¿Despistolización o Desprotección?
(5 de febrero de 2001)
La verdad es que a menudo es difícil entender la lógica de las resoluciones y las políticas gubernamentales. Por la cantidad de implicaciones indeseables de múltiples decisiones y acuerdos a los que se llega en todas las esferas de poder, es imposible no tener la sensación de que rara vez se piensa a fondo lo que se impone y que el objetivo central es de una u otra forma maniatar a la sociedad, taparle la boca, dejarla a merced del crimen organizado y así sucesivamente. Esto explica, y hasta cierto punto justifica, la nueva tendencia (un tanto exagerada) de intentar hacer partícipe a la población en las decisiones de gobierno, inclusive cuando se trata de temas que simplemente no son de su incumbencia. Tal es el caso, por ejemplo, de la tristemente famosa polémica concerniente a los cambios de horario en verano y en invierno. Aunque no me propongo discutir el tema en estas líneas, no puedo evitar decir que la propuesta de consultar a la gente para decidir qué hacer es demagógica, torpe y abiertamente contraria a la razón (o mejor dicho a las razones, porque las hay y muchas). Podemos, pues, pronosticar desde ahora que serán múltiples y de lo más variadas las consecuencias negativas para la población en su conjunto (precios, falta de energía, complicaciones en toda clase de transacciones, etc.) por no haber tomado con firmeza una decisión en relación con la cual yo diría que la ciudadanía ni siquiera tiene, estrictamente hablando, derecho a intervenir. Se trata de un asunto de competencia gubernamental no popular, por más que como cualquier otra medida de gobierno, ésta incida en la vida de los habitantes. Pero, repito, no es mi propósito enfrascarme aquí en una discusión respecto a los excesos de “democracia” en los que ahora con gusto se incurre. Me limito a señalar que una de las posibles motivaciones de actitudes políticas como la de organizar encuestas y consultas populares para decidir algo acerca de cuyas consecuencias, positivas o negativas, la gente no tiene ni idea podría precisamente ser el deseo de romper con una tradición gubernamental de autoritarismo irracional. El quid del asunto está, evidentemente, en que no por ser autoritaria una decisión de gobierno es automáticamente improcedente o injusta y que lo que hay que aprender es a distinguir entre decisiones autoritarias anti-sociales y medidas autoritarias benéficas socialmente, para rechazar las primeras mas no las segundas. Al parecer, sin embargo, estamos todavía lejos de alcanzar niveles aceptables de discernimiento y sentido común.
En
estas páginas quisiera encarar otro asunto de política interna y que, a primera
vista por lo menos, contradice la insinuación inicial de que hay un sinnúmero
de decisiones gubernamentales que no son prima facie comprensibles o que, en el mejor de los casos, son
controvertibles. Me refiero a la campaña de despistolización que con intensidad
ha empezado a desarrollarse y que incluye, entre otras medidas, la de
intercambio de armas por despensas. Una vez más, parecería que lo que se hace
es combatir, de manera totalmente superficial, síntomas y no causas. En otras
palabras, no se resuelven los problemas, puesto que no se les enfrenta en sus
raíces, en sus fuentes, sino que más bien se trata de suprimir algunas de sus
expresiones. Veamos por qué ello es efectivamente así.
Es
un hecho que en México hay un mercado negro de armas, sin ser nuestro país
(como Brasil, por ejemplo) un productor y exportador de ellas. La variedad de
armas que se pueden adquirir es considerable, pero francamente nada
extraordinario. Básicamente, lo que se puede obtener son pistolas de diverso
calibre, algunas clases de rifles y escopetas y hasta ametralladoras. Para el
arsenal de lo que se produce en el mundo la oferta es, pues, bastante limitada.
No obstante, es innegable que, por más que se trate sobre todo de pistolas, la
cantidad de armas en circulación plantea un riesgo social digno de ser
considerado cuidadosamente. Aquí es menester formular varias preguntas y la
principal me parece ser la siguiente: ¿por qué hay tal cosa como un mercado
negro de armas?
Preguntémonos
primero por qué hay mercados negros, de armas o de cualquier otro producto. La
existencia de un mercado negro apunta a la existencia en un país de una ruptura
entre su legalidad y los requerimientos reales de la sociedad. En países como
Cuba, por ejemplo, hay un mercado negro de divisas, siendo las razones relativamente
obvias. El gobierno cubano, naturalmente, necesita disponer de divisas y
agenciárselas prácticamente como sea, puesto que (como se sabe) hay una
conspiración mundial para no hacer a su moneda convertible y Cuba tiene que
comprar multitud de mercancías en otros países; hay, por ello, tiendas y
servicios que, dada la peculiar (y no por ello incomprensible) situación de
Cuba, se pagan en monedas fuertes y a los que, por razones tan obvias que me
las ahorro, el ciudadano cubano medio no tiene acceso. Sin embargo, también él
puede en principio adquirir ciertos productos que normalmente se venden en
divisas y que no encuentra en los almacenes estatales, a condición claro está
de que las consiga, a sabiendas de que, por otra parte, no puede obtenerlas en
el banco. El ciudadano cubano, por lo tanto, se ve forzado a adquirir las
divisas que necesita, y por las cuales paga cantidades exorbitantes de dinero
cubano, en el mercado negro. Éste, por consiguiente, es por así decirlo un mal
necesario y, en el caso concreto de Cuba, es evidente que su erradicación
depende de medidas que se tomen no en La Habana, sino en otros países
(especialmente, en Estados Unidos). Es, pues, claro que mientras no se permita
la normalización de la vida en Cuba y su integración en la economía mundial, la
única forma de permitir que la población cubana adquiera ciertos bienes y
servicios (como viajar al extranjero, cuando las embajadas les conceden visas a
los ciudadanos cubanos) es generar un mercado negro, en este caso de divisas.
Lo importante de todo esto es que la existencia de un mercado negro no es ni
resultado de una decisión personal ni un fenómeno incomprensible: se gesta en
el seno de una sociedad cuando hay una necesidad general imposible de
satisfacer por el estado en cuestión.
Traspasemos
este razonamiento al caso del mercado negro de armas en nuestro país. Podemos
entonces, mutatis mutandis, afirmar que por una parte hay un
requerimiento social urgente no satisfecho y por la otra una sorprendente
incapacidad gubernamental de solucionarlo. El requerimiento en cuestión es,
cualquiera lo adivina, la radical inseguridad en la que vive el ciudadano
mexicano medio: si no se es banquero, magnate o miembro del jet set, en
cualquier momento a cualquier persona
le puede pasar cualquier cosa. Así es como se vive en el México de nuestros
días. La inseguridad en cuestión brota del indigerible coctel que conforman la
afrentosa desigualdad social (que llega hasta a hacer pensar a los favorecidos
que son intrínsecamente mejores que los desheredados) y, evidentemente, la
ineptitud y la corrupción de las policías y el sistema judicial (códigos
penales incluidos). Ahora bien, frente a la injusticia cotidiana del ciudadano
mexicano medio, lo que éste hace (en proporciones, además, mínimas) es tratar
de conseguir algo con que defenderse frente a lo que son las permanentes
agresiones de toda clase de mutiladores, bandoleros, violadores y toda la
caterva de maleantes que hacen de la vida a lo largo y ancho del país una
aventura incierta. Así, por una parte, el ciudadano está en constante peligro,
las instituciones destinadas a protegerlo no lo hacen, si por casualidad se
logra dar con el agresor las que tienen como misión impartir justicia y
castigarlo operan en forma inversa y, por la otra, cuando ya casi abandonado a
su suerte el individuo busca un mecanismo para defenderse (en su vida, la de
sus seres queridos o su propiedad), entonces nuestras preclaras autoridades,
apelando a principios descontextualizados y a argumentos inválidos, promueven
el dejarlo desarmado, inerme, indefenso
frente a los virus sociales que todos los días del año lo lastiman. ¿Es
esto comprensible? Confieso que para mí no del todo.
Lo
que tenemos que preguntarnos es: ¿qué es lo que se tiene que combatir en México:
el mercado negro de armas o la posesión legal de las mismas? Que quede claro:
ni mucho menos estoy en favor de la violencia callejera, pero sí estoy
decididamente en contra de la indefensión en la que se quiere dejar del
ciudadano normal, al hombre que trabaja y paga impuestos, que mantiene una
familia, que vive pacíficamente y que es puesto por las autoridades ante la
alternativa de dejarse asaltar por
algún canalla o acabar en los separos de la policía por posesión ilegal de
armas. Pero suponiendo que pudieran legalmente comprarse: ¿cuáles serían los
lineamientos a seguir para reducir al máximo los riesgos sociales del acceso
indiscriminado a armas de fuego? Para avanzar una respuesta mínimamente
razonable tenemos que ser crudamente realistas.
Es
evidente que no hay tal cosa como LA solución al problema de las armas y su
potencial empleo. Lo que sí hay, en cambio, son conglomerados de medidas
enmarcadas en una concepción realista de la vida contemporánea. Desde esta
perspectiva, parecería que lo primero que se tiene que hacer es modificar
drásticamente los códigos penales, haciendo mucho más severas de lo que son las
penas para los delincuentes. Esta me parece una condición sine qua non.
Sin retribución adecuada no hay justicia: yo estaría dispuesto a presentar esto
como una verdad analítica. Esto, por otra parte y debidamente contemplado,
implicaría una profunda reforma del sistema penitenciario, de manera que pasara
de estar constituido como en la actualidad por centros de recreación para
convertirse en centros de expiación de culpas vía el trabajo forzado
(remunerado, desde luego). En segundo lugar y en armonía con la atmósfera anti-socialista
y comercialera que reina en el mundo, lo coherente sería abrir el mercado de
las armas. No veo por qué si se aboga por la comercialización de las drogas no
puedan esgrimirse exactamente los mismos argumentos en favor de la
comercialización de las armas de fuego. En verdad, a mí me parece que así como
es más seguro el tráfico vehicular cuando, a pesar de los infractores de
siempre, los conductores están obligados a tener licencias de manejo, también
es más segura una sociedad en la que, aunque siempre habrá gente que actúe por
fuera de la ley, todo aquel que quiera tener un arma esté debidamente
registrado como poseedor y eventual portador de ella. Esto último requeriría,
claro está, cambios serios en lo que es la dotación de permisos para la posesión
y portación de armas de fuego. En México, es un hecho que no hay clubs de tiro
al blanco, escuelas para el manejo de armas, etc., por lo que es a la falta de
ese servicio y, por ende, a la falta de pericia de las personas, a lo que
habría que atribuir los innumerables accidentes que se producen. Todos sabemos
que, salvo para los prepotentes guardaespaldas profesionales que operan en
discoteques o que van aparatosamente vigilando carros de funcionarios,
artistas, magnates, etc., (esto es, para los congéneres de la peor calaña) es
prácticamente imposible para una persona obtener un permiso. Las condiciones
para ello son realmente ridículas. De hecho, poco falta para que le exijan a
uno carta de buena conducta de la escuela en donde cursó la preprimaria o la
estrellita que le pusieron en la frente cuando se portó bien en el kinder!
Cuando uno va a la tienda de armas de la SEDENA, lo que se encuentra son armas
inservibles, obsoletas, caras, etc. Además, es hasta una trivialidad afirmar
que genera más violencia la violencia no contrarrestada que la violencia para
la cual hay elementos de disuasión. Es por todo lo que se ha dicho que la
situación actual constituye un caldo de cultivo idóneo para el mercado negro de
armas. Yo pregunto: ¿hay o no fundamentos sociales para dicho fenómeno? Y sobre
todo ¿radica acaso la solución en la emisión de un úkase, un decreto,
presidencial u otro, en abstracción completa de la situación real en la que
vive sumergida la gente? No es así, pienso, como se avanza en la resolución de
los problemas sociales. Lo que es inaceptable es imaginarse que se están
tomando decisiones para lo que sería un mundo ideal, un mundo en el que la
policía funciona, los jueces no son prevaricadores de ninguna índole, las leyes
se respetan, las autoridades están genuinamente interesadas en el bienestar de
la población y así indefinidamente, para luego aplicarlas al mundo real. Ese
modelo de razonamiento es de una torpeza mayúscula. Estoy seguro de que todos
los seres humanos estaríamos de acuerdo en que en una sociedad perfecta sería
enteramente apropiado (aunque probablemente redundante) promulgar leyes para
evitar la adquisición de armas de fuego. El problema es que no vivimos en una
sociedad así y que, por lo tanto, la pretensión de traspasar leyes ideales a
mundos imperfectos habrá de inevitablemente de dar lugar a leyes inadecuadas y
contraproducentes.
Hay
otro aspecto del asunto que merece ser señalado, y ello no con el fin de
ridiculizar la óptica de las autoridades, sino para descubrir nosotros mismos
lo que es el enfoque adecuado. La sociedad mexicana (con un nivel de cuarto año
de primaria) es una sociedad inerme, tanto física como mentalmente. El que haya
brotes o conatos de auto-defensa, así como hay núcleos de cultura, no convierte
a la sociedad en una sociedad armada. Puede afirmarse que el ciudadano normal
armado no usaría su arma a tontas y a locas. En cambio, quienes sí están
armados y usan sus armas son los hampones, quienes obviamente no van a acatar
la ley. Por lo tanto, toda política efectivamente benéfica de despistolización
debe estar dirigida en primer término hacia los armados-agresores, no hacia los
armados-defensores, es decir, quienes no buscan otra cosa que actuar en
legítima defensa. Después de todo, hay tal concepto y ¿cómo podría hablarse de
legítima defensa si no podemos hablar legítimamente de defensa? ¿Acaso la
despensa que se le pueda proporcionar a una familia a cambio de su calibre 22
le garantiza a ésta que al día siguiente no se verá brutalmente agredida por
algún gatillero que ciertamente no habrá intercambiado su apero por, e.g.,
tres kilos de arroz y dos de frijol? ¿No es, pues, la propuesta abiertamente
grotesca? La campaña en cuestión, por consiguiente, es en el fondo una campaña
profundamente anti-social, por cuanto contribuye a incrementar la indefensión
del ciudadano y a facilitar (y en verdad, propiciar) la acción de los
criminales.
Hay
otro punto que merece ser mencionado. Lo que en el fondo preocupa a las
autoridades es más que el uso, por así llamarlo, ‘civil’, el uso político de
las armas. Metafóricamente: está más preocupada por la introducción de armas al
país la Secretaría de la Defensa Nacional que la Secretaría de Seguridad
Pública. Lo que podría resultar peligroso sería la proliferación de guerrillas,
urbanas o campesinas, el terrorismo generalizado, etc. Pero quiero pensar que
ni los legisladores de este país osarían imaginar que dichos fenómenos se
combaten por medio de decisiones senatoriales. Esos fenómenos se acaban cuando
se dota a la población de comida, escuelas, salubridad, higiene, etc., es
decir, cuando se les confiere a los seres de nuestra especie toda la dignidad
de las auténticas personas. La represión en contra de la cual todos (o por lo
menos muchos de nosotros) estaríamos dispuestos a sublevarnos es la dirigida en
contra de peticiones elementales (como desayunos escolares), de exigencias
básicas (como asistencia médica), de derechos pisoteados (niños obligados a
trabajar, prostitución infantil). Si alguien lucha por cosas como esas y se le
reprime, hay que salir a la calle y expresar nuestro repudio. En contraste con
eso, impedir que se bloqueen las arterias fundamentales de la capital, multar
por desperdiciar el agua, ajustar a México a los horarios internacionales,
etc., nada de eso es reprimir. Aquí hay, una vez más, graves confusiones
conceptuales que sería conveniente despejar. Y, sostengo, ser incapaz de
proteger a la ciudadanía o de impartir justicia y al mismo tiempo pretender
amarrarle las manos al ciudadano para su auto-defensa, en una época en que los
delincuentes se dan el lujo prácticamente de tomar reclusorios, no deja de ser
una forma inadmisible de represión, un componente más de una política
superficial y mal pensada que puede tener, a no muy largo plazo, consecuencias
desastrosas para el país.