Moral Privada y Pública
Hace unos días se celebró el vigésimo aniversario luctuoso de John
Lennon, personaje demasiado bien conocido como para requerir de una
presentación, asesinado frente a su domicilio en la ciudad de Nueva York por un
desequilibrado que probablemente actuó solo, si bien también es posible que
haya sido manipulado por gente cuyos intereses Lennon hostigaba. En todo caso,
lo que sí puede decirse es que mataron en lo que podría ser visto como la
capital del mundo occidental, del mundo “civilizado”, a un hombre que actuaba
en la vida en concordancia con los valores explícitos del sistema y en
particular con uno de ellos, a saber, la libertad de expresión.
Independientemente del género, la verdad es que John Lennon fue un artista que
evolucionó y pasó, transición normal en quienes tienen algo que decir, de
“chavo banda” de los barrios bajos de Liverpool y canta/autor comercial a
artista para quien lo más importante a final de cuentas es su mensaje propio,
personal, último. Con el tiempo, Lennon se fue radicalizando. Testimonio de
ello son sus donaciones a, entre otros, la guerrilla urbana de Irlanda del
Norte (ERI). En la medida en que era un hombre público influyente, estaba en la
mira por lo menos de los servicios de inmigración norteamericanos y se había
convertido, por su ascendiente sobre todo en la juventud americana (tan falta y
tan deseosa de líderes espirituales), en un hombre incómodo para los policy
makers de la época. Al igual que la princesa Diana, John Lennon entendió
algo muy importante, a saber, que se puede ser políticamente influyente desde
fuera de las esferas políticas. Él aprendió la lección, la aprovechó hasta
donde pudo y terminó pagando por ello.
Por otra parte, también en
nuestros días ha sido noticia en los medios nacionales de comunicación la
sentencia de la suprema corte de Brasil en concordancia con la cual se concede
a las autoridades policíacas y diplomáticas mexicanas lo que solicitan, viz.,
la extradición de la cantante Gloria Trevi, así como la del jefe de la pandilla
(hermano del bien conocido priista y ex-comentarista de televisión, Eduardo
Andrade) y la de una de sus numerosas amasias. Aunque de dimensiones artísticas
incomparables desde luego a las de John Lennon, en el caso de Trevi estamos de
todos modos en presencia de una “artista”, sólo que con una evolución personal
completamente diferente a la Lennon. Yo siento que hay en la confrontación de
los casos mencionados algo por aprender, por lo que la pregunta que me quiero
plantear aquí es la siguiente: ¿hay manera de establecer alguna clase de
“rapprochement” entre los casos mencionados? Si sí ¿cuál? Y si no ¿por qué?
Una vinculación obvia que
para nuestros objetivos es irrelevante es simplemente que en ambos casos nos
las habemos con artistas, en el sentido más laxo posible de la expresión.
Dejando de lado cuestiones de calidad musical o de contenido de composiciones,
que uno se expresaba en inglés y la otra en español, es un hecho que tanto
Lennon como Trevi cantaban, escribían canciones, salían en la televisión, en el
radio, ambos hicieron películas, etc. O sea, ambos estaban en el “show
business”. Pero hasta aquí llega el paralelismo, porque la “evolución” (dan más
ganas de decir la “realización de deseos iniciales inconfesados”) de la Trevi
es grotesca y no tiene nada que ver con la del inglés. Después de todo, Gloria
Trevi no pasa de ser una vulgar tratante de blancas, con especialidad en
menores de edad. Por mucho que haya pasado por el mundo de las drogas, John
Lennon fue otra cosa. Nuestra inquietud, por lo tanto, puede quedar formulada
así: ¿Qué diferencia fundamental hay entre ellos? ¿Cómo explicarnos que,
habiéndose convertido en personas conocidas, opulentas, ídolos de jóvenes, uno
evolucionó hacia temas de interés universal, como la paz, y otra lo hizo en la
dirección de la podredumbre moral? Alguna explicación que rebase el plano de lo
estrictamente personal tiene que haber. Si lo que queremos es
explicarnos diferencias esenciales entre ellos ¿acaso, además de lo personal,
no es menester apelar a sus respectivos trasfondos culturales?
A mí me parece que la madre
de Gloria Trevi es una excelente guía para entender lo que está pasando. Sus
declaraciones son no sólo aberrantes, sino indignantes en grado sumo. Habiendo
vivido plácidamente a costillas de su hija artista, enterada de la clase de
maniobras en las que su hija estaba involucrada, es quizá comprensible que
ahora se sienta preocupada por lo que parece ser el inevitable agotamiento de
su fuente de bienestar material, puesto que es evidente que lo único que a la
señora no le inquietaban eran los tejes-manejes de su hija, a quien
(evidentemente por no tenerlos) nunca supo inculcarle principios morales
elementales. De lo que la Trevi y su madre carecen es, obviamente, de conciencia
moral. La madre grita y se desgañita afirmando a los cuatro vientos que su
hija es “inocente”. Su protesta nos deja perplejos. Estoy seguro de que la
señora sabe lo que significa la palabra ‘inocente’, por lo que dada la contundencia
de las pruebas en contra de su hija la sorpresa no puede ser de carácter
semántico, sino estrictamente moral. Lo escandaloso del asunto es que la señora
sabe perfectamente bien qué clase de engendro son su hija y su mantenido, pero
eso no la inhibe para defenderlos en público! ¿Cómo es eso posible? Algo tiene
que estar muy mal en nuestro país con la moral, tanto pública como privada,
para atreverse a pedir que exoneren a una culpable evidente. El asunto, según
lo entiendo, tiene raíces profundas en la educación y en la cultura nacionales.
A final de cuentas, lo que hace la madre de la Trevi lo hace la madre de
cualquier rufián de la colonia Buenos Aires o la de cualquier pandillero de
Tepito, por no citar más que dos colonias. El problema está en las madres, pero
es claro que no sólo en ellas: el problema es que en México la moralidad no
ocupa ningún puesto importante en la mentalidad general. Hay, en efecto, un
sentido en el que la moralidad se ha vuelto un asunto tan sólo de unos cuantos
y, si se me permite, de unos cuantos privilegiados, en el mejor sentido de la
expresión. Pero la educación, las películas, los programas de televisión, etc.,
todo ello conspira para la sistemática desmoralización de la población. Y los
efectos, como en el caso de la Trevi, sus cómplices, familia y seguidores no se hacen esperar. Esa
“artista” no innova: no hace más que aprovechar el caldo de cultivo nacional de
inmoralidad, pública y privada.
Por un sinnúmero de causas,
el hecho es que paulatinamente en México se ha venido implantando en las mentes
de las personas la idea de que querer a los miembros de su familia es
básicamente (permitiéndome un verbo nacional) “alcahuetearlos”, concederles la
razón aunque no la tengan, ensalsarlos aun cuando a ojos vistas están
desprovistos de virtudes, defenderlos a capa y espada no sólo en contra de los
demás sino también en contra de la ley, independientemente de lo que hayan
hecho, del delito que hayan realizado, de la injusticia que hayan cometido.
Para grandes sectores de la población mexicana, todo se reduce al éxito o
fracaso que se obtengan y rara vez se plantea la gente la pregunta respecto a
la corrección o incorrección moral de sus acciones, por el bien o el mal que
introducen en el mundo. De lo único que se trata es de sacar adelante los
proyectos y los objetivos, individuales o de grupo, mostrarle a los rivales que
se es más efectivo y que a final de cuentas se triunfa allí donde otros
fracasan. Eso es ser bueno, envidiable, triunfador! En esas condiciones
no puede haber crítica moral y la que procede de quienes fracasaron o ni
siquiera tuvieron oportunidad de competir es inválida, pues tiene su origen en
la envidia, no en el sentimiento moral. Es importante que los mexicanos
entendamos que el caso de la Trevi es, en un sentido negativo, ilustrativo de
lo que acontece en muchos otros ámbitos de la vida nacional. Sólo un adocenado
podría creer que en general la vida en México está regulada por principios
morales. No habría más que recordar a Oscar Espinosa, a Raúl Salinas, a Silvia
Pinal, a Cabal Peniche, por no mencionar
más que a algunos de los personajes más conocidos, para mostrar
ostensivamente la verdad de nuestra inquietud.
Que no se crea tampoco que el mundo de la academia está exento de este
cáncer que es la ausencia de la genuina moralidad. O ¿se piensa sinceramente
que, por ejemplo, los premios y los reconocimientos se entregan exclusivamente
a las personas que realmente los merecen? ¿Que acaso la gente no sabe que las
comisiones se manipulan, los dictámenes se fabrican, los premios se negocian,
los puestos se trafican? La verdad es que no tendría que ir muy lejos para
decorar con nombres y datos precisos lo que estoy diciendo, pero como ese no es
aquí mi objetivo opto por proseguir con reflexiones de carácter general.
En el capítulo primero, y
sin duda el mejor, de su libro Archipiélago Gulag, Solyenitzin dice algo
que, en mi opinión, vale la pena retener, hacer nuestro. Me refiero a su
descripción de cómo la policía iba por sus víctimas: siempre a las 3 o 4 de la
madrugada, cuando todos dormían, cuando la gente no se atrevía a hacer ruido
porque sabía que su vecino había trabajado arduamente el día anterior y que
tenía derecho a descansar. Era al amparo de la noche y del silencio que los
agentes del servicio secreto se presentaban
para llevarse a sus inculpados. Pero en cierto sentido Solyenitzin acusa
de complicidad a esa misma población silenciosa porque, de acuerdo con él, era
su silencio lo que en última instancia avalaba las arbitrariedades de la policía
política. Yo creo que las cosas eran más complejas de lo que él da entender,
pero de todos modos el punto que
establece es incuestionable y ciertamente por lo menos es adaptable a nuestra
situación. Mutatis mutandis, yo quiero plantear exactamente el mismo
interrogante: ¿por qué parece el ciudadano mexicano normal estar incapacitado
para indignarse frente al inmoralidad pública? ¿Por qué se festeja el triunfo
del farsante inmoral y por qué se le teme? ¿Por qué es el inmoral exitoso el
ideal en nuestro país? ¿Por qué a nadie le repugna su triunfo? En mi opinión es
evidente que ningún cambio político podrá sostenerse si no se logra dotar a la
población del arma de la moralidad. La corrupción financiera no es más que una
de las múltiples formas que ésta reviste; otra, no menos importante, es la
aquiescencia, la pasividad frente la manipulador, sea de jovencitas inexpertas
y desorientadas sea de puestos, jueces o capitales. Hay que protestar y enseñar
a protestar. En el México de hoy, es preciso inculcar en los alumnos, en los
obreros, en los cuentahabientes, en los propietarios de automóviles que llevan
su coche al taller, etc., etc., la mentalidad de la protesta y la
reivindicación de lo derechos. Pero
esto implica que se aprendió a protestar no sólo por uno o no sólo “por los de
uno”, sino también por el desconocido, por el respeto a la ley, jurídica o
moral. Eso hace falta en este país y es por eso que degenerados como Andrade y
su tribu pueden todavía, descaradamente, pedir justicia, hablar de derechos y
hasta planear su libertad bajo caución. Como puede verse, es sólo la
superficialidad de pensamiento lo que lleva a la gente a imaginar que la
inmoralidad es inocua y un asunto “estrictamente personal”. Me temo que no.