Sobre el Castigo Supremo
(2
de abril de 2001)
Hace
algunos años publiqué un artículo intitulado ‘Pena Capital: un re-examen’
(incluido en mi libro Pena Capital y Otros Ensayos), el
cual me valió tanto la aprobación entusiasta de múltiples personas como la
animadversión de diversos “colegas”. No poco me complace inclusive hacer del
dominio público que, si bien en los diversos foros en los que participé algunos
leguleyos (sobre todo los que tienen como vocación defender los “derechos
humanos” de los indiciados) estuvieron a menudo en contra mía, en general la
audiencia, constituida por gente sencilla, de sentido común, estuvo
sistemáticamente de mi lado. Instintivamente, la gente intuía que lo que yo
sostenía (y sostengo) era precisamente lo que “el hombre de la calle” quería
decir pero que o no sabía cómo o no podía hacerlo. Así, de pronto me percaté de
que, sin yo proponérmelo, por lo menos en relación con este tenebroso tema me
había convertido en el portavoz de muchas personas. Aunque mi argumentación, que
considero válida, era estrictamente filosófica y, por ende, abstracta, el
resorte psicológico del ensayo lo constituía básicamente un apasionado interés
en el destino de los niños que son victimados por criminales de diversa calaña
(maniáticos y degenerados sexuales, depravados traficantes de órganos, odiosos
psicópatas y toda clase de manipuladores y enfermo(a)s mentales). Como era de
esperarse, en ninguna de las reformas al Código Penal que desde entonces se han
efectuado se contempló la incorporación de la pena de muerte como un castigo
viable. En otras palabras, a pesar de que hasta donde se puede ver no hay
argumentos de peso en contra de la pena de muerte, se sigue caprichosamente
pensando que su implantación sería una decisión esencialmente injusta. En el interim,
claro está, la criminalidad en México aumentó considerablemente y en forma
concomitante con la ineptitud de las organizaciones policiacas, lo cual llevó
recientemente a la Barra de Abogados a pronunciarse públicamente en favor de la
implantación – por lo menos pasajera – de la pena capital. O sea, los mismos
grupos que severamente me criticaron hace algunos años promueven ahora, con
base en argumentos más bien endebles, lo que ya yo había sugerido. En vista de
ello, quisiera retomar en estas líneas el tema de la pena capital tratando de
enfocarlo desde otras perspectivas.
Dado que no se trata de abundar en lo ya
pensado y mucho menos de repetirlo, me limitaré a recordar que se pueden
detectar por lo menos cuatro grandes líneas de argumentación en contra de la
pena de muerte, todas ellas falaces. En general, los intentos por contrarrestar
lo que parece ser o una intuición fundamental o un principio básico de
racionalidad, viz., que no puede ser que haga lo que haga un individuo
éste nunca será susceptible de la pena máxima, se fundan en confusiones de
diversa índole: se mezclan enunciados analíticos con proposiciones empíricas,
se ignoran diferencias fundamentales entre diversos modos de percepción, no se
trazan distinciones elementales como la distinción entre razones y causas y se
maneja una concepción incoherente de racionalidad. Es muy importante entender
que no es desde la experiencia, por así decirlo, que se desmantela la oposición
a la pena de muerte, por medio de generalizaciones empíricas, en función de
supuestos resultados (siempre interpretables de diverso modo), sino por
tensiones e incongruencias conceptuales en la posición de quienes están en su
contra, por los conflictos que surgen con el sentido común, etc. O sea, no es
por razones externas a la posición contraria a la pena suprema que ésta se
viene abajo, sino por problemas internos a ella misma. Empero, no es mi
propósito hundirme de nuevo en un debate filosófico apretado, ya que no es este
el foro apropiado para ello. Lo que quisiera hacer aquí sería más bien
enfrentar el tema cándidamente, sin prejuicios ni posiciones previamente
adoptadas, sin sentimentalismos de ninguna laya, con ánimo más que de convencer
de hilar ideas de manera que yo mismo quede satisfecho con lo que diga. Veamos
si es ello factible.
Quizá un buen punto de partida para
nuestras reflexiones sería preguntar: ¿por qué tantos aspavientos y escándalos por la ejecución de un criminal
mayor, esto es, de alguien que mató a otras personas? En verdad: ¿por qué estaría
mal ejecutar a un “liquidador”? No perdamos de vista que por ningún motivo
queremos trivializar la cuestión de la pena de muerte, por lo que al
considerarla como un potencial castigo justo para alguien debemos siempre tener
en mente crímenes de envergadura, acciones horrendas, injustificables,
terribles, no delitos menores. Piénsese en atroces asesinatos de ancianos
indefensos, de niños, en masacres cruentas, absurdas por así decirlo, cometidas
después de toda clase de ultrajes, producción de dolor que, desafortunadamente
y nos guste o no, a diario sucede. De nuevo: ¿por qué sería injusto ejecutar a
un matón cuya descripción embonara bien en el cuadro esbozado? Esta pregunta me
trae a la memoria lo que ahora me parece una cínica pero nada tonta respuesta
de un miembro de un escuadrón de la muerte africano que se dedicaba a matar y
mutilar tutsies, durante la guerra en Ruanda. Al ser apresado y entrevistarlo,
el elemento en cuestión, entre gemidos (vale la pena notar, dicho de
paso, que a menudo los asesinos despiadados y prepotentes cuando no se
encuentran en “su” situación se transforman en despreciables cobardes, lo cual
no deja de ser un rasgo curioso de la personalidad del criminal) pero
con una gran lucidez, respondió que a él no se le debía ejecutar “porque no se
debe responder al mal con el mal”. Confieso que durante mucho tiempo su
respuesta me puso en aprietos y me resultó un auténtico reto intelectual.
Parecía que, después de todo, la razón apoyaba al criminal: independientemente
de las atrocidades que hubiera cometido, a él no había que condenarlo a muerte
y ejecutarlo. Pero ¿es ello en efecto así? Estoy ahora convencido de que no.
¿Podría entonces mostrarse que su auto-defensa en el fondo no funciona? Esto es
lo que quiero muy brevemente discutir.
El castigo, en el nivel y grado que se le
vea, es básicamente un mecanismo de regulación de conducta. Dejando de lado el
mal uso del recurso a la sanción, podemos decir que en el caso de los castigos
impuestos por el estado de lo que en principio se trata es de impartir
justicia. Cuando el sujeto mencionado nos dice que no se puede responder al mal
con el mal (a no dudarlo, repito, una fórmula afortunada), podemos inquirir:
¿cómo se está usando aquí la palabra ‘mal’? Porque la reacción intuitiva es
pensar que estamos en presencia de una ambigüedad: la palabra ‘mal’ parece
tener dos sentidos diferentes en esa sentencia, uno al que podemos llamar
‘personal’ y otro al que podríamos calificar de ‘social’, de modo que lo que se
diga será verdadero o falso dependiendo de los significados que se le
adscriban. Así, con lo que podemos estar de acuerdo es con la aseveración de
que no se puede combatir, e.g., el linchamiento con el linchamiento,
puesto que ello sería un caso de combate del mal personal por medio del mal
personal. Sin embargo, es claro que de la aceptación de esto no se sigue que no
se puede fusilar a un asesino múltiple después de un juicio imparcial, puesto
que falta todavía que se nos demuestre que una medida no personal sino social o
estatal es un mal. De ninguna manera es una acción estatal, en condiciones
normales, equivalente a una acción criminal, a menos claro está de que el
estado de que se trate sea esencialmente criminal o injusto. De ahí que, en
condiciones normales, ejecutar a un condenado no es lo mismo que dejar que una
turba lo linche. Se trata de dos acciones distintas. Por otra parte, cuando el
individuo al que nos referimos habla del mal que no se debe realizar: ¿en el
mal de quién piensa? ¿En el de sus víctimas? Para ellas ya no hay ni bien ni
mal. ¿En el de sus potenciales víctimas? De seguro que todas ellas preferirían
que él desapareciera de la faz de la tierra! Entonces: ¿cuál es el mal que
supuestamente se cometería con la ejecución de un asesino? El único mal
involucrado sería el que se le podría ocasionar a él. Pero, asumiendo
que siempre que hablamos del mal hablamos de mal de o para alguien y no de mal
en abstracto, ¿por qué estaría él tan seguro de que su expulsión del reino del
ser sería un mal para otros? Eso no es algo que él pueda determinar. Le
corresponde a otros hacerlo. Y asumiendo que condenarlo a muerte fuera
efectivamente un mal ¿acaso pesa más ese mal que el requerimiento social de
justicia que, ex hipothesi, no es un mal? Después de todo, hay males
necesarios. Opino, por consiguiente, que no se puede deducir de un cliché como
“el mal no se combate con el mal” que la pena de muerte sea en sí misma un
mal.
Me parece que en relación con el castigo
podemos aceptar dos verdades, una analítica y otra sintética. La primera es la
siguiente: todo crimen amerita un castigo. Negar esto es destruir los
fundamentos de toda moralidad social y de toda legalidad y es de hecho
contradictorio. Nadie sensato, imparcial y en sus cabales puede aceptar que
haya crímenes que deban quedar impunes. Esto lo sabemos a priori, en un
sentido técnico de la expresión, es decir, con independencia de la experiencia.
Se trata de una conexión conceptual obvia entre la noción de crimen y la de
castigo. En cambio, lo que ya no puede determinarse a priori es qué
castigo concreto habrá de aplicarse a qué crimen particular. Eso es obviamente
un asunto de experiencia, derivado de un cálculo de consecuencias de decisiones
basado en la experiencia. Por lo tanto, sólo un dogmático irreflexivo podría
pretender sostener a priori que haga lo que haga un individuo éste nunca
será susceptible de la pena máxima. No discutiré aquí cuestiones como la de la
naturaleza humana y nuestros compromisos hacia ella, porque mi exposición al
respecto la expuse en mi trabajo y no he de repetirla. Lo que sí deseo señalar,
en cambio, es que la estrategia que estamos considerando se reduce a intentar
hacer pasar por analítica una proposición sintética. Esto explica por qué,
independientemente de cuán sutil sea la falacia, no deja ésta de tener
implicaciones contra-intuitivas obvias, es decir, consecuencias que no
querremos aceptar. Considérese por ejemplo el caso de los asesinatos en serie
de mujeres que desde hace varios años se cometen en Ciudad Juárez y en Tijuana.
Las víctimas son mujeres jóvenes, modestas, en general obreras de maquiladoras,
empleadas de pequeños comercios, etc. Los asesinatos, por si fuera poco, son de
un sadismo execrable. Se cuentan ya más de 100 mujeres asesinadas de esa
manera. Supongamos que estas acciones han sido realizadas por un criminal
solitario. ¿Puede alguien racionalmente defender a priori la tesis de
que ese individuo, sea quien sea, no merece la pena suprema,
sobre la base de que es un pilar de nuestra racionalidad legal no atacar el mal
por medio del mal y que, por lo tanto, juzgar y ejecutar al depravado en
cuestión sería un acto de injusticia? Dejando de lado la faceta emocional del
asunto (una respuesta así podría ciertamente generar un enfrentamiento personal
peligroso. Pienso en situaciones como la siguiente: el defensor de los
“derechos humanos” del asesino le espeta esto a la madre o el padre de una de
las víctimas. Casi no podría entender el que no se produjera una reacción
fuerte por parte de los afectados), lo que habría sucedido es, como ya
expliqué, que se habrían confundido distintos significados de la palabra ‘mal’,
así como el status de diversas afirmaciones. Dicho de otro modo, es sólo
sobre la base de confusiones que alguien puede hacer suya la idea de que nunca,
bajo ningún pretexto, por ningún motivo puede un “ser humano” ser sentenciado a
muerte y que eso sería responder al mal con el mal. Me parece, pues, que
tenemos elementos que permiten argumentar válidamente en sentido opuesto.
Es de crucial importancia entender que en
todas estas discusiones se manejan implícitamente y de manera simultánea dos
significados de los mismos términos. Esto tiene que ver con el hecho de que
están involucradas dos dimensiones de vida, vinculadas pero diferentes. Me
refiero a la eticidad (o, si se prefiere, a la moralidad) y a la legalidad. La
moralidad es un asunto de personas, de decisiones, valores, etc., esencialmente
personales. Es en relación con los individuos que hablamos de conciencia moral
y, por consiguiente, de deber moral. Es un individuo, una persona quien actúa
moralmente en forma correcta o incorrecta. Ahora bien, también hablamos de
deberes y de valores en relación con las instituciones, pero es obvio que en esos
casos ya no hablamos de deberes o valores morales, por la sencilla razón de que
las instituciones no son personas. No tiene el menor sentido hablar de
“conciencia moral” o, más en general, de moralidad en relación con
instituciones. Éstas no son ni morales ni inmorales, sino justas o injustas
(bien diseñadas o mal diseñadas, útiles o redundantes, etc.). Por lo tanto, el
problema de la pena de muerte, en la medida en que ésta no es entendida como
una revancha personal, no es un problema de moralidad o inmoralidad, sino de
justicia o injusticia. Por consiguiente, lo que es relevante para pronunciarse
son exclusivamente consideraciones de orden social: económico, pragmático,
político, jurídico, etc. Por ello, tratar de introducir vía los términos
comunes a las dos dimensiones (‘deber’, ‘valor’, ‘regla’, ‘responsabilidad’,
etc.) la perspectiva moral es deliberadamente confundir las cosas. El punto de
vista moral es un punto de vista esencialmente personal; tiene que ver con cómo
ve un sujeto las cosas y cómo él se enfrenta a ellas para a juzgarlas y actuar
en tanto que ser libre. En cambio, el punto de vista legal tiene que ver con la
utilidad común, con el bienestar de la sociedad en su conjunto. De ahí que esta
perspectiva sea la más impersonal que pueda haber. Esto da la pauta para salir
de los embrollos causados por la introducción de consideraciones morales: en
lugar de decir “hay que fusilar a este hombre por haber matado a tales o cuales
personas en tales y cuales condiciones”, lo que hay decir es “Para la conducta
consistente en el asesinato de ciudadanos, con tales y cuales características,
condiciones, etc., etc., se prevé la pena de muerte bajo tal o cual modalidad”.
Esto hace ver que no hay nada personal en una decisión jurídica; no se señala a
nadie en particular. Sencillamente se tipifica una conducta evaluada como
particularmente indeseable para la sociedad y se estipula para ella una
sanción, independientemente de que haya alguien que incurra en ella en o no.
Este es el enfoque impersonal que se requiere para instaurar una legislación
justa en torno al castigo.
Este desdoblamiento semántico nos permite
entender mejor la discusión en su conjunto. Podemos hablar, por ejemplo, de
perdonar, pero inmediatamente entenderemos que esta palabra tiene dos sentidos:
el personal y el social, el moral y el legal. Desde luego que es laudable todo
acto personal de perdón. De hecho, se necesita ser muy fuerte para perdonar a
quien le ha hecho un daño a uno, sobre todo si éste ha sido gratuito,
inmerecido, consciente, etc. No obstante, ese mismo ser que perdona en términos
personales no tiene derecho a perdonar en términos sociales, pues entre otras
razones, yo sostengo, no tiene derecho a perdonar por otros. De ahí que sea
perfectamente imaginable una situación en la que, digamos, un juez cristiano le
dice al convicto que asesinó a su hermano: yo te perdono y no te guardo rencor,
pero te condeno a muerte. Y esto no es contradictorio. Lo que sí sería
incoherente sería que él le dijera: como no quiero ser un juez injusto no te
impongo la pena máxima, pero te odio con toda mi alma, pues es el castigo que
creo que mereces. Porque ¿cómo conciliaría el juez semejante divergencia de
actitudes? Él, en tanto que juez, estaría dictando una sentencia que como
persona repudia. En este caso, por lo tanto, con el rechazo de la pena de
muerte tocamos a las puertas de la irracionalidad.
Se dijo que las consideraciones relevantes
para decidir si se implanta la pena de muerte o no tienen que ser de índole
social. Ejemplifiquemos esto. Imaginemos que se detiene a un presunto asesino,
que se realiza una investigación seria e imparcial y que se le encuentra
culpable: ¿qué clase de consideraciones vienen entonces al caso? Cosas como,
por ejemplo, cuánto le va a costar al erario público su manutención, qué
ejemplo se estará socialmente promoviendo con el castigo que se le aplique, qué
beneficios obtendrá la sociedad en su conjunto del castigo que se le imponga, y
así indefinidamente. Lo único que no viene a cuento es preguntar: ¿es
moralmente correcto condenarlo a
muerte?, puesto que la pregunta, además de descontextualizada y por ende
equívoca y engañosa, incorpora las falacias denunciadas más arriba. Esa
pregunta debe ser hecha a un lado, pues es una trampa intelectual dado que, al
carecer de un sentido preciso, se pretende extraer del contrincante una
respuesta que éste no puede dar.
En alguna ocasión escuché a alguien
insidiosamente aludir a “lo que pasa por la mente de un hombre que va al
cadalso”, dando a entender que lo horrible de dicho proceso mental basta para
que se prohíba causarlo. Este es, me parece, un buen ejemplo de corrupción
mental, ya que al tiempo que se magnifica el horror ante la muerte por parte de
un asesino se minimiza el horror de aquellos a quienes él privó de la vida. De
hecho eso equivale, por lo tanto, a ponerse de su lado y eso, pienso, es
justamente un síntoma de corrupción mental. Todos podemos también sin mayores
problemas describir el terror y la angustia de las víctimas de un degenerado,
su sentimiento de impotencia, su desesperación por la idea no volver a ver a
sus seres queridos, por realizar su trabajo, su sensación de abandono,
desprotección, injusticia, etc. Si es por número, creo que pesa mucho más el
terror de muchos que el de uno y de esos terrores ocasionado por un individuo
se debe dar cuenta. En un principio, yo imaginaba que el caso de los niños era
tan evidente que nadie se atrevería a cuestionarlo (ni siquiera los “sin
hijos”). Me parece ahora que la estrategia correcta es la de luchar en todo el
espectro de la criminalidad, demandando que se abra la posibilidad para el
castigo justo para crímenes mayores en toda su amplitud. La razón es que de
todos modos siempre habrá legisladores irresponsables y abogados oportunistas
que se opondrán a medidas certeras de salud pública e intentarán regatear la
ley. No tiene mayor sentido, por lo tanto, limitarse a una clase de casos, por
paradigmáticos que sean. Contrariamente a quienes creen que pueden engañar a
los demás con salidas fáciles, pienso que el bien mayor es la vida y que hay
casos en los que, si de lo que se trata es de imponer castigos justos, lo que
hay que hacer no es emitir una condena a vivir en un reclusorio, sino una a no
vivir. Con base en esto y por todo lo anterior, sostengo que lo que la razón
indica es que toda clase de atentados exitosos contra la vida de otras
personas, sean adultos o niños, hombres o mujeres, debe ser retribuido, si
nuestro objetivo es la justicia, con el castigo máximo.
Es claro, siento, que el mundo está
aproximándose a una situación apocalíptica a nivel mundial. Recesiones
incontrolables, descontento masivo, niveles de vida cada vez peores,
polarización social cada vez más marcada y absurda, contaminación sistemática
de la naturaleza, vida religiosa sustituida por charlatanería y superchería
primitivas, arte decadente, indiferencia cada vez mayor ante el sufrimiento
ajeno, triunfo de la arbitrariedad y la injusticia, conflictos de toda clase,
conflictos sin fin. Mucho de este panorama se debe, como todos entendemos, a la
vigencia de un sistema destructor de plantas, animales y seres humanos que
obviamente no depende de los individuos. Pero me parece igualmente innegable
que mucho del tenebroso aspecto del mundo de nuestros tiempos se debe también a
que sus habitantes humanos no supieron tomar, en el momento adecuado, multitud
de pequeñas decisiones razonables que, aunque a primera vista terribles, de
haberse implementado le habrían ahorrado a la humanidad todo un mundo de dolor.