Cultura Animal

(26 de noviembre de 2001)

 

Como parte de la sabiduría de diversas tradiciones religiosas está la supuesta entrega al hombre por parte de Dios del mundo y todo lo que contiene. En verdad, en presencia de los resultados de un millón de años de actuación lo menos que podemos inferir es que Dios no era omnisciente y estoy convencido de que si los demás seres del mundo tuvieran acceso a la palabra y pudieran expresarse de seguro que lo tildarían de ser profunda, esencialmente malo. El “precepto” divino mencionado, sin embargo, ha sido entendido y vivido de diverso modo a través de las edades y a lo largo y ancho del mundo. Sospecho por ello que podemos establecer, aunque sea tentativamente, diversas correlaciones entre nuestros modos de vida y nuestras relaciones con el mundo externo y en particular con los animales. Por ejemplo, una regla general que podemos extraer de la experiencia es la siguiente: mientras más eficiente se vuelve nuestro sistema de vida peor es el destino que les espera a los animales. Esto en realidad es obvio: si cada vez es más notoria la segregación y la sujeción entre los humanos, cuantimás entre los humanos y los animales. En este sentido es claro que representamos un franco retroceso frente a diversas épocas del pasado. Cualquier relato del modo de vida de, verbigracia, los indoeuropeos contrasta brutalmente con lo que sería una descripción fidedigna de lo que en la actualidad son nuestras relaciones con los animales. Si nos saltamos los matices intermedios y transitamos de golpe de ellos a nosotros, lo único que podemos decir es que pasamos de la convivencia al exterminio, de la vida en común a la segregación y subyugación totales. Yo imagino que también se nos estrechó considerablemente nuestro horizonte espiritual. Después de todo, no es lo mismo abrazar a un borrego o parlotear con un perico que poner a pelear a un perro o clavarle una espada a un toro, ni pueden tener semejantes vivencias la misma clase de efectos en las personas. Supongo que algo, muy poco quizá, de aquella relación entre seres vivos que se daba hace 50,000 años entre miembros de diversas especies (la nuestra incluida) sobrevive, como una pálida sombra, en lugares como la India. ¿Hay algo que se pueda hacer para reorientar las cosas? Probablemente no, pero es menester (por no decir ‘urgente’) intentarlo o al menos gritarlo.

 

      Yo pienso que la crueldad institucional hacia los animales no es más que una faceta más de la locura del sistema que en la actualidad prevalece. El lema del sistema, su columna vertebral lógica es algo así como “Mayor productividad al menor costo”. Éste podría ser visto como el axioma al cual todo se sujeta, del cual todo se deriva. Quien no funciona socialmente (inclusive en un plano personal) de esa manera es un “pobre tonto”. Y dicho axioma, naturalmente, se aplica por igual a los animales y en nuestras relaciones con ellos. Un efecto inmediato del modo como el sistema nos fuerza a enfocar la vida es la dantesca cosificación de los animales. Éstos perdieron su status de seres vivos y quedaron convertido en meras mercancías. Más que como un ser vivo, un animal es visto como un juguete o una cosa que se compra y se vende. Trátese de mascotas, de reses en el matadero o de elefantes de precioso marfil, el valor de los animales quedó fijado por los requerimientos comerciales de los humanos, siguiendo en esto al pie de la letra los preceptos de Dios. Así, el sistema ha desembocado en una cultura de la que forman parte esencial atroces y sistemáticas masacres de becerritos, vida infernal de gallinas que nacen, crecen y mueren en una jaula, el suplicio de animales paralizados toda su horrorosa vida en oscuras galerías, encadenados y tratados de un modo inenarrable para mayor deleite de los voraces consumidores de hamburguesas MacDonalds, por no mencionar más que unas cuantas de las miles de actividades (productivas u otras) horrendas que con los animales se practican. Es obvio que el sistema ha evolucionado de modo tal que en sus fundamentos se encuentra un intrincado y siniestro sistema de prácticas cuyo último lugar lo ocupan los desdichados animales. La verdad es que una vez que uno se ha asomado al infierno que los humanos han construido para ellos (y para ellos mismos también) es difícil no suprimir la vergüenza por pertenecer a este modo de vida y, como consecuencia natural de dicha pertenencia, por disfrutar de él.

 

      Podría de inmediato señalarse que ni mucho menos es la crueldad con los animales un fenómeno nuevo. La caza, por ejemplo, ha existido desde siempre y los hombres siempre han sido carnívoros. Una opinión así, sin embargo, me parecería a mí de una superficialidad ofensiva; denotaría una incomprensión básica de la importancia de la cultura en la conformación de los requerimientos humanos, los alimenticios incluidos. Haría ver, también, que no se ha entendido del todo el valor social de ciertas prácticas. Cazar osos o zorros era un privilegio de nobles, entre otras razones porque requería de caballos y de perros y, por lo tanto, de sirvientes. Se sigue que no todos podían ir de cacería. Los mayas adoraban al jaguar; en la actualidad se le enjaula y si se puede se le roba su piel para hacer un taparrabos de lujo. Así, pues, es falso que la actitud haya sido siempre la misma. Por otra parte, es un mito comercial “barato” de nuestros tiempos que se debe comer carne en las proporciones que ahora constituyen el ideal de toda regordeta familia. Podría de todos modos objetarse que, independientemente de ello, la crueldad con los animales no es de origen reciente: siempre ha habido individuos enfermos que han generado dolor innecesario en otros seres vivos. La respuesta es que decir esto equivaldría a no haber visto el punto importante: a lo que estoy apuntando no es a actos concretos de crueldad, sino a una óptica colectiva, generalizada; lo que sostengo es simplemente que, en una sociedad consumista y materializada como la de nuestros tiempos, lo que en otras épocas pasó por crueldad con los animales es literalmente de risa frente a lo que ahora es inclusive una forma normal de tratarlos. No es lo mismo ser cruel con un animal (un lobo que le roba gallinas a un granjero, digamos, y al que se persigue hasta acabar con él) que ser indiferente frente a los millones de animales sacrificados diariamente en, por ejemplo, laboratorios. Son los animales (ratas, monos, pájaros, sapos, etc.) quienes cargan realmente con el peso de la “civilización”. La crueldad que tengo en mente, por consiguiente, no es la de un individuo insensible, sino la de una sociedad insensible. Independientemente de que tales o cuales personas sean finísimas y delicadas damas o exquisitos caballeros, el hecho es que todos pertenecemos a una sociedad que exige el permanente martirio animal. Yo en general no tengo dudas de que nuestro sistema de vida es contradictorio, entre otras cosas porque estoy plenamente convencido de que cualquier persona que fungiera como testigo y diera fe (presenciara) de lo que son las condiciones de existencia de esta sociedad (y, por lo tanto, de sus condiciones de vida en lo personal) la aborrecería y la rechazaría. En este, como en muchos otros casos, lo mejor es “ni ver ni oír”. 

 

      Podemos distinguir dos niveles de reforzamiento de la crueldad vis à vis los animales. Está, por un lado, el sistema de prácticas e instituciones sociales que son parte esencial de nuestro modo de vida (rastros, ranchos, laboratorios, etc., es, decir, auténticos campos de concentración y extermino de animales) y que requieren de la sangre animal para sobrevivir; hay, por otro lado, toda una variedad de costumbres y “prácticas culturales” (de naturaleza también comercial, claro está: como todo en el sistema) que tienden a reforzar la visión especisista (sancionada por la religión) de los humanos, pero que ciertamente distan mucho de ser necesarias. El individuo, claro está, no puede alterar las primeras y quizá ni siquiera tenga mayor sentido que intentara hacerlo: la situación actual responde a una evolución natural de las instituciones, la cual desde luego depende de la actividad humana sólo que no de la del individuo aislado que actúa a título personal, sino la del político que actúa al interior de tal o cual institución, que toma tales o cuales medidas legales, que impone tales o cuales políticas con apoyo de  tales o cuales grupos. Así, la alteración del primer grupo de prácticas es un asunto político e histórico, pero no es esta la situación del segundo grupo. Frente a ellas sí tiene sentido que el individuo a título personal se inconforme y proteste. Las prácticas de este segundo grupo están ligadas más bien a consideraciones de carácter social (en el sentido más peyorativo del término) que productivo, a cosas como entretenimiento, a poses de snob y de “bon vivant” y no tienen, por lo tanto, ninguna justificación seria. Veamos rápidamente algunos ejemplos.

 

      Podemos señalar en nuestro país por lo menos tres grandes “tradiciones” que, por extraño que resulte, son en sí mismas abominables y socialmente aceptadas y apreciadas. Dogmáticamente asevero, sin embargo, que son moralmente execrables y culturalmente redundantes. Me refiero a las peleas de gallos (orgullosamente nacional), las corridas de toros y las ahora más populares peleas de perros (curiosamente, practicadas desde hace muchos años precisamente en Afganistán). Aunque quizá un poco más aparatosas, la verdad es que estas últimas son tan injustificables e ilegítimas como las demás, por lo que ningún partidario de,  e.g., las corridas podría lógicamente sublevarse ante el espantoso fenómeno que constituyen las peleas de perros. Lo que sucede es que éstas son tal vez un poco más “vulgares”; hay menos “arte” involucrado en ellas. Desde mi punto de vista, empero, lo que todas esas prácticas ponen de manifiesto es (entre otra cosas) simplemente el hecho de que el individuo es fácilmente corruptible. Entre los habitantes de Neza o de Iztapalapa, por ejempo, sería una muestra de cobardía, de poca hombría, de falta de solidaridad, no participar o no asistir a una pelea de perros. Allí el chantaje cultural es franco y directo. Pero, mutatis mutandis, lo mismo pasa en otros contextos sociales, esto es, en contextos más refinados. Pocas personas, por ejemplo, dejarían de aceptar una invitación para asistir a un palenque por no presenciar una pelea de gallos. Si allí va a estar la cantante preferida, qué pueden importar un giro y un colorado! Asimismo, no sólo es de buen tono lucirse con alguna artista o con algún magnate en una plaza de toros, sino que es de pésimo gusto atreverse a proferir alguna peregrina y mal situada observación acerca del incomprensible e injustificable dolor del animal, empañando así el placer colectivo. Por un sinnúmero de razones, a diferencia de lo que acontece con las prácticas con animales que son, dada la trama social, inevitables, las prácticas de este segundo grupo ciertamente no lo son y no tienen por lo tanto por qué perpetuarse. Si los ingleses, tan celosos que eran de su horripilante tradición (también de nobles, para variar) de cazar zorros finalmente la prohibieron ¿tendremos nosotros que seguir soportando los entretenimientos crueles, generadores de un placer mal nacido o mal habido, indefinidamente? ¿No es ya nuestro deber empezar a protestar en contra de negocios y cultura de barbarie?

 

      El uso cruel de los animales obviamente no se deriva de la constitución física de los humanos. El asunto de la crueldad no tiene que ver con el cerebro, sino con los valores enraizados en las diversas culturas. Los valores son algo que se promueve, que se inculca. Por lo tanto, la crueldad se ensalza o se condena, según la cultura. El que haya programas sobre la mal llamada ‘fiesta brava’ en la televisión es una forma de presionar y de inculcar valores “anti-animales”. Ahora bien, en relación con la crueldad lo primero que hay que entender es que ésta no tiene objetivos precisos ni límites nítidos. Quien trata mal a un negro, puede tratar mal a un judío, a un indígena, a un blanco. Se sigue que quien es cruel con un animal es potencialmente cruel con un congénere. Por otra parte, introducir o generar un valor es el resultado de influir en las preferencias de las personas. Es una simplonería de muchos usar la palabra ‘valor’ como si ésta necesariamente tuviera un contenido favorable o connotaciones positivas exclusivamente. Eso es francamente ridículo. Los valores que alguien tenga se manifestarán en su conducta, esto es, en sus elecciones, en sus preferencias. No hay un único sistema de valores válido para todos. El problema es: ¿cómo jerarquizarlos? Una propuesta de respuesta es: por sus consecuencias. Desde este punto de vista es claro que hay valores que tienden a promover la cohesión social y valores que desde este mismo punto de vista son contraproducentes. Enseñarle a un niño a disfrutar, con el pretexto que sea, el sufrimiento de un animal es generar un valor contrario a los intereses globales, a los intereses de todos. Si es de buen gusto ir a los toros ¿por qué no de cacería?  Y si es justificable ir de cacería ¿por qué no rastrear enemigos y “cazarlos”? ¿No se vuelve acaso excitante, emocionante, echarle unos perros a un fugitivo? Lo que tenemos que entender es que todo está de uno u otro modo concatenado, conectado. De ahí que la lucha en contra de las prácticas crueles ejercidas con animales sea en el fondo una defensa de las personas. Es simplemente falso que tenga que haber sangre para que haya diversión.

 

      El sistema bajo el cual vivimos exalta valores como los de la competencia irracional, la exaltación de lo individual sobre lo colectivo, la agresividad física e intelectual, la efectividad en las actividades que se desarrollen, etc. Quien no se adapta a estos valores sencillamente pasa a ocupar los últimos rangos de la escala social. Frente a esta realidad no tiene mayor sentido inconformarse, pues es ineludible. Pero hay otros valores que no sólo no coadyuvan a que el sistema se desarrolle, sino que son más bien una expresión de los límites de su desarrollo. El maltrato a los animales me parece un valor así. Comercializarlos como si fueran peras y manzanas, comprarlos y descuidarlos, tratarlos a golpes, usarlos para fines anti-naturales (los animales no pelean por pelear, sino por territorio, por descendencia, auto-defensa, etc.), promover su desgracia, todo eso a final de cuentas es contribuir a configurar humanos de perfil dudoso y es también no haber aprendido nada concerniente al valor de la vida, siendo la nuestra tan corta. Es muy importante entender que a la gente se le puede inducir a vivir de la manera que sea. Ya lo dijimos: el ser humano es fácilmente corruptible. Por lo tanto, puede aprender a vivir presenciando y disfrutando el dolor de los animales. Es relativamente fácil enseñar a apreciar los pases de muleta, manejar toda una terminología especial, sentirse miembro de una cofradía superior. Pero el costo de “placeres” individuales así, como son los de las prácticas culturales anti-animales, es la promoción de valores socialmente contraproducentes y eso, de uno u otro modo, el todo de la sociedad lo paga.

 

La horrorosa verdad es que el sistema ha creado dos mundos inmensos, enemigos uno del otro y, no obstante, necesariamente ligados entre sí: el mundo que es sólo de los humanos (por mandato divino), el de la superficie del planeta, un mundo en el que cada día caben menos los leones, los pumas, los lobos, las serpientes, las aves, etc., y el sub-mundo, a saber, el de las ratas y las cucarachas, el de los animales que tarde o temprano heredarán la Tierra. Dado el modo de producción de mercancías, este otro mundo que más que animal es sub-humano es sencillamente indispensable para nosotros. De hecho, no podríamos vivir sin él. De diez kilos de comida que uno lleva a su casa regresa bajo forma de basura cinco. Alguien o algo tiene que dar cuenta de esa “basura”. ¿Quiénes? No hay más que los seres del sub-mundo, de ese sub-mundo creado por los humanos y sus sistemas de vida. A los seres de ese sub-mundo se les medio controla con la tecnología, pero la verdad es que se les controla por el colosal desperdicio cotidiano generado por la sociedad de consumo y rapiña en la que vivimos. Mientras se les alimente se mantendrán allí y no nos declararán la guerra. Pero pobre de la Ciudad de México, por ejemplo, el día en que no se tiraran las 20,000 toneladas de basura que diariamente se generan. Veríamos a esos seres abalanzarse sobre nosotros para reclamar, con toda justicia, lo suyo y, podemos estar seguros de ello, no habría tecnología que los parara. Quizá hasta nos obligarían a convivir y a replantear nuestro enfoque de la vida y de nuestras relaciones con el resto del mundo. Tal vez entonces entenderíamos que es una mentira la afirmación de que Dios nos dio la Tierra para esclavizar a sus pobladores, para hacer que se reproduzcan y convertir a sus productos en salchichas, para correrlos de todo espacio que ocupemos, para aniquilarlos. Y dado, por un lado, el mal trato que unos a otros los humanos se auto-imponen, las desmedidas ambiciones que los habitan, su falta de cordura, el triunfo permanente de sus valores más bajos, en otras palabras, todo aquello por lo que los humanos se han dado a conocer en este mundo y, por el otro, el martirio industrial a que se ha sometido como parte de nuestra civilización a los animales, domésticos o salvajes, y el trato absurdo del que son objeto, no sería descabellado afirmar que una contra-revolución humana así sería a todas luces una bendición para el mundo.