Contradicciones Populares

y

Despolitización Masiva

(9 de abril de 2001)

 

 

Algo debe estar profundamente mal en una filosofía y en una teodicea que, como las de Leibniz, culminan en la idea de que este es el mejor de los mundos posibles. Admito que, al igual que Voltaire, por más que me esfuerzo no logro convencerme de que muchas cosas no habrían podido ser diferentes ni de que las consecuencias que hubieran entrañado necesariamente hubieran sido perjudiciales para la humanidad en su conjunto. Por ejemplo, ha habido espantosos accidentes de avión en los que han perecido cientos de personas y dichas catástrofes se han debido a menudo a meros descuidos de negligentes mecánicos. Yo supe, por ejemplo, de un niño campesino cuyo padre murió por la picadura de un animal y cuya madre murió al momento de dar a luz. Me pregunto: ¿habría sido peor el mundo si un inspector hubiera sido un poquito más exigente y se hubiera reparado debidamente el motor del avión o si ese niño no se hubiera quedado completamente solo en el mundo? Intelectualmente, me rehúso a aceptar dicha “hipótesis”. Desde luego que siempre podremos jugar con un sinnúmero de situaciones lógicamente posibles conectadas con el hecho que nos interese. Por ejemplo, se podría argumentar que Dios podría demostrarnos (en el sentido lógico de la expresión) que en uno de los aviones accidentados iba un pasajero que, de no haber muerto, habría sido la causa de la tercera guerra mundial o que si el niño del que hablo no se hubiera quedado huérfano sus padres lo habrían atormentado hasta volverlo loco de dolor. Por eso Él, en toda su clarividencia, habría visto que era mejor que el avión se cayera y que el niño perdiera a sus padres. Pero es obvio que respuestas como estas nunca nos dejarán satisfechos, dado que de inmediato podremos volver a preguntar por qué tendría ello que haber sido así. Sospecho, por consiguiente, que juegos verbales como esos no alcanzan siquiera el status de especulaciones serias y que en el fondo no son otra cosa que una expresión retórica de satisfacción por parte de quienes no han conocido otra cosa en la vida que bienestar y placer; de ahí que otra función del uso de la fórmula ‘este es el mejor de los mundos posibles’ sea también la de permitir que el hablante exprese de manera velada su decisión de hacer todo lo que esté a su alcance para que las cosas sigan como están. Es, creo, para gente así que el dictum de Leibniz tiene sentido y funciona. Como no aspiro a identificarme con semejantes afortunados (los “beautiful people”), de buena gana reconozco que no logro todavía captar la “lógica” del cosmos y que, a pesar de ser la creación de un ser perfecto, el mundo me parece más bien imperfecto y pletórico de contradicciones de toda índole. Ahora bien, en la medida en que no pretendo estar enterado de los arcanos de la divinidad, no tengo una explicación de por qué la vida en el planeta se ha convertido para cientos de millones de personas no en el mejor sino, pace Leibniz, en el peor de los mundos posibles.

 

      Ahora bien, si dejamos las elucubraciones grandiosas sobre el mal que permea al universo en su totalidad y modestamente nos concentramos en problemas cotidianos, muchos de los conflictos que nos aquejan resultan explicables. En lo que a mí concierne, hay un cierto fenómeno social, una cierta contradicción generalizada, una cierta forma de ingratitud (inducida) que me llama mucho la atención y que me hace pensar que en realidad no es Dios el causante de muchos de los males del mundo sino (en algún sentido) la gente misma. O sea, la gente padece por situaciones que ella misma crea o padece porque ella misma obstaculiza la solución de sus problemas. Es verdad que a menudo dan ganas de preguntar: ¿qué diablos quieren?: no protestan ni se inconforman cuando se les trata como esclavos o como animales y en cambio sí lo hacen cuando objetivamente se les está ayudando. O inclusive puede darse el caso de que la gente proteste tanto si recibe ayuda como si no la recibe! En la clase de casos que tengo en mente, sin embargo, pienso que hay una explicación relativamente fácil de construir, pero antes de delinearla quisiera ejemplificar rápidamente lo que he dicho.

 

      Como todos sabemos, el PRI propició y fomentó la corrupción en prácticamente todas sus modalidades y una ejemplar fue la de dispensar concesiones para operar el transporte público. Como jinetes del Apocalipsis hicieron entonces su aparición, en época de Manuel Camacho, los tristemente famosos microbuses. Los choferes, a la sombra de una ilegalidad funcional y efectiva, se han dedicado a desquiciar el tráfico en la Ciudad de México: se estacionan en doble y hasta en tercera fila, nunca respetan los reglamentos referentes al número de personas que pueden subir, a las luces, a los estados de los vehículos, a la seguridad, manejan bajo la influencia de drogas o alcohol y cometen tropelías de toda clase que tanto transeúntes como conductores conocemos y, estoy seguro, detestamos. Que estemos rodeados de pelafustanes no es algo que pueda ya sorprendernos, pero lo que sí es increíble es la reacción popular frente a las medidas del  gobierno capitalino. En efecto, cuando por fin una administración del Distrito Federal se propone en serio (como se dice) “meterlos en cintura”, esa misma población que diariamente se ve afectada por los microbuseros se vuelca, debidamente manipulada desde luego por un sistema programado de desinformación, en su contra y, muy en especial, en contra del jefe del gobierno capitalino, esto es, Andrés Manuel López Obrador. En verdad, la reacción popular es, vista en contexto, simplemente incomprensible, esto es, de locos. Eso, empero, no la hace inexplicable.

 

      Otro caso formidable de inconsistencia colectiva nos lo proporciona el célebre horario de verano. Hasta donde yo recuerdo, durante mi infancia y mi pubertad nunca se requirió en México dicho cambio y no creo que en los últimos 30 o 40 años se hayan producido cataclismos siderales tales que ahora tengamos, por razones de astronomía, que modificar nuestros horarios y, en verdad, nuestras vidas. Se trata, por lo  tanto, de una exigencia nueva, relacionada básicamente con la vida económica de los países. Es cierto que las alteraciones que la modificación del horario acarrea pueden ser menores, intrascendentes, fáciles de asimilar, etc., si bien es igualmente innegable que ocasionan molestias y hasta problemas, de seguridad por ejemplo. La pregunta es: ¿por qué se plantea, por qué surge el problema? El gobierno federal, el cual tiene que manejar multitud de variables económicas y por su voluntaria sujeción a los organismos financieros internacionales y a los mecanismos mundiales de transacciones, operaciones bancarias y sobre todo bursátiles, trata de actuar en función de ellos, para lo cual pretende obligar a la población nacional a ajustarse a esos requerimientos, que por otra parte son perfectamente objetivos. El problema radica en que se incurre en el ancestral error político de mentirle a la gente, es decir, en no explicarle de lo que en el fondo se trata; se opta entonces por contarle un cuento de hadas concerniente al ahorro de electricidad y cosas por el estilo, como si, digamos, 8 horas de alumbrado una hora antes o una hora después representara algún ahorro en absoluto. Probablemente la población del país aceptaría en última instancia alterar sus hábitos, sus rutinas, sus vidas, para que los señores banqueros pudieran realizar con toda tranquilidad sus cuantiosas operaciones después de un reparador sueño, pero lo menos que puede esperarse es que se le diga eso a la gente y que no se le engañe. En esas circunstancias, aparece un político que se opone a que la población de todo un país se adapte a los requerimientos de la clase financiera, defiende por lo tanto objetivamente los intereses de la población pero, como si se tratara de un cuento de horror, la población se le echa encima y lo acusa de entorpecer la labor presidencial, de ser retrógrada, ignorante, etc., etc. Esto puede que no sea locura colectiva, pero la verdad es que es algo que se asemeja mucho a ella.

 

      Un ejemplo más es el de las medicinas y los alimentos, que tarde o temprano habrán de ser gravados con un 15 % (quizá un poco menos), lo cual significará que las multitudinarias clases trabajadoras y explotadas del país (¿estaré viendo espejismos y no hay tal cosa?) habrán dado con firmeza un paso más en la dirección de la miseria y la vida de subsistencia. Naturalmente, entiendo que si alguien no puede en este momento comprar, e.g.., ciproxina, mucho menos lo hará después y, por lo tanto, entiendo que esa persona que no estará en posición de comprar antibióticos caros no pagará el tan debatido IVA. Pero también entiendo que todo eso es una cruel burla al hombrecito sencillo, común y corriente, aquel cuyos hijos asisten a la escuela de gobierno, que van una vez al mes al cine (si van), a los que las televisoras embrutecen todos los días con programas baratos y vacuos, cuya esposa tiene que trabajar dos y hasta tres jornadas para salir adelante, que no conocen de trámites fiscales, por consiguiente no hacen su declaración anual y, por lo tanto, no son susceptibles de recuperar nada por parte de la Secretaría de Hacienda, etc., el cual tendrá menos todavía que ofrecerle a su familia. Y he aquí que aparece un partido y una persona en especial que abierta y valientemente se opone a que se le imponga al mísero presupuesto de millones de personas un nuevo brutal “diezmo” y sucede entonces lo inconcebible: esas mismas personas a quienes se intenta proteger se levantan en contra de su defensor, por estar éste bloqueando sistemáticamente la labor del presidente de la República. ¿Es una reacción así siquiera comprensible? A primera vista no, aunque creo que en el fondo sí hay una explicación, sencilla pero contundente, como trataré de hacer ver más abajo.

 

      Ejemplos como estos abundan: temor e ira por la inseguridad prevaleciente, pero oposición de la población a las diligencias de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal (el caso Stanley es un buen ejemplo de ello); enojo de la gente cuando el C.G.H. arbitrariamente cierra la Universidad Nacional, pero inconformidad de la misma cuando las fuerzas del orden entran a Ciudad Universitaria para desalojarlos; emigraciones cíclicas de turistas hacia los Estados Unidos, las cuales representan importantes aportaciones de dinero para ese país, a sabiendas de que allá altos porcentajes de ellos se convierten automáticamente en ciudadanos de segunda categoría y son tratados en concordancia; descontento por la falta de agua, pero oposición sistemática al pago de la misma, que es lo único que puede garantizar su suministro; preocupación por el destino de los niños y de los adolescentes y fuertes expresiones de simpatía por la Trevi y su banda de degenerados; disgusto por el estado de la ciudad, pero retraso constante en el pago de impuestos. Otra modalidad de esta peculiar ingratitud consiste en quejarse independientemente de los esfuerzos desplegados por recomponer la ciudad, una ciudad abandonada a su suerte desde hace lustros. Ejemplos ciertamente no faltan: se vuelven a pavimentar las calles, se desasolva el sistema de aguas negras, se podan los árboles, se arreglan los parques, etc., y de todos modos la gente critica y protesta. La gente simplemente “no ve” lo que se está haciendo. Aquí el interrogante es: ¿cómo es eso posible? ¿Cómo nos explicamos dicho fenómeno?

 

      El panorama global es, si la descripción que hemos hecho es correcta, de contradicciones colectivas, grupales, masivas. Una consecuencia obvia de dichas inconsistencias es que, en la medida en no están sólo “en las mentes de las personas” sino que inciden en sus decisiones, constituyen el caldo de cultivo idóneo para la implementación de políticas anti-sociales. Si el pensamiento es incoherente, la manipulación es más efectiva. Pero debería ser claro que contradicciones como las que he ilustrado no son innatas ni son una prueba de que al ciudadano medio le falta sentido común o de que es tonto. Lo que la incapacidad para reconocer a los genuinos amigos y a los verdaderos enemigos políticos revela no es ni bajo coeficiente intelectual ni subdesarrollo mental; lo único que pone de manifiesto es que el programa de despolitización sistemática de la gente y su manipulación por parte de descarados locutores y políticos demagogos ha tenido éxito. En efecto, si hay algo de lo que adolece (y por lo que sufre) el pueblo de México es ante todo de ceguera política, de desorientación ideológica. Sin duda, uno de los objetivos de los gobiernos en general es despolitizar a sus masas, porque dicha despolitización equivale a su desprotección mental y es sólo desprotegidos mentalmente como se les puede manipular y manejar. México ejemplifica dramáticamente esta horrorosa verdad.

 

      La despolitización de las masas es un complejo fenómeno cultural no sólo nacional, sino mundial. Es un narcótico intelectual, inoculado permanentemente, y que tiene, entre otros objetivos, el de hacer redundante la represión. Una de las muchas formas que reviste es, por ejemplo, la del incesante uso de ciertas nociones que, aunque fácilmente distorsionables, tienen fuertes connotaciones positivas. “Democracia” es una de ellas. Se trata de una noción tan noble que quien la enarbola automáticamente se vuelve inatacable y ya sabemos quienes se la han apropiado (muchos genuinos y bien conocidos anti-demócratas, por ejemplo). Otra noción de esas es “inversionistas”, grupo no identificado formalmente pero sí de facto como aquellos que se quedaron con todo lo que en otros tiempos fue propiedad estatal. Son siempre los mismos y son, gracias a la “libre empresa” (otro de los conceptos favorecidos) los únicos para los cuales nunca hay crisis. Otra forma de despolitizar a las personas es proporcionándoles información que les es completamente inútil y carente de interés. ¿Tendría por que importarle, por ejemplo, al ciudadano normal de Zacatecas, al de Tlaxcala, al de la Ciudad de México (o, en verdad, al de Tokio, al de Río de Janeiro, etc.) el índice de cotizaciones de la bolsa? Claro que no. Y, sin embargo, lo atiborran de información que ni siquiera comprende, generando la impresión de que toda la vida económica nacional (y mundial) gira en torno a las altas y bajas de la bolsa e induciéndolo por lo tanto a desear con toda su alma que le vaya bien a los inversionistas. Eso es un engaño total. Es de esta manera como se inculcan ciertas categorías que impiden reflejar la verdadera naturaleza de los conflictos sociales. Ya no se habla de conflictos de clase, de capitalismo (¿hay tal cosa?), de explotación (¿en qué libro de historia leí esta expresión?), de enajenación (¿no es ese un término de manuales políticos subversivos?), etc., y, por lo tanto, ya no se dispone de un vocabulario ad hoc para dar cuenta de los problemas políticos y sociales de un modo que se les pueda enfrentar. Es, pues, explicable que, por haber sido desprovista del instrumental lingüístico adecuado, la gente no pueda describir lo que le pasa y, por consiguiente, no pueda pensar correctamente y actuar al respecto, que es a final de cuentas lo que importa.

 

      El modo como se rompe este yugo intelectual y práctico es, desde luego, tratando de poner en circulación un nuevo léxico (lo cual lleva tiempo y exige que haya pensadores comprometidos), pero también mediante el lenguaje de los hechos. Por muy hipnotizado que esté por la tramposa verborrea de los ideólogos del momento (ideólogos sin adjetivos), las realizaciones concretas, los hechos, las acciones concretas objetivamente en favor del ciudadano medio terminan por romper las cadenas mentales con las que se le esclaviza. Por ello, estoy seguro de que el vecino de Iztapalapa, el colono de Tláhuac, el habitante de Ixtacalco, el residente de Azcaptzalco, etc., se quitarán poco a poco, gracias a la pertinaz acción del actual gobierno del Distrito Federal, las nefandas telarañas mentales que les impusieron los que hoy mandan, superarán sus actuales contradicciones y sabrán, cuando se requiera, elegir a quienes en el actual espectro político son sin duda alguna sus mejores opciones.