Confusiones Conceptuales

Y

Crisis Política

(26 de marzo de 2001)

 

 

Es relativamente claro, supongo, que la permanencia del PRI en el poder, dada la descomposición institucional y social que éste había generado, hubiera llevado al país a una peligrosa confrontación de consecuencias impredecibles, aunque imaginables. En este sentido, podemos afirmar que México se salvó en el último momento. Lo que en cambio nunca se previó fue la magnitud de la crisis política que el instrumento de salvación, esto es, el cambio mismo, habría de propiciar. Parecería, en efecto, que diversos actores políticos, llevados por la inercia de su retórica, cayeron en su propia trampa y que ahora están imposibilitados para tomar, con la energía que se requiere, las decisiones que el país necesita. El problema más grave, desde luego, es que uno de esos actores es ni más ni menos que el presidente de la República. Es en verdad difícil no tener la impresión de que, además de los conflictos usuales entre diversas fuerzas políticas operantes, el discurso político oficial se ha convertido en una especie de malla invisible que no permite la acción rápida y efectiva y que de hecho coadyuva a que el país se aproxime a un abismo caracterizado en primer lugar y ante todo por huecos de poder. Digámoslo claramente: estamos acercándonos a un alarmante estado de ingobernabilidad. Esto es algo que no requiere de muchos datos para quedar establecido. Veamos rápidamente algunos de ellos.

 

1)     El más espeluznante hecho político de los últimos tiempos es, evidentemente, la rebelión priista en Yucatán. A estas alturas, casi dan ganas de decir que México tiene no uno sino dos presidentes: el constitucional, i.e., Vicente Fox, y el auto-erigido, viz., Cervera Pacheco. Lo que empezó como un forcejeo político se transformó, ante la pasividad gubernamental, en un descarado desacato a la legalidad y a las instituciones. ¿Cómo ha reaccionado la presidencia frente a este inusitado suceso? De manera puramente verbal. Se nos ha recordado a todos que este es un estado de derecho, democrático, etc., etc., lo cual ha sido equivalente a una total parálisis institucional. Aparte de que la insubordinación del cacique yucateco es por completo ilegal, se están sentando precedentes que tarde o temprano tendrán consecuencias indeseables. ¿Qué pasaría si unos 8 o 10 gobernadores priistas (u otros) se contagiaran del virus yucateco? Independientemente de ello, el punto que más me interesa destacar con este ejemplo es el de que en alguna medida la inacción del gobierno federal se debe a una retórica política en la que ocupa un lugar prominente la noción de democracia: ahora resulta que por haberse insistentemente presentado ante la sociedad como “democrático”, el gobierno foxista no sabe cómo actuar.

 

2)     Los así llamados ‘autos chocolate’ son otro buen ejemplo de farsa política de consecuencias no desdeñables. Por una parte, se deja ver que la frontera es prácticamente una tierra de nadie: allá se hace lo que se quiere. Nuestro “lejano norte” es como era para los americanos del siglo antepasado su “lejano oeste”. Efectivamente: se introducen cientos de miles de autos chatarra, autos de desecho en Estados Unidos, no pagan impuestos, se perjudica a la industria automotriz nacional, finalmente se impone la ilegalidad de una manera afrentosa, pues son los órganos de gobierno quienes ceden y, como era de esperarse, no se acaba de “arreglar” el asunto cuando ya hay medio millón de nuevos coches viejos haciendo cola para que los legalicen. La situación es sencillamente grotesca. Pero ¿cómo impedir que la gente meta libremente sus autos a un país democrático? Pretender imponer un mínimo de orden es ser comunista. Cualquier cosa antes que eso, inclusive la destrucción del país.

 

3)     La beligerancia de la delincuencia organizada constituye un reto abierto, frontal, cínico a las instituciones policiacas y jurídicas de México. La imagen que de inmediato se nos viene a las mientes es la de las hienas que antes de destazar a un viejo león se revuelcan de gusto en su sangre. El viejo león en este caso son, evidentemente, las organizaciones destinadas a controlar, perseguir y castigar el crimen, organizado o espontáneo. Una vez más, la demagogia de los derechos humanos de las “sexo servidoras” (eufemismo hipócrita para ‘prostitutas’), de los delincuentes menores de edad, de los homosexuales, etc., impiden la acción efectiva de los cuerpos del orden. La verdad es que no se entiende qué está pasando: si un delincuente asesina a una persona, se sale “en defensa de sus derechos humanos” (sandez tan descomunal que me niego a comentarla), pero si un policía mata a un pandillero entonces, en primer lugar, no se salva del arresto, aunque sea por unos cuantos días; segundo, tiene que pasar por ignominiosos juicios, investigación, etc.; y, tercero, es probable que se le despida, sentando con ello un precedente más que confirma que no tiene sentido tratar de liquidar el hampa. Es cierto que el exagerado recurso a la idea de derechos humanos en parte se debe a la común acción policiaca de detenciones caprichosas y desapariciones injustificables. No obstante, este otro aspecto del asunto no cancela el anterior, esto es, que la verborrea en torno a los derechos humanos y por ende de la democracia contribuye al clima de triunfo del crimen y derrota de la justicia.

 

4)     Fue vergonzoso en verdad el desafío público al presidente por parte del sector empresarial, cuyo portavoz en persona y sin mayores ambages informó al presidente que dicho sector no apoyaba su reforma fiscal. De nuevo, escudándose en la “libertad de expresión”, propia de todo país democrático, a lo que asistimos es a una clara advertencia (por no decir ‘amenaza’) de un sector de la sociedad (i.e., el único que puede hablar de esa manera, esto es, el de los favorecidos) al presidente constitucional de este país. Éste puede replicar como quiera, pero debe quedar claro que por haber él mismo, en nombre de la famosa democracia, desprovisto a la investidura presidencial de muchas de sus prerrogativas y haberlo manifestado a diestra y siniestra, ahora él no puede contrarrestar los ataques de los insaciables.

 

5)     Una de las muchas lecciones que el movimiento zapatista de liberación nacional ha dado es que sacó a la luz lo que todo mundo ya sabía pero que, por lo menos hasta ahora, no era de buen gusto decir explícitamente, a saber, que Fox no es un panista, en el sentido en que lo son Fernández de Cevallos o Calderón Hinojosa. Éste último se lo dijo con toda claridad en su alocución en contra de la presencia de los zapatistas en el Congreso: “aquí no manda Fox” proclamó (dicho sea de paso, habría que reconocer por lo menos que él sí es un panista congruente, pero no me extenderé para explicar por qué). Así, haciendo caso omiso de realidades políticas, se aprovechan ciertos rasgos formales de la democracia (separación de poderes) y se ata al presidente de manos.

 

Puede, pues, observarse que lo que encontramos detrás de muchas complicaciones factuales (de orden político en este caso) es el concepto de democracia. Infiero no que haya que rechazar dicho concepto ni, por consiguiente, los ideales y las propuestas concretas de organización social con él asociados, sino que hay que precaverse de las confusiones conceptuales y teóricas a que da lugar. Obviamente, la palabra ‘democracia’ tiene un significado lógicamente complejo y que, por lo tanto, exige dilucidación. Dicho significado no sólo tiene rasgos semánticos peculiares, sino multitud de connotaciones que parecen sumarse a ellos y que, no obstante, no forman parte de él. Que hay algo de peligroso y dañino en el concepto usual de democracia se ve con toda claridad por el hecho de que le permite a muchos declararse contentos cuando a su alrededor hay millones de personas arrastrándose de hambre. El manejo turbio del concepto de democracia les permite dormir tranquilos, como si a esos muertos de hambre (pocas cosas hay quizá tan odiosas como el hambre de un niño ni tan humillantes como la de un hombre) les pudiera importar una brizna su tan celebrada democracia. Y ¿cómo olvidar lo que ya se ha dicho hasta la saciedad, esto es, que en nombre de la democracia se puede intervenir en los asuntos internos de otros países, bombardear ciudades ilustres, como Bagdad, o adiestrar a legiones de matones a sueldo como los “contras” nicaragüenses? A decir verdad, el concepto de democracia se vuelve detestable en la medida en que tienden a apropiárselo y a convertirlo en su caballito de batalla los demagogos y los ideólogos de las más bajas calañas y quienes, una paradoja más del mundo mexicano, son prácticamente los únicos que tienen acceso a los medios de comunicación (eso se llama, si no me equivoco, “democracia comunicativa”). Muchas otras “virtudes” se pueden añadir a esta lista de usos malévolos (me rehúso a recurrir a zedillismos ridículos y a hablar de “malosos”) del concepto de democracia (aunque lo interesante realmente sería determinar si esos usos son inevitables), pero aquí me limitaré a enunciar uno más, particularmente pernicioso en nuestra realidad política. Me refiero al hecho de que, siendo el nuestro un sistema presidencialista, el concepto de democracia se presta a la perfección en el juego político para neutralizar al presidente mismo, que es la figura política central del país, con todo lo que eso implica. Si en nombre de la democracia se intenta a toda costa bloquear al presidente en su esfuerzo por llevar a cabo su política conciliatoria en Chiapas y se le cuestiona públicamente ¿por qué no pasará lo mismo, mutatis mutandis, en los sectores policiacos, judiciales, empresariales y demás? O se juega con las reglas prevalecientes o se reforma el país, pero lo que no se puede hacer es mantener el sistema presidencialista y pretender jugar con reglas de la democracia parlamentarista. Por ejemplo, mientras la UNAM no se reforme se tienen que acatar las decisiones de la Junta de Gobierno. Si se quiere otro sistema (como creo que cualquier ser pensante desearía), habrá que reformar la UNAM y se supone que para eso habrá pronto un congreso universitario. Pero  lo que en todo caso no se puede hacer es pretender que en el marco actual valgan reglas de una UNAM reformada. Eso es contradictorio y no funciona. Y si en la UNAM un intento así generaría un caos insostenible (que de hecho fue un poco lo que pasó con la última huelga), en el plano de las instituciones políticas el daño es incomparablemente superior. O sea, es de sospecharse que en este vacío político en el que estamos viviendo la idea de democracia, entendida ya casi como parlamentarismo anti-presidencial, está desempeñando un papel nocivo, al cual no hay que dejar pasar por alto. De ahí que si estamos al borde de la ingobernabilidad, ello parcialmente se debe también a un exceso de “democracitis”, el cual brota de una incomprensión respecto a lo que es la democracia, es decir, surge de una incomprensión conceptual. Esto muestra, dicho sea de paso, que el mundo de las ideas (la teoría) no está separado o cortado del mundo de la acción (la práctica) y que sólo un ingenuo podría pensar algo así.

 

      Las consecuencias de este estado de cosas son palpables y delicadas. Para empezar, se deja al presidente de la República, sea quien sea, completamente solo y sin fuerza frente a los gobiernos extranjeros. Los gobiernos priistas siempre se escudaron, para evadir la presión norteamericana, en la CTM, en la Revolución Mexicana y hasta en el EZLN. Pero ¿a qué puede apelar Vicente Fox cuando el gobierno de G. Bush Jr. le exige que abra las puertas de la petroquímica, del sector eléctrico, de puertos, carreteras y demás? El partido oficial, esto es, el PAN, en nombre de la democracia, le dio oficialmente la espalda en el Congreso y la oposición, por constructiva que sea, sigue siendo oposición. ¿Cómo puede entonces un presidente de un país de régimen presidencialista cumplir con sus funciones patrióticas si, en nombre de la democracia, de facto ya no es quien manda? La situación es mucho más seria de lo que parece.

 

      Yo pienso que Vicente Fox tuvo que llegar a la presidencia y trabajar en ella durante 100 días para empezar a entender la peculiaridad de su puesto, para apreciar debidamente el carácter crucial de la investidura, para comprender que pueblos tan desprotegidos como el mexicano no pueden darse el lujo de operar políticamente como si estuviéramos en Inglaterra (que, por otra parte, ni mucho menos es el ideal). Ya es hora de que el presidente de México se libere de las connotaciones melosas y profundamente dañinas del concepto de democracia: el lenguaje vernácula y coloquial, las poses de paisano confianzudo, los qui pro quo con cómicos. Eso no es democracia. Eso es demagogia. La democracia no está reñida con la ley, con el orden, con el castigo justo. Pensar que “perdonar” al delincuente, de la estirpe que sea, (perdonando por las víctimas y, claro está, sin su consentimiento), no multar a quienes transgreden la ley, en el dominio que sea, ceder a las presiones de grupos de poder, nacionales o extranjeros, es ser democráticos es estar confundido. La democracia, además de un mecanismo electoral, debe ser entendida como un efectivo sistema social de protección. Es de vital importancia para nuestro país, en su presente y en su futuro, que el presidente de la República se identifique realmente con su papel, que es el que le confiere tanto la Constitución como la historia de la nación, que se lo tome en serio y que, en aras de todos aquellos millones que dependen de sus decisiones, pase a la acción directa de modo que no quede mañana en la memoria del pueblo de México al lado de los execrables Santa Annas y los Porfirios Díaz y como una decepción más para un nación que a final de cuentas se confió a él.