Lecciones Priistas
(18 de Septiembre de 2000)
Una de las faenas primordiales de la historia es la de reconstruir los
hechos del pasado no como una mera lista de situaciones inconexas, sino
ensamblándolos en una pequeña totalidad de modo que adquieran un sentido
definido. Un historiador es exitoso no cuando nada más nos narra algo, sino
cuando logra hacernos comprender por qué los fenómenos de los que se ocupa se
produjeron al modo como sucedieron, por qué los personajes que examina actuaron
(tanto causal como teleológicamente) como lo hicieron. A diferencia de los
científicos de las áreas “duras”, como la astronomía, es claro que el
historiador no tiene mayor ingerencia en el futuro. Como bien dijo el más
grande quizá de todos los pensadores de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein,
“el futuro es un libro cerrado inclusive para el más perspicaz de los hombres”.
Esto me parece un dictum definitivo. Ahora bien, la imposibilidad de
predecir el devenir de la humanidad de alguna se compensa en el caso de la
historia con las moralejas que nos depara y con las lecciones que
implícitamente proporciona. Por ello, no es con la mera enunciación de hechos
que culmina la investigación histórica, propiamente hablando.
Desafortunadamente, en mi opinión, eso es precisamente lo que ha sucedido con
relación a la historia reciente de México y, más concretamente, en relación con
la importante derrota presidencial del PRI. Habría que reconocer, según yo, que
del inmenso caudal de datos y de la agobiante palabrería con que se nos
bombardea mañana, tarde y noche por radio, prensa y televisión, es poco todavía
lo que se ha extraído como conclusiones
y lecciones del pasado. Parecería que lo único que le importa a la gente es el
presente (y, desde luego, cómo acomodarse en él). Los datos, las fechas, los
dimes y diretes de los actores políticos concernientes al importante fenómeno
nacional que fue la caída del PRI allí están, pero de lo que se oye poco,
dentro o fuera de las filas del PRI, es de la extracción de las lecciones
históricas de tan importante evento. Pienso, por lo tanto, que no serán
superfluas algunas reflexiones en esa dirección.
La verdad es que no deja de
ser sorprendente que el poder se le haya escapado al PRI, esto es, al partido
que, como nos lo han repetido hasta la saciedad, gobernó a México durante 71
años. Digo que no deja de ser sorprendente porque, intuitivamente al menos, es
razonable pensar que, una vez enraizado, el poder se perpetúa, se auto-refuerza
y, en la medida en que la edad de las sociedades no corresponde a la edad
biológica de los individuos, habría que admitir que 70 años no es a final de
cuentas mucho tiempo. Tuvo, por lo tanto, que haberse generado una imponente
acumulación de errores. Da la impresión de que los actores del drama político
desempeñaron excelentemente su papel, promoviendo el cambio (a menudo sin
saberlo) unos al interior del PRI a
base de errores y otros, fuera del PRI, a base de aciertos. Visto a distancia,
podría sostenerse con un alto grado de plausibilidad que, como si hubiera sido
un agente enemigo infiltrado en el partido, Carlos Salinas, por ejemplo,
aceleró el desenlace, aunque en la época en que él se conducía como rey de
México ello no podía apreciarse, mucho menos aseverarse. De primera importancia
fueron también, desde luego, las condiciones materiales de la existencia
cotidiana de millones de personas, pero lo cierto es que esas condiciones
prácticamente no se han alterado desde hace 6 años. La modificación a la que
asistimos con la derrota del PRI, debe quedarnos bien claro, no equivale a una
revolución, ni siquiera política, mucho menos estructural. ¿Cómo entender
entonces el proceso de cambio de partido en el gobierno de modo que dicho
proceso nos sirva ahora y de aquí en adelante? Ese es, creo yo, el reto.
Debo empezar por decir que
muy probablemente las lecciones que a mí me interesan no son las que podrían
importarle a los priistas. Yo no estoy personalmente involucrado en la
renovación del partido, en su saneamiento y en la superación de su crisis.
Entiendo que ese partido se debe reprogramar, que se deben reformular sus
estatutos, fijar nuevos objetivos,
mecanismos de selección y elección, etc., pero no es esa una labor que
me incumba y , por lo tanto, no es en esa dirección que me muevo. Me interesan,
en cambio, las lecciones que para la comprensión de nuestra realidad inmediata,
de nuestras instituciones tal como ahora funcionan, nos puede dejar a los
ciudadanos normales la evolución del PRI. Y quizá lo primero que podríamos
señalar es que salta a la vista la estrecha visión histórica de los priistas,
en gran medida generada por la desmedida soberbia de sus dirigentes y líderes.
En efecto, la Unión Soviética se vino abajo, el mundo del socialismo real se
desmoronó, el muro de Berlín fue derribado, el mundo entero se reorganizó, bajo
la égida esta vez de los Estados Unidos, y los priistas ni se inmutaron. Ellos
tranquilamente siguieron actuando como si México estuviera al margen por
completo de las transformaciones del mundo. Quizá un parangón podría ser útil
para medir de alguna manera la ceguera ideológica de los dirigentes priistas:
es como si en la época del derrumbe del Imperio Romano algún cónsul hubiera
creído que, por parapetarse en su ciudad, las cosas en ella podrían seguir
igual. Así de absurda es como ahora se ve la conducta de los líderes priistas
de la última década. Por consiguiente, es de primera importancia que quienes
manejan las instituciones entiendan sencillamente que la insolencia frente a la
historia, la obstinación en seguir manejando instituciones de un modo como que
la época condena se paga y caro.
La debacle del PRI dejó en
claro que en este momento en México está en cuestión el papel de la autoridad.
Una peculiar manifestación de disgusto con ella es la reciente e importante
confesión por parte de diversos miembros del PRI (incluyendo a su actual
dirigente) en el sentido de que muchos de los males que ahora aquejan al
partido se deben a que sus miembros no sabían decirle que no al presidente en
turno. Así formulada, empero, esta aseveración me parece un tanto superficial y
equivocada, por la sencilla razón de que una mínima reconstrucción de los
mecanismos de gobierno y toma de decisiones mostraría que hubiera sido
insensato oponerse abiertamente a un presidente priista, fuera quien fuera. O
sea, había un individuo que, por una serie de causas, ocupaba un lugar
privilegiado dentro de una estructura y, como es natural, actuaba en
concordancia con su posición. Por eso ‘democracia’ en México quiere decir,
entre otras cosas, fin del absolutismo presidencial. Empero, la crítica
política no puede ser de carácter “personal”, sino que tiene que ir dirigida a
la estructura misma. Lo que a mi modo de ver se tiene que examinar críticamente
es, más que la naturaleza intrínseca de una institución, qué tan vigente o
caduca ésta es, qué tan útil socialmente sigue siendo. Por lo tanto, la lección
aquí no es la fácil racionalización que los priistas resentidos extraen de su
derrota, sino más bien la idea de que vivimos en una época en que los líderes y
los caudillos (salvo quizá si fueran excepcionalmente brillantes) resultan
secundarios y tienen que subordinarse a las administraciones, a las
organizaciones; por encima de las personalidades están las estructuras
gubernamentales, los canales mismos de toma de decisiones, los roles políticos.
Ahora basta con ocupar un cargo para ser grande. Es la estructura la que lo
hace grande a uno y no al revés. El error del diagnóstico priista, que podemos
generalizar, consiste por lo tanto en imaginar que porque las instituciones no
son entidades visibles o palpables y por lo tanto no pueden ser observadas
directamente, entonces la crítica política tiene que ser de personas concretas.
Más bien, lo que tenemos que entender es que lo que pasó con el PRI pasará, de
uno u otro modo, con el resto de las instituciones nacionales. Los secretarios
de estado, los gobernadores, los directores de toda clase de dependencias, los
oficiales mayores, los rectores, etc., tienen que entender que ahora son mucho
más vulnerables que antaño. Esa es, me parece, una lección digna de tomarse en
cuenta.
Otra cosas que el PRI parece habernos enseñado es que,
lógicamente, el primer paso en la descomposición de un sistema o de un grupo de
instituciones es el abandono de sus banderas ideológicas originarias, el darle
la espalda a sus objetivos iniciales. Eso ciertamente pasó con él, en donde que
por ejemplo se transitó paulatinamente de la defensa de las masas y de
bienestar más o menos repartido a los de poderosísimas oligarquías (de
industriales, banqueros y grandes mercaderes) de riqueza ultra-concentrada.
Este trueque tuvo no sólo para el PRI, sino para el país en su conjunto
consecuencias nefastas, pues de hecho afectó al todo de sus instituciones. Un
daño que esta irresponsabilidad institucional y política ocasionó fue que el
molde político de dirigente (en un sentido amplio de la expresión) quedó por
completo deformado. Esta deformación se vuelve de lo más peligroso cuando nos
las habemos con estructuras piramidales como la presidencial priista, ya que si
bien dichas estructuras pueden funcionar exitosamente en ciertos períodos,
rápidamente pasa su momento y entonces se vuelven disfuncionales y, por lo
tanto, desde los moldes políticos correspondientes, ocupados por individuos ad
hoc, se empiezan a gestar políticas desastrosas. En México, el molde
político del dirigente que con el PRI a la cabeza se reforzó fue el del
déspota-servil, esto es, el del individuo que se humilla de manera lastimosa
ante su superior, pero que es de una arrogancia y de una soberbia insoportables
(y las más de las veces injustificada) frente al subalterno. Con gente así
dirigiéndolas, las instituciones inevitablemente se pudren, puesto que dejan de
funcionar para todos y se les pone a funcionar para intereses particulares y,
lo cual es natural, cada vez más restringidos. Entendámonos bien: no hay
objeciones de principio a instituciones que tienen como objetivos primordiales
el lucro, la obtención de beneficios, etc. Eso es legítimo. Lo que no es
legítimo, en cambio, es el enriquecimiento gracias a instituciones que habían
sido conformadas para alcanzar otras metas, como tampoco sería admisible poner
a funcionar subrepticiamente una institución privada al servicio de intereses
colectivos. Como este segundo caso de hecho no se da, entonces no nos preocupa,
pero su posibilidad pone de relieve lo perverso del otro caso, que ciertamente
sí se produce. Ahora bien, usar para beneficio personal o de grupo
instituciones nacionales es corrupción y eso es lo que el PRI si no creó, por
lo menos imperdonablemente reforzó. Ahora vivimos, estamos hundidos en esa
cultura de corrupción. En verdad, se ha invertido a tal grado la jerarquía de
valores que cualquier discurso u acción individual que no tenga como objeto
directo el beneficio personal es visto como algo incomprensible, por no decir
abiertamente torpe y ridículo. Así, la traición a sus propios ideales permite
que las instituciones se vicien e instituciones enfermas promueven la
corrupción. El problema para el sistema de instituciones viciadas es que, tarde
o temprano, la corrupción acaba por destruirlo. Instituciones y legislaciones
sanas no dan con facilidad espacios para los parásitos, los mediocres y los
oportunistas. De manera natural tienden a excluirlos. De ahí que otra
importante lección priista (que, seamos francos, conocíamos a priori)
sea que cuando el inepto, el arrivista, el vividor o el farsante triunfan es
porque las instituciones relevantes están podridas y urge remodelarlas, pero ya
sin ellos.
Otra lección importante del
priismo decadente es la siguiente: las instituciones no se re-hacen por mera
palabrería, por verborrea politiquera, por afrodisíaca que ésta sea.
Practicando la política del avestruz, los priistas fueron cada vez más
rodeándose de “consejeros”, esto es, de intelectuales subyugados por el poder
pero que (lo cual no es de extrañar) a final de cuentas sólo les decían
básicamente lo que quienes los contrataban querían escuchar. Yo rara vez he
sabido de algún “intelectual” que le enmiende la plana a algún político
prominente a cuyo sueldo esté, mucho menos que renuncie por no estar de acuerdo
con él. Esta práctica tuvo una consecuencia funesta para el país: hizo
disfuncional a multitud de intelectuales. El intelectual funcional tiene que
ser básicamente un hombre descontento: descontento con la desigualdad social,
con la miseria que lo rodea, con la imperfección de las instituciones, con las
debilidades de quienes ocupan posiciones de poder. Los intelectuales serviles,
complacientes (y Dios sabe a qué grado pueden serlo!) son seres a quienes se le
desproveyó de su función natural. Quien mejor que nadie captó la naturaleza de
esta escisión fue Platón, quien en contraposición al auténtico pensador habló
del sofista. En México el PRI impulsó la cultura sofista. Esa es otra
lamentable herencia de su descomposición. Como el hueco que dejan los
intelectuales asimilados tiene de alguna manera que llenarse de nuevo, entonces
lo llenan los periodistas, los charlatanes, etc. Pero es evidente que un país sin
intelectuales funcionales se vuelve sumamente endeble. En este sentido, el PRI
debilitó al país. Esta es otra lección que habría que tener presente
permanentemente.
No todas las lecciones priistas, sin embargo, son
amargas. Una de ellas, por ejemplo, es que no esforzarse constantemente para
justificar la permanencia en el poder, abandonar los ideales que en algún
momento fueron genuinos motores del cambio social y del progreso, la
persistente auto-glorificación, terminan por generar extravío político y, por
último, desintegración institucional. El PRI nos enseñó que, por lo menos en
épocas de mediocridad, lo más sabio es instaurar sistemas colectivos de tomas
de decisión. Pensemos, por ejemplo, en nuestra UNAM. Estamos todos en espera
(hay que decirlo: cada vez más impacientemente) de un gran congreso reformador.
La reforma que se espera debería integrar lecciones como las mencionadas. En
otras palabras, la expresión crítica tiene que ser libre, hay que dejar en
claro qué sería una traición institucional, se tiene que denunciar la
corrupción, se debe remodelar a fondo la estructura universitaria, cuestionar
abiertamente todo lo que nos parezca objetable, pues de lo contrario vamos a
perder nuestra oportunidad de transformación pacífica. Lo peor que podría pasarnos
es lo que les pasó a los priistas, a saber, que las fuerzas que se benefician
hoy de todo lo que la UNAM ofrece (presupuestos, órganos colegiados, horarios,
apoyos, etc.) se unan para bloquear y evitar el cambio. Tenemos que decirles a
esas “fuerzas” que éste de todos modos se producirá y que sólo queda por
determinar si nuestra transición será como la priista, súbita, inesperada y
llena de escándalos políticos, o si, aprovechando las lecciones de la triste
historia del PRI, intentamos adelantarnos a catástrofes y actualizamos las
estructuras que ahora nos rigen. Urgen dosis de visión histórica. Al buen
entendedor pocas palabras!