Apocalipsis

(24 de diciembre de 2001)

 

Un conjunto de ideas que aspire a pasar por una concepción de la realidad humana actual tiene que cumplir por lo menos con dos condiciones: tiene que ser de carácter no periodístico y tiene que ser independiente de estados de ánimo (euforia, nostalgia, entusiasmo, etc.). Lo primero se explica por el hecho de que el periodismo se constituye ante todo por medio de lo que podríamos llamar “flashazos” del mundo, el recuento inconexo de lo que en este momento sucede aquí y allá, y por consiguiente no forma parte de sus metas conformar una visión global, profunda y estable de las cosas. Lo que para el periodista es importante es no la explicación ni la comprensión sino lo que podríamos llamar la ‘datificación’, esto es, la permanente elaboración de secuencias de hechos, eventos, sucesos, acontecimientos, las cataratas de datos, fechas, nombres, en un flujo sin fin. Lo segundo se debe a que cualquier construcción que aspire a ser compartible y útil cognitivamente no puede ser el mero producto del estado anímico de quien escriba, de su situación del momento, de sus realizaciones y frustraciones personales. Quien pretenda construir un cuadro del mundo tiene que hacer un esfuerzo para elevarse por encima de sí mismo, por encima de su contingente situación particular, de la de su ciudad, su país, su nación, y tratar de ver el todo de manera impersonal, ecuánime y objetiva. En una concepción del mundo actual (entendida no como un sistema metafísico completo sino, más modestamente, en el sentido de una visión aceptable y razonada de la etapa por la que atraviesa la humanidad) se tiene que captar el hoy no como algo efímero sino  en toda su complejidad y, por lo tanto, se le debe insertar en un cuadro general que incorpore el pasado cercano, pero que también permita especular de manera racional acerca del futuro inmediato. Es claro que un cuadro así lo puede construir sólo un gran ideólogo (en el mejor sentido de la expresión), un hombre que no sólo disponga de conocimientos sino que también esté genuinamente imbuido de ideales transhistóricos. A mi modo de ver, es triste constatar que (con la posible excepción de Noam Chomsky) nuestra cultura no ha producido todavía al pensador o al visionario susceptible de semejante logro. Empero, limitando considerablemente nuestras ambiciones intelectuales y restringiéndonos al año que acaba, pienso que sólo un cínico desfachatado o alguien carente por completo de perspectiva podría adoptar una visión optimista, no apocalíptica del mundo de nuestros días. Unos cuantos recordatorios, en mi opinión, bastarán para dejar esto último sólidamente establecido.

 

      ¿Qué nos dejó el 2001? Para la gran mayoría de la población mundial, fue éste un año fatídico. Las diferencias intra-humanas se acentuaron a un grado tal que el proceso de estratificación en todos los sectores del mundo (entre países y al interior de los países), presenta en la actualidad todas las apariencias de la irreversibilidad. Dada la trama política que se fue fraguando desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, el agitado periodo de la Guerra Fría y el triunfo del país, la sociedad y el sistema que mejor que sus competidores desarrollaron las fuerzas productivas, se volvió objetivamente imposible que los Estados Unidos no se convirtieran en la siguiente potencia animada por objetivos hegemónicos a nivel mundial. Con América Latina subyugada, África impotente, Rusia rebasada, China todavía detrás y Europa como aliada y en última instancia subordinada, es comprensible que el paso siguiente fuera la fractura definitiva de Asia. Como puede fácilmente apreciarse, la política americana ha consistido, de manera cada vez más beligerante y agresiva, en el desmantelamiento de todos los focos de resistencia y oposición a su expansión. Si los organismos financieros internacionales no funcionan, entonces habrán de funcionar los misiles, los portaviones y los bombarderos. Como si estuviéramos viendo en cámara rápida un juego de ajedrez, creo que difícilmente se podría cuestionar la tesis de lo que podemos denominar la ‘apropiación americana del mundo’. Teniendo como eje central dicha tesis, podemos entender mejor lo que pasa de manera regional. Después de todo, la conquista del mundo no puede ser una empresa fácil, aparte de que (“entre nous”) probablemente esté en última instancia destinada al fracaso. Los conquistadores siempre suscitarán oposición, retos, desafíos, inconformidad, etc., y es claro que no les será factible eternamente salir airosos en todos los conflictos. Frente a ellos, naturalmente, nos topamos con toda la gama de posibilidades, desde el rechazo abierto y valiente, como el de Irak o el de los palestinos, hasta la entrega total, como la de México. Nunca (vergüenza da decirlo) tuvieron los Estados Unidos en nuestro país un gobierno tan “amigo” como el que ahora nos manda, nunca antes fueron las políticas gubernamentales tan abiertamente anti-populares, tan siniestramente anti-sociales como lo son ahora. En esta parte del mundo por lo menos, las cosas a los nuevos amos les han salido “baratas”.

 

      El dominio material del mundo (de sus productos, sus recursos naturales, la fuerza de trabajo, etc.) viene aparejado de manera natural con la imposición cultural. No le demos oídas a la infantil falacia de que por ser un país relativamente joven los Estados Unidos no han logrado desarrollar una “cultura” propia, digamos a la europea. La verdad es que la cultura yanqui está más madura que nunca, está en su apogeo; sus valores y principios son los que prevalecen. Ser libre, ser justo, ser simpático, ser bella, etc., es básicamente serlo a la americana, tal como ellos lo entienden. La cultura americana asimila o aniquila, pero no tolera la diversidad. Todo ello se refleja en el lenguaje: intercalar en nuestro discurso alguna modismos lingüísticos (algunos de ellos auténticas sandeces) del americano medio es hasta de buen tono, de buen gusto, y este fenómeno tiene lugar aquí y en Francia, en Argentina y en Japón. Eso es expansión, coloniaje cultural. De igual manera, por estar sometidos a la estimulación apropiada grandes sectores de la población están interesados en la liga americana de basketball o en la de baseball o en la de fútbol americano, como si ello pudiera ser parte de nuestros intereses. Eso es la famosa globalización: la internacionalización del sistema con los Estados Unidos a la cabeza. ¿Cómo no recordar a Nicolás Guillén? Generalizando sobre su “West Indies LTD”, también nosotros pronto diremos, para beneplácito de unos cuantos:

 

                             Aquí están los servidores de Mr. Babbit

                             Los que educan sus hijos en West Point

                             Aquí están los que chillan: hello baby

                             Y fuman “Chesterfield” y “Lucky Strike”.

                             Aquí están los bailadores de fox trots,

                             Los boys del jazz band

                             Y los veraneantes de Miami y de Palm Beach

                             Aquí están los que piden bread and butter

                             Y coffee and milk

 

      Esa es la realidad. Hay, no obstante,  una idea importante, una convicción que no sabría expresar en un lenguaje que no fuera el religioso. Quiero decir lo siguiente: los Estados Unidos son ciertamente la superpotencia del mundo, pero sólo para nosotros, porque para Dios son insignificantes. Ellos podrán derrotar a la humanidad entera, hacer fracasar el socialismo, imponer un modo de vida segregacionista, prosaico y vacuo, generar seres humanos horrendos (desconectados de nosotros, y cuando digo ‘nosotros’ me refiero al resto del mundo, a todas las personas de todas las culturas que no formamos parte del club de los privilegiados), esclavizar al mundo entero. Todo eso es innegable, pero también lo es que para Dios no son rival. Él sabrá ponerle coto a sus desmedidas ambiciones y a su aparentemente invencible poder sin para ello, claro está, intervenir directamente. Es en su soberbia infinita, en su arrogancia diabólica en donde están ya sembradas las semillas de su futuro colapso: en su interior, por la gestación de personas y de relaciones humanas de pesadilla y desde el exterior por la pauperización radical al que habrán llevado al mundo dominado y por la imposibilidad de seguir viviendo de los demás. Serán su descomposición interna (inclusive con un alto nivel de vida) y la imposibilidad de seguir existiendo como hasta ahora bajo la modalidad del vampirismo y el parasitismo económicos lo que hará que su rapaz modo de vida termine por dislocarse. De esto hay ya algunos, muy pálidos es cierto, síntomas. Argentina es uno de ellos. Sería risible pensar que la crisis argentina es pasajera, efecto de la torpeza de algunos funcionarios. Claro que factores así intervinieron, pero la crisis es estructural y no es privativa de Argentina. Lo sorprendente es que lo que está sucediendo en Argentina no haya pasado todavía en muchos otros lugares. Desde luego que nos apena ver las tribulaciones del pueblo argentino, como nos angustia constatar todos los días la miseria del mexicano (la miseria en medio de la cual disfrutamos la vida), pero hay un sentido en el que no podemos más que darle la bienvenida a la rebelión popular. Las etapas por las que los argentinos habrán de pasar son relativamente fáciles de prever. Primero la represión y luego la suavización de ciertas medidas para detener el levantamiento y tratar así de restablecer por medio de algunas migajas (por ejemplo, algunos “préstamos” del Fondo Monetario Internacional) la situación anterior y regresar así a la “normalidad”. Dado que los paliativos no son curativos y como tarde o temprano las contradicciones habrán de agudizarse, tarde o temprano los gobiernos tendrán que solidarizarse con sus respectivos pueblos, a pesar de lo que sin duda será una feroz presión política norteamericana (y de sus aliados). Venezuela ejemplifica lo que estoy diciendo. Pero preguntémonos: ¿qué pasaría si abruptamente los gobiernos de, digamos, Argentina, México, Polonia, Brasil, Egipto y, e.g., Turquía decidieran dejar de hacer pagos derivados de una criminal y falseada deuda externa, si súbitamente dejaran de fluir hacia los países vampiro los miles de millones de dólares con los que subvencionamos su bienestar? El sistema financiero mundial estallaría y se tendría que reorganizar sobre nuevas bases. Aunque no lo confiesen en público, podemos estar seguros de que una posibilidad así debe quitarle el sueño a más de un funcionario del tesoro norteamericano. Por mi parte, deseo sostener que eso es no sólo una posibilidad lógica, sino un resultado ineluctable del desarrollo de la sociedad humana, del sistema de vida actualmente imperante. Eso es algo que tendrá que pasar y, por paradójico que suene, por terrible que resulte para la humanidad, será una liberación. Lo lamentable del asunto, naturalmente, es que falta medio siglo para que ello suceda, pero en todo caso el 2001 dejó en claro que todo ese proceso de avance y retroceso, de esclavización y liberación, ya se inició.

 

      A diferencia de lo que acontece durante los grandes procesos transformadores de las sociedades, procesos caracterizados por un optimismo fundamental, compartido, con metas comprendidas y aceptadas por todos o por lo menos por las grandes mayorías, el siglo XXI se inicia bajo el signo del pesimismo. No hay bases para tener una visión alegre del futuro inmediato, nacional o mundial. Dado que la ambición congénita a los procesos internos del sistema no tiene límites, la destrucción que acarrea, humana y natural, tampoco los tiene. En México seguiremos viendo y empezaremos a padecer, ahora sí todos, ricos y pobres y de manera cada vez más palpable, el deterioro de nuestros ríos, la deforestación bestial de nuestros bosques, la contaminación atmosférica, los contrastes sociales, etc. Pasaremos poco a poco a una situación en la que los mecanismos usuales de resolución de problemas dejarán de funcionar, una situación en la que no será por ejemplo con dinero como se salga de un apuro. Esto es fácil de ilustrar: si a alguien le urge desplazarse dentro de la ciudad de México, por ejemplo, tendrá que usar (digamos) el periférico, pero entonces le guste o no, se mueva en Mercedes Benz o un VW sedán, de todos modos tendrá que pasar por el pequeño infierno que es esa “vía rápida”, independientemente de si es banquero o es profesor de filosofía. O si quiere aire puro para él y para sus hijos tendrá que irse a otro lado (hay cada vez menos lugares así) y de todos modos lo más probable es que allá a donde vaya se le plantearán los mismos problemas, u otros similares. Sería de una ingenuidad pasmosa pensar que la negativa norteamericana de refrendar el compromiso de Kyoto no va a tener consecuencias o repercusiones graves para todos. Este sistema, esencialmente gran productor de mercancías, de cosas, es también esencialmente gran generador de asimetrías sociales y gran destructor de la naturaleza. Nada de esto es un asunto puramente verbal y la verdad es que ya es hora de que se empiecen a dejar sentir sus implicaciones. Por ello, no es descabellado proponer el año 2001, el año de la destrucción (nunca aclarada) de las célebres torres gemelas de Nueva York y de un costado del tenebroso Pentágono, como el año que marca el inicio del gran proceso de destrucción del mundo, el año de la visión apocalíptica.

 

      Que el sistema mercantil mundial aniquila una parte del hombre es algo tan patente que es hasta trivial señalarlo. La verdad es que es siempre interesante tratar de establecer correlaciones entre diversas facetas de nuestra vida planetaria. Por ejemplo, podemos reportar las relaciones que se dan entre la espiritualidad (en un plano masivo) y el desarrollo material de las sociedades. Constataríamos entonces que es de una simplonería inexcusable suponer que la relación es proporcional, esto es, que mientras mayor sea el desarrollo material más intensa y vivaz será la “vida espiritual” de los humanos. Casi podemos decir que es exactamente al revés! Demos un ejemplo. Como todos sabemos, una de las grandes épocas de espiritualidad, por ejemplo, se produjo durante la época del gran filósofo Plotino, precisamente cuando el Imperio Romano empezaba a desmoronarse y que empezaba ya a vivirse de una manera “a-institucional”, en que el caos empezaba a apoderarse del mundo civilizado. A diferencia de lo que pasa en nuestra porción de espacio-tiempo, los pensadores de aquel entonces sí cumplían su misión y le daban a la gente, de todas las clases y niveles, saludable alimento espiritual. De hecho, podemos afirmar que fue en el siglo III de nuestra era cuando con más fuerza se preparó el terreno para la gran síntesis realizada un par de siglos después por San Agustín. El admirable, el gran Plotino (tan desaprovechado en nuestros cosificados tiempos) tuvo el olfato (que no la vista, ya que era sumamente miope) para captar la atmósfera general de la época y para construir una visión que era útil, esto es, que era operativa para la gente de su época. Y si en aquellos tiempos no había manera de generar y acumular riqueza material, entre otras razones (si se quiere) porque ya no había legiones para contener a las nuevas fuerzas históricas que a través de formidables invasiones hacían sentir cada vez más su presencia en el mundo, sí había todo un continente de vida “interna” que de pronto Plotino le supo abrir al individuo (y, curiosamente, vía las clases superiores de su tiempo, que eran las que en primer lugar constituían su publico). Plotino habló entonces de emanaciones, de Lo Uno, de la naturaleza del tiempo y la belleza y, en general, de todo lo inmaterial. Y ese discurso suyo fue como un gran tronco al que se aferró la sociedad de su tiempo para sortear con esperanzas la incertidumbre y la desesperación de la vida cotidiana. Ahí tenemos un caso de vida material deteriorada y vida espiritual superior.

 

      Nosotros, los del siglo XXI, tenemos acceso a cosas, pero carecemos de Plotinos y creo con toda mi alma que perdemos en el “intecambio” que representamos un retroceso. Cuando le echamos un vistazo al mundo de nuestros días, como es casi inevitable hacerlo cuando se cumplen determinados plazos de nuestras convenciones temporales (el fin de año, por ejemplo), es imposible no percatarse o por lo menos no sentir que esta época de gran desarrollo material, de comunicación a distancia, de viajes supersónicos, de armas inimaginables hasta para los mejores escritores de ciencia-ficción, de utilización sistemática e incontenible de todo lo que hay en el planeta (piedras, animales, personas, energía solar, etc.; hasta las pezuñas y las colas de las reses, los picos de las gallinas se procesan y se usan), es también una época de gran inmovilidad, de parálisis y de extravío espiritual. Parecería que el Hombre perdió la brújula, que el ejemplo de los grandes iniciados, el sacrificio de los grandes revolucionarios (y de las masas que sirvieron como instrumentos para la historia), no sirvieron de absolutamente nada. Para el hombre de hoy son, en el mejor de los casos, anécdotas del pasado. Así, si en una época la vida material forzó a la renovación de la espiritualidad social, hoy la vida material induce a la desertificación espiritual. Nadie, me atrevo a pensar, está más muerto hoy que Jesús de Nazaret, que Tolstoy y Ghandi, que Wittgenstein, y precisamente a nadie necesitamos más que a ellos. Hoy triunfan los Bush, los Sharon, los especuladores bursátiles, los estafadores oficializados, los manipuladores, los farsantes, los reptantes sociales.  Qué duda cabe: vivimos, como bien lo dijo Wittgenstein, una “edad oscura”. Por todo ello, testigos a fuerzas del paulatino y cada vez más acelerado hundimiento de la gente en la miseria, en la ignorancia, en la insalubridad, lo único que el año que acaba nos pudo dejar, aparte de las alegrías naturales con que la vida nos recompensa, es una insoportable amargura, una profunda tristeza y un inmodificable pesimismo.

 

 

 

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lunes 14 de enero de 2002