Lecciones de Minusválidos
(6 de noviembre de 2000)
Para establecer una idea sensata es preciso a menudo recurrir a la imaginación y a la fantasía y en ocasiones hasta a ficciones semi-absurdas. Nada más torpe, por ejemplo, que intentar encontrar uno o varios rasgos característicos (por no decir ‘definitorios’) de los siglos de la historia humana. Empero, si nos permitiéramos momentáneamente un juego así, hablaremos (como de hecho se hace) del siglo V como del siglo de Pericles, podríamos referirnos al siglo IV A.C. como el siglo de Alejandro, caracterizar el siglo XV como el siglo del redescubrimiento del humanismo, nombrar el siglo XIX el siglo de la máquina de vapor y así sucesivamente. En todo caso, para el siglo XX no tendríamos problemas en encontrar dos rasgos fundamentales que, pienso, lo marcan frente a los demás: la revolución computacional y la derrota del socialismo, en todas sus modalidades y variantes. Esto último, somos testigos de ello, generó una fruición inmensa y un frenesí mental en más de un intelecto (torcido) y un corazón (de piedra). No deja, por lo tanto, de ser curioso que muchos de los personajes históricos que contribuyeron a la derrota del socialismo real ahora encuentren deplorables algunas de las consecuencias (previsibles) del arrollador triunfo del sistema rival, que es el de la explotación sistemática y brutal del hombre y de la naturaleza y en favor del cual tanto se esforzaron. Karol Wojtyla, por ejemplo, se lamenta ahora inconsolablemente de que el mundo contemporáneo esté dominado por una concepción “materialista” de la vida. Tiene razón: los ideales de la cultura imperante son tales que orientan las vidas de los seres humanos por la senda de la búsqueda del placer inmediato (básicamente sensual), del consumismo desfachatado e irrefrenable, de la ambiciones mundanas (en el peor sentido de la expresión), todo lo cual constituye un canal cada vez más estrecho por el que han de fluir la vidas de las personas. Es innegable que el triunfo de la concepción materialista de la vida (en el sentido moral de la expresión, que es desde luego el que aquí nos incumbe) se explica en parte por el hecho de que la visión religiosa tradicional (teísta) de la realidad sucumbió ante los embates de la ciencia y fue paulatina y definitivamente reemplazada por la visión científica del universo, cada vez más refinada y completa, pero es igualmente innegable que fue el propio Juan Pablo II uno de los personajes que más hicieron para que esta nueva cultura se impusiera y se expandiera por todo el mundo. En esto hay un muy sabroso elemento de ironía histórica que no debería pasar desapercibido.
Podría
pensarse que la constatación de que nuestra cultura es básicamente
“materialista”, que lo que se valora en nuestro tiempo inevitablemente gira en
torno al dinero, al consumo y al egotismo es una trivialidad: en todos los
tiempos y en todas partes el dinero y el éxito social han aguijoneado a los
hombres y los han movido, los han llevado a actuar. Decir eso, sin embargo, sí
es afirmar una trivialidad (de segundo grado, si se quiere), por la sencilla
razón de que se estarían desconociendo matices históricos importantes. Es
incuestionable que la riqueza, el poder, la gloria, las pasiones, etc., siempre
han operado como fuerzas motrices en las vidas de los seres humanos, pero
también lo es el que en muchas civilizaciones extintas (me atrevería inclusive
a incluir a la soviética en este punto) operaban también como ideales sociales
ambiciones y objetivos de otra naturaleza. Los egipcios, los griegos,
los chinos o los aztecas se regían no sólo por consideraciones que nosotros
calificaríamos de ‘materialistas’, sino que también tenían genuinas
motivaciones políticas, religiosas, artísticas o morales. El problema con la
actual civilización es que, debido al triunfo de la ciencia y de la concepción
materialista del mundo y de la vida que de manera natural ella genera, no
parece quedar lugar para otro tipo de inquietudes que las meramente prosaicas
y, sobre todo, las asociadas con el dinero. En nuestros tiempos, en efecto, la
realización o el florecimiento de la persona es una función del grado en que
logró convertirse en una egoísta máquina de consumo permanente (restaurantes,
viajes, ropas, sexo, etc.). A este respecto debería quedar claro que los
ideales culturales funcionan para todos y arrastran a todos por igual, es
decir, tanto a aquellos para quienes son como un mero punto brillante en un
firmamento totalmente oscuro como para quienes son algo así como un cielo
efectivamente conquistable. En otras palabras, el mal que padece el mundo de
nuestros días es el de un formidable empobrecimiento espiritual. ¿Cómo superar
este inmenso handicap o, en terminología religiosa, cómo salvarse?
No
es ciertamente la nuestra una época de grandes transformaciones sociales. La
salvación del individuo, por lo tanto, no puede proceder de, e.g., una
revolución, sino que más bien tiene que depender de él mismo. La revolución que
cada quien tiene que realizar es, por así decirlo, interna. Sugiero que sí se puede
triunfar sobre el sistema y sobreponerse a sus valores, aunque ello no se logre
violenta y radicalmente. Puede haber una emancipación moral, cuya fórmula es
tan vieja como el cínico Diógenes o Jesús de Nazaret, y que a grandes rasgos
consiste en aprender a ser indiferente frente a los poderosos imanes que son
los ideales “materialistas” imperantes. El joven Wittgenstein vio esto con toda
claridad: para él, la existencia moralmente buena y por ende feliz es la que se
disfruta sin, por así decirlo, pedirle nada a la vida. Esa es la receta. Pero
¿cómo se logra eso? Fácil no ha de ser. Por lo pronto, y como una condición
necesaria aunque probablemente no suficiente, ampliando nuestro espectro de
emociones y de sentimientos. El problema es precisamente que nuestra vida
cotidiana ofrece pocas oportunidades de recreación espiritual y, sobre todo, de
recreación espiritual que no esté, de una u otra manera, vinculada al dinero y
manchada por él. Desde luego que habrá quien quiera disfrutar de una espléndida
exposición en el Grand Palais, en la National Gallery o en el Museo del Prado,
sólo que para hacerlo tiene que poder comprar un boleto de avión, pagarse su
estancia en París, Londres o Madrid, etc. O sea, esa potencial experiencia
estética depende, de modo más bien obvio, de posibilidades pecuniarias. Y en
general así es, en una u otra medida, con todo. Esa es precisamente una de las
consecuencias del triunfo de este sistema, llámesele como se le llame.
No obstante, en medio de este océano de pequeños objetivos concretos,
nítidamente delineados, la vida también nos presenta situaciones que son como
una invitación velada a la reflexión y que pueden servirnos para
hacernos entender que hay otras posibilidades de felicidad que las que
promueve el mero éxito social o el alpinismo burocrático; y sobre todo, que nos
permiten entrever que precisamente cosas de esa clase son en el fondo las
realmente importantes, las realmente valiosas. Los Juegos Paraolímpicos son,
creo, un excelente ejemplo de ello.
Quizá
no esté de más describir en unas cuantas palabras el espectáculo que
presenciamos cuando vemos a estos congéneres nuestros, menos afortunados que
muchos de nosotros, batallando y esforzándose por anotar una canasta, por ganar
una carrera guiados por sus respectivos lazarillos o echarse a la alberca y
avanzar con sorprendente rapidez pero, me imagino, por medio de extraordinarios
esfuerzos corporales. Lo que vemos son seres físicamente disminuidos: hombres y
mujeres en sillas de ruedas, invidentes, jóvenes a quienes les faltan dos y
hasta tres extremidades. Eso es lo que tenemos ante los ojos. Pero yo pienso
que ese espectáculo algo debe decirnos, enseñarnos, algo relacionado con
la superación de la pobreza espiritual en la que estamos inmersos. La pregunta
aquí es: ¿qué?
La
respuesta es forzosamente compleja. Es claro, supongo, que no son los récords
olímpicos lo que más podría interesarnos. En cambio, lo que de manera palpable,
tangible u ostensible estas personas nos enseñan es más bien a reconocer el
valor del esfuerzo genuino y de logros no comerciales. Lo que es imposible no
sentir es la pureza de su aura, el bello halo que los envuelve por su singular
esfuerzo. Y los sentimientos de admiración y respeto que hacen nacer en
nosotros se refuerzan y crecen cuando, como recientemente en la televisión
mexicana, tenemos la oportunidad de oírlos hablar y de exponer sus puntos de
vista, sus perspectivas. Constatamos entonces que saben expresarse y que, en
tonos conmovedores, logran enunciar pensamientos edificantes. Resulta que esas
personas, que sufrieron enfermedades terribles o que tuvieron accidentes
espantosos, son de una dulzura lingüística asombrosa, de una claridad de ideas
insospechada. Eso no puede ser mera casualidad: alguna conexión tiene que haber
entre el sufrimiento y la expresión verbal. Y es aquí que entonces la lección
moral se completa porque, por otra parte, los sentimientos por así llamarlos
‘positivos’ que ellos generan traen aparejados otros, no menos importantes.
Viendo a estas personas que en situaciones físicamente tan desventajosas dan
todo lo que en ellos hay para competir y sobre todo su alegría por hacerlo,
independientemente de las recompensas, lo que de inmediato hacen nacer en
nosotros es una cierto sentimiento de vergüenza, quizá porque nos hacen sentir
que somos fáciles presas de los ideales del momento, que nos dejamos hipnotizar
por los oropeles de la vida social, es decir, porque en el fondo somos pobres espiritualmente.
Y lo que necesito enfatizar es que justamente son esas personas quienes pueden
funcionar en nuestras vidas como un mecanismo inicial de redención, pues nos
dan la oportunidad de comprender que hay algo de particularmente odioso en eso
que podríamos llamar ‘la conspiración de los Eloisos’, esto es, de aquellos que
no quieren saber nada del sufrimiento y la solidaridad humanos, de las causas
impersonales, de lo que nos trasciende y sentimos como importante para la vida
de nuestro género y no nada más para la de cada uno de nosotros. Eso, entre
otras cosas, enseñan los deportistas paraolímpicos.
La
gran queja en contra del sistema en el que vivimos es, aparte de la destrucción
irreversible de la naturaleza, la del inmenso desperdicio humano en el que se
funda. Por sus mecanismos forzosamente inequitativos y selectivos de generación
de bienestar material y sus ideales excesivamente corpóreos de felicidad y
éxito, nuestro modo de vida inevitablemente achica el horizonte existencial de
las personas. Para nosotros ya no se trata, como otrora, de luchar contra el
placer o el éxito como vía para superar el estado de mendicidad espiritual, de denigrar
o de satanizar nuestras inclinaciones naturales. Se trata simplemente de no
dejarse dominar por ellas. Y me parece que es sólo el contacto con quien sufre
y se supera, con quien a final de cuentas tiene más mérito que muchos de
nosotros, lo que puede atemperar nuestras tendencias y aspiraciones. Más de un
filósofo ha señalado en que algo particularmente difícil es aprender a ver eso
que constantemente tenemos ante los ojos. Cuán importante es entrenarse en
ello, pues es con sentimientos como los que inspira la dolorosa sonrisa de un
minusválido, sea atleta o estudiante, que se pueden finalmente romper las redes
del materialismo reinante.