Cambios Culturales
(19
de febrero de 2001)
Difícilmente podría negarse que la
manipulación de las masas en el periodo de la demagogia democrática resulta un fenómeno
histórico francamente repulsivo, pues además de la sujeción real en la que se
mantiene a las poblaciones del mundo se manipula descaradamente también su
mente. De esta manera, se hace participar a las personas en circos políticos
denigrantes al tiempo que se les hace creer que su participación en las
decisiones es importante y, por si fuera poco, que se trabaja sistemáticamente
por su bienestar. Por ello, en nuestra época las masas son objeto de
explotación, manipulación, engaño y como corolario humillación, de un modo
mucho más degradante que en cualquier otro periodo de la historia. El encuentro
entre los presidentes de México y los Estados Unidos ejemplifica lo anterior
con una claridad tan meridiana como espeluznante. La importancia real del evento
radica, como todos entendemos, en la firma de documentos pero, contrariamente a
lo que se indujo a todo mundo a pensar, los contenidos de dichos documentos
habían sido previamente negociados. El presidente norteamericano no vino a
debatir con su par mexicano: vino a cerrar un acuerdo. Por ello, en tanto no
tengamos acceso a los acuerdos mismos, mientras no sepamos a ciencia cierta qué
negoció el Secretario Castañeda cuando estuvo en Washington y, por lo tanto,
ignoremos si México fue, una vez más, vendido al extranjero o no, no hay bases
para compartir el regocijo del presidente y su gabinete. Por otra parte, de
seguro que las alegres autoridades negociadoras mexicanas mismas se habrán
llevado un duchazo de agua fría con la noticia concerniente al bombardeo de
Bagdad: es obvio que se trató de una jugarreta diplomática, una pequeña
sorpresa suplementaria para el “team” mexicano, ya que dicha acción fue
planeada antes del encuentro entre presidentes y se le hizo coincidir con el
viaje del mandatario norteamericano. Por ello, si bien para completar el engaño
a los mexicanos se consideró más conveniente que éste último se desplazara, lo
cual era a final de cuentas una leve molestia, la noticia del bombardeo
restableció rápidamente el equilibrio o, mejor dicho, el estado natural de las
relaciones binacionales. La criminal acción bélica realizada por loas
anglosajones al otro lado del mundo y aparentemente sin conexión alguna con
nuestro país borró de un tirón y por completo el cúmulo de sonrisas,
expresiones de amistad, exaltación mutua de virtudes, etc., que políticamente
quedaron como son, esto es, totalmente desprovistas de valor.
Dado
que la farsa política nos resulta tan aborrecible podemos desentendernos de
ella y pasar a reflexionar sobre otra fiesta, viz., la de homosexuales y
lesbianas que tuvo lugar hace algunos días frente al Palacio de las Bellas
Artes. Desde nuestra perspectiva, el asunto reviste un interés teórico general
(y, quiero enfatizarlo, político, más que moral). En otras palabras, no es el
evento mismo lo que nos interesa. Nos incumbe más bien lo que significa o, si
se prefiere, lo que delata. Para tratar de dar cuenta de dicha significación,
creo que sería muy útil adaptar al caso lo que, en relación con otro tema,
Stalin le dijera a Churchill en alguna ocasión: “La muerte de un hombre es algo
terrible; la muerte de un millón de hombres es una estadística”. Hay,
ciertamente, algo de aterrador en el dictum, pero sería infantil
negar que (como prácticamente todo lo que dijo Stalin) contiene una fuerte
dosis de verdad. Esto se ve claramente, por ejemplo, al traspasar su sentencia
al caso que nos ocupa, pues nos permite decir algo como esto: “La sexualidad de
un hombre es un asunto privado; la sexualidad de un millón de hombres una
cuestión de interés social”. Es, pues, esto último la faceta que a nosotros
importa. Ahora bien, así contemplado el asunto tenemos que partir del
reconocimiento de que se están produciendo en México grandes cambios en la
moralidad sexual, cambios de magnitudes considerables y de consecuencias
impredecibles, cambios que ni se apuntalan ni se combaten exclusivamente con
razones y argumentos y mucho menos, como lo hacen la Iglesia Católica y sus
adeptos, con malas razones. Lo que se requiere es describir y examinar fría, desapasionadamente
(hasta donde ello sea factible) el fenómeno social en cuestión para entonces
auto-capacitarse para construir una posición sólida al respecto,
independientemente de que la conclusión a la que se llegue sea de aceptación o
condena y guste o no.
No podemos evitar la pregunta:
¿es el sexo un asunto estrictamente personal? Creo, por diversas razones, que
no. Huelga decir que las prácticas sexuales las realizan individuos concretos,
pero eso no las vuelve, por así decirlo, “asociales”. Las prácticas sexuales no
tienen el mismo status que, e.g., la ingestión de chocolates, por
lo que parecería que tienen que estar de uno u otro modo sometidas a alguna
clase de regulación. Ergo, se tiene que rechazar la perspectiva egoísta
e individualista a ultranza para dirimir lo que palpablemente es un asunto de
interés público y social. Es claro, por ejemplo, que con los mismos argumentos,
mutatis mutandis, con los que se pretendería defender la idea de
privacidad y libertad totales en relación con el sexo se podría defender la
idea de privacidad y libertad absolutas en relación con, digamos, la comida y,
por consiguiente, se estaría defendiendo, por ejemplo, el canibalismo. En este
momento nadie quiere eso, pero ¿qué pasaría si éste se pudiera de moda? Infiero
que tiene que haber limitantes para la vida sexual. La pregunta decisiva aquí
es, desde luego: ¿cuáles son éstos y quién los fija? En mi opinión, la
respuesta no puede ser de carácter meramente personal, es decir, no puede venir
en términos de gustos o inclinaciones individuales, puesto que (como trataré de
hacer ver) éstos están enmarcados en datos y consideraciones de otra índole, a
saber, social e histórico. Independientemente de cuál sea finalmente nuestro
punto de vista y nuestra posición, el hecho de que se produzcan manifestaciones
abiertas como las de la semana anterior significa únicamente que ya se produjo
en la sociedad un cambio de cantidad en calidad, un cambio que ahora ya no se
puede ignorar, sino que hay que enfrentarlo y tomar una posición frente a él.
El
sexo plantea un sinfín de problemas, pero ¿en qué consiste el que nos
proponemos abordar aquí (asumiendo momentáneamente y en aras de la exposición
que efectivamente lo es)? Básicamente en el incremento de la taza de
homosexualidad (para lo que sigue tendré en mente exclusivamente la vertiente
masculina del asunto). Partamos de una trivialidad: aquí y en todas partes,
ahora y siempre, el sexo ha generado y genera pasiones indómitas, reacciones
violentas, por lo que hay que asumir que muy probablemente seguirá siendo así
en este caso. En otras palabras, en relación con la homosexualidad de seguro
que nos encontraremos tanto con abogados furibundos como con fiscales
intolerantes. Aquí yo deseo sostener que si bien múltiples silogismos corren en
un sentido y en otro, de hecho con base en ellos nadie queda convencido de
nada. Esto me hace sospechar que lo que está mal es el enfoque inicial.
Quisiera, por lo tanto, intentar otro. Desde mi perspectiva, la sexualidad,
como cualquier otra cosa, tiene un carácter eminentemente histórico, por lo
menos en el sentido de que se le entiende y vive de diverso modo en diversos
contextos históricos y sociales. Empero, si nos limitáramos a decir esto lo
único que habríamos logrado habría sido acuñar un slogan, con lo cual
fácilmente caeríamos en toda clase de simplismos y probablemente lo que
lográramos producir para defender cualquier posición no pasaría de ser falacias
más o menos transparentes. Por ello, hay que desarrollar (mínimamente) la idea
del carácter histórico de la sexualidad. A este respecto, lo que yo afirmo es
que para que los argumentos que se ofrezcan adquieran fuerza y cumplan su
propósito de convencer al dialogante, tienen que quedar previamente encuadrados
en un marco histórico y social determinado, pues es únicamente allí en donde
pueden tener aceptación o ser rechazados racionalmente, en forma compartida.
Veamos rápidamente a dónde nos conduce este enfoque.
Hay
ciertos factores que no por ser externos a los individuos dejan de ser decisivos
para la comprensión de lo que les sucede, pues son factores operantes. Por
ejemplo, es claro que vivimos una época de libertad a la que podríamos
denominar de “campo abierto”: en nuestra época, en principio a todo aquello a
lo que el individuo tiene acceso tiene también derecho. Esta concepción de la
libertad irrestricta puede llevar a situaciones que habría que llamar de
‘reducción al absurdo’: es tanta la libertad de cada quien que se termina por
afectar a la de los demás y, por lo tanto, en nombre de la libertad se termina
por coartar la libertad. Esto lo ilustraré un poco más abajo. Un segundo dato
que tenemos que tomar en cuenta, íntimamente asociado con el anterior, es la
realidad del libre mercado. En nuestros tiempos todo se compra y se vende. Esto
es algo que Marx ya había señalado: en el capitalismo todo se vuelve mercancía,
hasta las relaciones personales y, obviamente, el sexo no es una excepción a la
regla. Por eso vivimos en una sociedad en la que impera un gran mercado de
mercancías sexuales y esto afecta, moldea y orienta la mentalidad de la gente.
Es evidente que en donde dicho mercado no existe, la importancia de la vida
sexual de manera natural disminuye. Sin el bombardeo permanente de propaganda
sexual a que está sometido el individuo la gente tendría más espacio y tiempo
para otros “temas”. Esto último está de hecho implicado por nuestra premisa
inicial acerca del carácter histórico de la sexualidad: nos hace ver que la
extrapolación desde nuestra situación hacia la del resto de la humanidad es
simplemente una generalización ridícula: de hecho ha habido sociedades que no
han padecido los conflictos sexuales que se padecen en la nuestra. Otro hecho
que incide en la cuestión que nos atañe es la sobrepoblación mundial y el
rechazo a seguir engendrando niños. No deberíamos pasar por alto tampoco el
sentimiento cada vez mayor de impotencia del individuo frente a las inmensas y
cada vez más omnipotentes maquinarias burocráticas, tanto gubernamentales como
empresariales: que el individuo pase su existencia en medio de grandes
consorcios, edificios inmensos, avenidas enormes, cantidades formidables de
autos, obligado permanentemente a justificar su existencia por medio de
documentos, etc., lo hace más chiquito y todo ello influye en su vida “personal”,
su sexualidad incluida. Otro elemento cultural decisivo que también hay que
tomar en cuenta es la liberación de la mujer: su obtención de derechos ha
significado pérdida de los mismos para los hombres y esto no ha sido fácil de
asimilar (muy especialmente en países como México, por razones que todos
entendemos). Por último, quisiera incluir en la lista de factores externos que
a primera vista por lo menos son relevantes para la explicación del incremento
de la homosexualidad la secular incomprensión e hipocresía de la Iglesia
Católica. Ésta rechaza, por contraponerse a los designios de su divinidad, la
homosexualidad, cuando de hecho un sector que tiene en su haber incontables
homosexuales es precisamente dicha institución. El Marqués de Sade, por ejemplo,
la exhibió crudamente para beneplácito de sus lectores, pero en realidad todo
mundo ya estaba enterado del asunto. Cómo y por qué se fue dando esta oscura
conexión entre esa institución y la homosexualidad es algo en lo que, sin
embargo, no entraré aquí. En todo caso, lo importante para nosotros es lo
siguiente: el asunto se debe discutir en el marco conformado por factores como
los enumerados, no en abstracto. Por otra parte, ni mucho menos pretendo,
obviamente, que la lista enunciada aquí sea exhaustiva.
Esfuerzos
por explicar en forma ahistórica la (así llamada por Freud) perversión de la
homosexualidad ha habido muchos, pero ninguno particularmente convincente. Para
empezar, es preciso a este respecto distinguir entre esfuerzos genuinos de
explicación y meras racionalizaciones. Las burdas proyecciones de la sexualidad
de las personas al plano del cerebro y la vida neuronal están cargadas de
errores categoriales y son incomprensibles (por absurdas) y heurísticamente
estériles. En general, parecería que lo más fácil es intentar hacer de la vida
sexual una cuestión estrictamente biológica y eso, pienso, es un grave error.
Estoy convencido de que lo que aquí se requiere es un tratamiento
multi-disciplinario, pues se trata de una cuestión cultural, en el sentido más
amplio posible de la expresión. Considérese, por ejemplo, uno de los grandes
libros sobre el tema, Sexo y Carácter, de Otto Weininger, obra que,
inclusive si en su totalidad es falsa, es de todos modos magnífica. En ella se
promueve, entre muchas otras, una tesis que ahora puede con seguridad afirmarse
que es falsa. En efecto, Weininger sostiene, creo que con razón, que no hay
tipos sexuales puros (100 % hombre o 100 % mujer), por lo que su explicación de
la homosexualidad consista en adscribirle a los homosexuales caracteres
femeninos. Hasta allí tiene razón. El problema surge cuando los caracteres que
a él le parecen relevantes resultan ser meramente físicos. Esto tiene que ser
un error, porque si en verdad (como lo muestran las estadísticas) se ha
producido un aumento considerable de homosexuales lo que estaría implicado es
que estamos en una etapa de mutación biológica, y eso no parece ser cierto. Por
lo tanto, la falla del tratamiento por parte de Weininger consiste, una vez
más, en concebir la vida sexual como un asunto meramente físico y la
homosexualidad como una transformación biológica. Desde el punto de vista que
yo deseo promover, en cambio, se trata más bien de un asunto de replanteamiento
cultural de ciertas peculiaridades biológicas a las que en general se las ha
conferido una determinada función. Pienso, en concordancia con ello, que el
enfoque histórico mencionado tiene un poder explicativo muy superior a los que
se limitan a considerar el tema “en sí mismo”.
Es
de primera importancia, naturalmente, ser cautos y exactos en las descripciones
que se hagan. Cuando nos llenan de odio noticias acerca de, verbigracia, la
horrorosa prostitución infantil, debemos preguntarnos: ¿qué es en el fondo lo
que nos molesta y ofende: la homosexualidad del sujeto o el abuso de un ser
indefenso por parte de un adulto? A muchos probablemente las dos cosas, pero es
evidente que es prima facie mucho más grave lo segundo. Nos indignaría
también ver que un adulto estafa a un niño. Esto tiene que ver con lo que dije
más arriba acerca de la libertad: la libertad, y por ende el derecho, del
adulto de adquirir una determinada mercancía se convierte, por falta de normas
apropiadas, en un atentado hacia la integridad de una persona vulnerable e
indefensa. Supongamos, sin embargo, que hubiera leyes suficientemente severas
como para impedir esta clase de tráfico. En ese caso ¿seguiría siendo la
homosexualidad algo que pudiera molestar a otras personas? Debería ser obvio
que una respuesta simplona en términos de ‘sí’ o ‘no’ sería, para una cuestión
compleja como esta, completamente insuficiente e inapropiada. Yo creo que la
respuesta tiene que ser acorde al espíritu de la época, es decir, tiene que
venir enmarcada en los hechos que permitieron que el problema se gestara. Sin
embargo, también me parece que hay ciertos interrogantes clave referentes a
esos hechos a los que hay que dar respuesta para estar justificados en la
contestación que finalmente proporcionemos. Es, pues, sólo combinando toda una
variedad de datos y principios que podemos formarnos una idea mejor del asunto
y ofrecer una respuesta fundamentada. Para todo esto, evidentemente, la
libertad de pensamiento y la pulcritud de expresión son condiciones sine qua
non.
Tautológicamente,
incremento de la homosexualidad es equivalente a disminución de la virilidad.
La situación es, por lo tanto, la siguiente: vivimos una época de virilidad
disminuida, una de cuyas características es precisamente el aumento de
homosexualidad. ‘Virilidad disminuida’ no significa, naturalmente, ‘ausencia de
violencia’, sino cambio en su modalidad. Nada de esto es, naturalmente, el
resultado de decisiones personales: hay
un contexto que induce a los cambios de los que somos testigos. Hasta la guerra
se ha vuelto menos viril y ello no porque no se realicen a diario multitud de
acciones infames en contra de seres indefensos. Empero, es claro que no es lo
mismo combatir con gallardía cuerpo a cuerpo que bombardear cómodamente una
ciudad desde un portaviones ubicado a mil kilómetros del lugar. Eso nos podrá
parecer una cobardía, pero el hecho es que es así como ahora se procede e,
igualmente, que no detectamos disminución alguna en los rangos de violencia.
Por lo que se ha dicho entonces, queda claro que “violencia” y “virilidad” son dos conceptos lógicamente
independientes; por otra parte, la disminución de la virilidad es
inevitablemente una función de la expansión o el triunfo de la feminidad. La
“desvirilización” de la cultura va de la mano de su feminización y en ambos
casos la violencia sigue vigente. Lo que cambia es su modalidad.
Independientemente
de que aceptemos la homosexualidad o no, puede afirmarse que los homosexuales
no serán nunca la mayoría. Pero entonces ¿tiene dicha minoría el derecho de
conducirse en el seno de la mayoría contraviniendo sus reglas? Por otra parte,
si se conceden derechos a esta minoría ¿no habría también que tomar en cuenta a
otras y no sólo a la población actual, sino también (y sobre todo) a las
generaciones futuras? ¿No tendría la política a seguir que considerar qué es lo
que queremos para ellas? Lo que hay que preguntarse es: independientemente del
exhibicionismo y de toda clase de manifestaciones públicas (que generan
emociones fuertes en todos sentidos) ¿queremos dotar a nuestros hijos de
derechos como el de unirse libremente a individuos del mismo sexo o
consideramos que más que una libertad eso es un exceso de libertad, así como
tampoco quisiéramos que tuvieran el derecho de comerse a sus muertos? Yo creo
que, además de los argumentos de os heterosexuales, los homosexuales mismos
tienen el deber de responder a esta pregunta con toda claridad: ¿encuentran
ellos objetable o no que sus propios hijos sean homosexuales? Pero dejando este
punto de lado: ¿cómo se debería proceder en este caso?
Desde
luego, descarto como vía razonable la opción de moda: votaciones, asambleas,
plebiscitos, sondeos, encuestas y demás. Yo soy de la opinión de que la
sociedad actual es contradictoria y que, por lo tanto, ofrece elementos para
articular respuestas que se contraponen y excluyen mutuamente. Mucho depende de
la descripción inicial que se haga: si el asunto se plantea como una
prerrogativa de moralidad individual, la respuesta tenderá a enfatizar cosas
como la libertad de elección y acción, las tendencias personales, etc. Si el
asunto se formula en términos políticos, globales, históricos, la respuesta
tenderá a favorecer el sentir de las mayorías, los intereses generacionales, la
seguridad nacional y demás (en Inglaterra, por ejemplo, no se admiten
homosexuales en el ejército ni en sectores delicados del aparato estatal y
policiaco). Por otra parte, si lo que se pretende es “perfeccionar” la sociedad
actual, la respuesta nos orientará en una dirección; si se aspira a modificarla
radicalmente, la respuesta irá en sentido inverso. Así, pues, no hay elementos
para una decisión clara, por lo que el asunto lo resolverán las correlaciones
de fuerza. Para evitar este desenlace, será preciso, primero, que se abra el
debate racional y nacional en el que se puedan exponer libremente las opiniones
de todas las partes y, segundo, que los gobernantes no sólo cobren sustanciosos
sueldos sino que también aprendan a tomar medidas, a fin de no dejarle a la
sociedad civil la responsabilidad de decisiones por las cuales en última
instancia son ellos los responsables.