La Democracia en América

 

Recuerdo claramente que hace alrededor de diez años, el a la sazón vice-presidente de los Estados Unidos, Don Quayle, famoso por su cantiflismo y sus incoherencias lingüísticas (había inclusive una publicación semanal en la que se recogían sus galimatías), a la pregunta de cuál era el mensaje que llevaría en lo que habría de ser su gira por diversos países de América Latina (México incluido) respondió: “Democracia, democracia y más democracia”. Dejando de lado la elocuencia oratoria de Quayle y el hecho, mucho más lúgubre, de que en realidad lo que él estaba diciendo era otra cosa (podríamos remplazar el término que empleó por, por ejemplo, la palabra ‘sometimiento’), habría que empezar por señalar algo relativamente banal, viz., que lo que se conoce como ‘democracia’ ha sido de lo más útil para los intereses y la política exterior de los norteamericanos. Auto-erigidos en sus representantes en la Tierra y con un ejército de apologistas por delante, los gobiernos norteamericanos se las han arreglado para justificar ante muchos sectores de la población mundial sus brutales intervenciones en los asuntos internos de multitud de países de la comunidad internacional. Por mi parte, no le concedería ni dos dedos de seso a quien pretendiera negar que el ideal de la democracia les ha servido de parapeto y de justificación sistemática para ello. Pruebas conspicuas de lo que digo son Corea, Vietnam, Granada, Guatemala, Libia, Panamá, Irak y Cuba, por no citar más que unos cuantos y claros ejemplos. En verdad, a lo más que llegó la Unión Soviética fue a contener dentro de ciertos límites la arrolladora expansión norteamericana y lo logró con armamento, no con discursos. Aquí, empero, hay vasos comunicantes ocultos que es preciso develar. Los Estados Unidos han actuado como lo que son, esto es, como potencia mundial, pero han disfrazado exitosamente sus invasiones (gracias, entre otras cosas, a un poderoso aparato propagandístico) con el ropaje de la democracia porque y, esta es la segunda parte del asunto, la democracia al parecer tiene virtudes tanto morales como prácticas. Es porque el objetivo de los gobiernos americanos es el de impulsar la democracia y que es un hecho, siendo ellos la prueba por excelencia, que los países que viven democráticamente, esto es, a la americana, gozan de un alto nivel de vida, que toda intervención, independientemente de cuán violenta pueda ser, en los asuntos internos de los países está teórica y moralmente justificada. Evidentemente, esta serie de elementales ecuaciones (falsas, por lo demás) no podría refutarse en la práctica, por así decirlo. Así, los Estados Unidos han podido operar a su arbitrio en parte porque han venido funcionando como un modelo para el mundo en su conjunto. Los corrompidos, los fraudulentos, los falsarios, los inmorales siempre han sido los otros. Ahora bien, el orden del mundo en esta etapa histórica se explicaba en gran medida por el papel que la democracia desempeñaba en el sistema americano. A primera vista, el sistema democrático allí funcionaba a la perfección. Era por eso que ellos podían ser árbitros en los destinos de los pueblos, no nada más porque fueran militarmente poderosos (vaya idea!). Es, pues, comprensible que en la humanidad pensante reine el estupor, la confusión y hasta el desconcierte cuando se entera de que, en el bastión de la democracia, en lo que podríamos llamar su ‘cuartel general’, inesperada y súbitamente, el sistema maestro “se cae” y se produce un cisma en lo que de hecho era un sistema bipartidista casi perfecto, ni más ni menos que el sistema que servía o pretendía servir de parangón, de medida, de paradigma para todo el mundo de lo que es la representación política genuina y justa. Pero entonces ¿qué conclusiones debemos extraer, qué inferencia habremos de trazar, qué está implicado por el grotesco proceso de elección presidencial que tuvo lugar precisamente en la sede oficial de la democracia y del que la población mundial ha sido incrédula testigo a lo largo de las dos últimas semanas? ¿Cómo explicar semejante aberración? ¿Será acaso que a partir de cierto momento la democracia dejó de funcionar hasta en los Estados Unidos? ¿O preferiremos la idea de que a final de cuentas no eran los Estados Unidos los más auténticos representantes de la democracia en la Tierra? ¿O ambas cosas? ¿Cómo habrá de juzgarse de ahora en adelante su política exterior, pasada, presente y futura? Lo que está sucediendo en los Estados Unidos actualmente es, huelga decirlo, de implicaciones sorprendentes y de ramificaciones insospechadas

 

      A mí me parece que hay por lo menos dos posibles vías o niveles de análisis de la situación considerada. El primero consiste en ver el fenómeno como algo circunstancial, superficial y pasajero: se trataría de un conflicto resoluble en el marco mismo del sistema; el segundo sería pensar que lo que está aconteciendo es un primer síntoma de una crisis mucho más profunda del sistema en cuestión, i.e., se trata de una expresión política de conflictos sociales latentes y que sólo en circunstancias especiales podrían aflorar. Me inclino por la segunda opción y en unas cuantas palabras diré por qué, esperando desde luego hacer ver que mi punto de vista no es mero wishful thinking.

 

      Que el proceso electoral estadounidense fue fraudulento es tan palpable como un bombazo. En primer lugar, es un proceso de embrutecimiento masivo. Un ejemplo ilustrativo de ello es el caso de Alaska, en donde los tres votos para el colegio electoral que le corresponden al estado fueron para un candidato que propone convertir uno de los últimos reductos naturales relativamente limpios y sanos del mundo en un nuevo Texas, esto es, en un campo petrolero. Difícilmente podría sostenerse que una política de petrolización de Alaska redundaría en beneficio de la población local y sin embargo esa población local votó por la petrolización del estado. Por otra parte, no olvidemos que nada más la campaña del candidato republicano costó cerca de cien millones de dólares. Lo que esto denota es simplemente que lo que está en juego es ante todo una cuestión de negocios, de “big business”, una competencia empresarial y en esta contienda el ciudadano es un mero instrumento que es menester manipular. En segundo lugar, no debe pasarse por alto que si bien hubo un ligero aumento en la participación ciudadana también es cierto que ésta es pobre: apenas rebasa el cincuenta por ciento. No hay, por consiguiente, mucho de qué sentirse ufano. Así, súbitamente nos golpea en la conciencia la idea de que “democracia” y “representatividad” son dos nociones lógicamente independientes, puesto que un sistema democrático puede dar cabida a un gobierno que tiene en contra, por las razones que sean, al setenta por ciento de la población. Esto podrá ser muy democrático, pero no es nada alentador. Las estratagemas electorales practicadas, en tercer lugar, son tales que muy probablemente habrán hecho palidecer de envidia a los profesionales tabasqueños del fraude. Es claro que en los Estados Unidos no habría sido posible en este momento histórico detectar a un miembro de algún comité electoral sacando a escondidas una pistola, pero eso desde luego no significa que no haya formas más sutiles de manipulación del voto. Después de todo, el ciudadano americano no está acostumbrado al amedrentamiento en las urnas, a la compra velada del voto, a la inducción a la pasividad, etc. Por lo tanto, desde ese punto de vista, el ciudadano americano medio es mucho más fácilmente presa de tácticas electorales viciosas. Estrictamente hablando, por lo tanto, la democracia a la americana sólo podría dejar satisfecho a quienes se benefician de ella. Y ¿a quién beneficia la democracia americana? Esta pregunta exige respuestas claras.

 

      El sistema de vida norteamericano está plagado de contradicciones. A primera vista es el país de la libertad, pero sus ciudadanos no pueden si quieren viajar a, por ejemplo, Cuba; es el país de la igualdad jurídica y de la defensa de los derechos humanos, pero su población no ha podido superar sus prejuicios, su segregacionismo y odios raciales y no sólo eso, sino que constantemente los alimenta y promueve. Negros, latinos, asiáticos, etc., (curiosamente, judíos no) podrían fácilmente dar testimonio de ello; la imagen de los Estados Unidos es la del país del bienestar material, pero tienen grandes y cada vez más agudos contrastes sociales y una población de más de quince millones de mendigos y gente sin perspectiva; nos dicen que allá sí se respeta la naturaleza, pero probablemente no hay país en el mundo que sufra un grado de deforestación (o, quizá mejor, de desertificación) tan acelerado como el que allá padecen: dejando de lado unos cuantos parques nacionales, de los Apalaches a las costas del Pacífico lo único que se encuentra son ranchos. En otras palabras, los bosques, como los bisontes, son cosas más bien del pasado. Y es, creo, en conexión con todos esos fenómenos, considerados de manera conjunta (y otros que podrían citarse) que debería leerse el problema electoral por el que ahora atraviesan nuestros vecinos del Norte. Pienso que lo más equívoco o inclusive errado que podría hacerse sería pretender explicarse lo que está pasando sin vincularlo a lo que es la situación global permanente del país y lo que parece ser su forzosa evolución. Consideremos rápidamente el asunto desde esta perspectiva.

 

      Una posible razón de la no participación de la mitad de la población en los procesos electorales de aquel país es sencillamente que la gente sabe que se trata de un juego fatuo: si se me permite una expresión coloquial, no hay de hecho más que de dos sopas: o demócratas o republicanos. Pero ¿qué son los partidos demócrata y republicano? De manera obvia, son agrupaciones políticas que viven y se perpetúan gracias a donaciones o aportaciones. Pero ¿quién aporta algo a los partidos? ¿El ciudadano común, el hombre de la calle? En absoluto. Básicamente, quienes mantienen a los partidos son las grandes corporaciones. De manera que los partidos políticos norteamericanos son ante todo y cada vez de manera más clara los instrumentos políticos de las instituciones que, de uno u otro modo, sostienen al país, porque son las instituciones que generan empleos, que invierten en infraestructura industrial, que desarrollan nuevas tecnologías, etc. Así, la pugna electoral en el fondo no es otra cosa que una pugna por la conducción del país (reflejada normalmente en la institución de leyes, por ejemplo) y en la que se enfrentan grandes grupos de colosales empresas, pugna manejada hasta ahora en el marco de la legalidad. Ahora bien, lo interesante del proceso actual es que parecería que se está entrando en una etapa en la que los conflictos objetivos de intereses se están agudizando y que la coexistencia partidista se está haciendo cada vez más difícil y aguda. Y esto no es un resultado casual o contingente, sino una expresión natural, leve por el momento pero inevitable, de serios conflictos latentes, esto es, de conflictos que tarde o temprano tendrán que desembocar, para bien o para mal, en una reconfiguración de la sociedad americana (y por ende del mundo). Dicho de otro modo, la democracia a la americana está empezando a sentirse asfixiada y lo que vemos son sus primeros espasmos.

 

      Aquí es preciso formular preguntas claras: si la democracia estadounidense carece de la pureza que se pensaba que tenía: ¿cómo se va a justificar ahora su política mundial, por ejemplo, su inhumano y a todas luces inmoral bloqueo de Cuba o de Irak, su incondicional apoyo militar y logístico al beligerante  Israel, su ni tan solapada intervención en países como Perú, y así indefinidamente? ¿Cuál nueva genial idea pretenderán poner en circulación y explotar ad nauseam (como lo hicieron con “democracia”) los turiferarios del sistema, los alquimistas de palabras de Harvard o Yale, para acallar las conciencias de los habitantes del mundo frente a un inequitativo y despiadado sistema comercial, a una deuda externa impagable  y vampiresca, al bombardeo de ciudades  o al asesoramiento en la represión policíaca de los países subordinados? ¿Qué queda de la superioridad moral con la que se engalanaba el ciudadano americano medio? En verdad, el actual proceso electoral norteamericano hace ver que lo que allá está pasando no es un asunto meramente interno, como lo sostuvo airadamente el gobernador de California. Es precisamente en las consecuencias que llevan más allá del escándalo político en lo que nosotros deberíamos reflexionar.

 

      Es posible, aunque ni mucho menos seguro, que este conflicto en particular se resuelva políticamente (dan ganas de decir “a la mexicana”). Es claro, me parece, que en el marco de cualquier legislación sana se debería poder apelar y exigir recuentos de votos o, inclusive, una nueva elección. Por razones que ignoro, los gobiernos democráticos en general son muy renuentes a convocar a nuevas elecciones (como, tengo la impresión, hasta un débil mental entendería que es lo que procede en, por ejemplo, Tabasco). Pero el sistema democrático americano no puede ser presionado hasta sus últimas consecuencias. Por ello, ya se dejan oír voces que pretenden forzar a Al Gore a que limite lo que por otra parte son claramente sus legítimas aspiraciones de triunfo. Para muchos a final de cuentas el status quo, tanto americano como mundial, es mucho más importante que un triunfo o una derrota electoral. Pero aquí hay una contradicción fundamental, porque el sistema mismo está generando el conflicto. De ahí que no parezca tener mayor sentido exigir lealtad a alguien a quien el conflicto está aniquilando. Porque ¿qué está en juego a estas alturas? No ciertamente la legitimidad del proceso: éste está definitivamente manchado. Sólo nuevas elecciones presidenciales podrían diluir la necrosis. De ahí que, si no hay decisiones radicales, el próximo presidente de los Estados Unidos será un presidente espurio. Lo importante e interesante, empero, es no el caso particular del candidato “vencedor” o el destino del candidato perdedor sino, insisto, el hecho de que lo que se está vislumbrando son los límites del sistema democrático y, con ello, su valor. Esto, qué duda cabe, es esperanzador. Es  de desear, en mi opinión, que el lenguaje de la política, tan achatado desde hace cincuenta años por el fácil lenguaje de la democracia, se refresque un poco y permita la gestación de nuevas ideas e ideales. Es tiempo ya de superar las incongruencias intelectuales a las que conduce la idea prevaleciente de democracia, servil encubridora de prácticas imperialistas y explotadoras, en todos los sentidos de las palabras. Debemos poder ya rechazar con firmeza y la conciencia tranquila toda democracia que, como en México, permite que haya veinte millones de personas que simplemente no saben lo que es la leche. ¿Qué nos puede importar la “democracia” cuando estamos sumidos en la miseria, la mugre, la desesperanza, la neo-esclavitud? Es evidente que no será por la fuerza que el mundo podrá liberarse de la democrática tutela norteamericana. La tan ansiada liberación habrá de venir de dentro, como pasó con el Imperio Romano. No hay sociedad estática y la americana no es una excepción. Tiene, pues, que transformarse y las transformaciones resultan de conflictos, de oposiciones. Lo que ahora presenciamos, el sorprendente conflicto electoral de los Estados Unidos, es una primera manifestación de la transformación que muy probablemente ya está iniciada. Intuyo que no se dará allá ningún conflicto serio de clases sociales en el sentido marxista de la expresión, entre (digamos) sindicatos y grandes consorcios o emporios. Después de todo, si el obrero tiene su casa, su auto, tiene la opción de entusiasmarse con las grandes ligas, tiene vacaciones anuales aseguradas (por más que viva endeudado), no tiene por qué levantarse en armas. Al contrario: sostendrá al gobierno que le garantice lo que tiene. En Estados Unidos, por lo tanto, los conflictos transformadores vendrán de los ricos, esto es, ricos en serio, de los dueños del mundo. Dada la importancia de dicho país para el resto del planeta, sería de esperarse que el actual problema generara una transformación que en un plazo no demasiado largo redundara en beneficio para la humanidad. Si así fuera, el actual conflicto electoral estadounidense, además del impulso que daría en la actualidad a la reflexión y la acción políticas (dentro y fuera de los Estados Unidos) sería un acontecimiento al que, aunque sea dentro de un siglo, cualquier ser racional no podrá sino contemplarlo con beneplácito.