencia de lo que pasaba durante el período de la guerra fría, en la actualidad no hay dos sistemas de reglas, principios, valores, objetivos, etc.,  a los que apelar, sino sólo uno, el cual vale para todos. Pero no se sigue, verbigracia, que la política exterior de México en la época de la globalización tenga que ser la que conviene a los intereses de nuestro vecino del norte o deba coincidir con ellos. Frente a una potencia como los Estados Unidos,  la estrella que guíe, a mediano y largo plazo, la política exterior mexicana no puede ser otra que una política de supervivencia, so pena de ser incongruentes. Naturalmente, la incongruencia en este caso tiene un precio alto.

 

      Con base en lo anterior se entiende por qué, instintivamente quizá, México promovió durante mucho tiempo una política de no intervención en los asuntos internos de los países, práctica que ha gustado y gustará siempre a las grandes potencias, de la clase que sean. Pero entonces ¿cómo es posible que, sin recatos, sin vergüenza, se solape la actividad de agentes de la Secretaría de Gobernación, atrapados con las manos en la masa, introduciendo literatura subversiva en Cuba? ¿Es acaso porque Cuba es un país bloqueado por los norteamericanos que en la época de la globalización se siente que México tiene que romper con sus mejores tradiciones y actuar provocativamente, como si nuestra relación con los Estados Unidos hubiera radicalmente cambiado? Nada más absurdo. El gobierno de Vicente Fox  habrá de tener mucho cuidado en no permitirse juegos peligrosos como ese, porque no tardará en pagar las consecuencias. La crítica fácil y las actividades encubiertas en contra del gobierno cubano deberán estar totalmente excluidas de su agenda.

 

Es innegable, por otra parte, que no todas las incongruencias de la política exterior mexicana están directamente relacionadas con los Estados Unidos. Un caso increíble, por ejemplo, es el de las deportaciones de refugiados. Durante medio siglo, este país se ganó el respeto del muchos países por haber sido un nuevo hogar para hombres y mujeres perseguidos en sus respectivos lugares de origen, un asilo, un solar para exiliados, y ello independientemente de las banderas que enarbolaran. Nutridos grupos de españoles, argentinos, chilenos, guatemaltecos, etc., huyendo de las barbaridades que se cometían en sus países, encontraban en México un lugar en donde podían rehacer sus vidas. No obstante, de pronto nos encontramos con que México no sólo da asilo a refugiados políticos, sino que también los deporta. Así ha pasado, como todos sabemos, con algunos guerrilleros de ETA, los cuales sin mayores contemplaciones ni trámites, sin juicios que se eternicen, son puestos en el avión y enviados a España. Si esa política de exportación a un país de gente que huye de él está moral, legal y políticamente justificada o no es algo en lo que en esta ocasión no entraré. Lo que sí me interesa señalar, en cambio, es la escandalosa e indignante incongruencia con otras decisiones y actitudes. El caso del criminal argentino Ricardo Miguel Cavallo ejemplifica muy bien lo que quiero decir. Como ahora se sabe, Cavallo era un terrorista estatal, es decir, un criminal de magnitudes superiores, sólo que en este caso sorprendentemente se habla de derechos humanos, se exigen pruebas de identificación, etc. En otras palabras, las cosas no se facilitan. ¿Por qué? Es muy importante que cuando Cavallo se vaya de México (mientras más pronto mejor) lo haga hacia España, lo cual dependerá del gobierno de México. Pero no hay que perder de vista que, aunada al afrentoso silencio del gobierno mexicano en relación con el asunto de Augusto Pinochet, una decisión de no entregar a un reconocido genocida a quien debe de juzgarlo constituirá un golpe letal al ya de por sí deteriorado prestigio internacional de México. No se debe permitir que nuestro país pase de refugio para luchadores políticos a cueva de canallas.

 

      El tema general de los derechos humanos nos proporciona otros increíbles casos de incongruencia política. Aquí lo somos tanto como los americanos, quienes en nombre de los derechos humanos dejan a los niños iraquíes sin comida ni medicinas. Recordemos, primero, que hablar de derechos humanos no es hablar de una lista de derechos especiales, sino simplemente de los límites de la acción estatal. O sea, violar derechos humanos es algo que sólo los estados, en contraposición con los particulares, pueden hacer. Es de aplaudirse, desde luego, que los gobiernos de la República impulsen, mediante instituciones y atribuciones, una política de promoción de la cultura de derechos humanos. Se supone que para eso se constituyó la Comisión Nacional de Derechos Humanos, cuyo actual presidente (dicho sea de paso) parece más bien interesado en silenciarla y en hacerla invisible que en ponerla a funcionar. Empero, dejando de lado este penoso detalle, la congruencia parecería indicar que, en la época de la globalización, si se promueve la cultura de los derechos humanos en un país se le promueve en todos. México se ha visto sometido a duras presiones en este sentido e inclusive sus relaciones comerciales se han visto afectadas por ello. Pero si somos tan entusiastas en relación con la idea de derechos humanos ¿cómo es posible que se esté planeando elaborar un pacto comercial de gran envergadura con países como Guatemala, que es quizá el país en América Latina en donde de manera más brutal o bestial se han violado y se siguen violando hoy en día los derechos humanos de los ciudadanos? El gobierno mexicano no debería ignorar la pugna entre la gran Rigoberta Menchú y el general Ríos Montt, puesto que su oposición gira en torno a lo que fueron execrables violaciones de derechos humanos. Es demasiado evidente, creo, en qué radica la incongruencia en este caso como para tener que enunciarla explícitamente.

 

      La crítica política tiene siempre otra faceta, a saber, la auto-crítica. Ningún gobierno podrá quejarse del trato que se les depara a los nacionales en la frontera norte mientras tranquilamente permita que se haga lo mismo (o peor, es decir, lo mismo pero a lo Tercer Mundo) con los inmigrantes en la frontera sur; no es plausible protestar por la certificación en relación con la lucha anti-drogas y al mismo tiempo inmiscuirse en los asuntos internos de Cuba; a primera vista no se ve cómo se puede estar hablando permanentemente de globalización y posteriormente postular la doctrina Estrada. México requiere congruencia política, porque de esa congruencia depende su credibilidad y su gobernabilidad. Empero dicha congruencia es algo que sólo alcanzará cuando ajuste sus estrategias gubernamentales a los grandes objetivos que la historia ya fijó para Él.