Divagaciones ex-post-facto

(1 de octubre de 2001)

 

 

Independientemente de cómo finalmente entendamos los dramáticos eventos que tuvieron lugar en los Estados Unidos, creo que es innegable que a muchos, quizá a la gran mayoría de nosotros, dichos sucesos nos afectaron fuertemente y ello de muy diverso modo. Las impactantes imágenes de los avionazos nos dejaron boquiabiertos y llegaron casi a adquirir el carácter de ideas fijas, de imágenes obsesivas; súbitamente, multitud de ideas se agolparon en nosotros, llevándonos a visualizar escenarios estremecedores y espeluznantes. Imagino que todos estaremos de acuerdo en que, suponiendo que (como se nos quiere hacer creer) quienes cometieron los atentados burlaron la vigilancia de todos los sistemas de seguridad del país seleccionado, en lugar de aviones se habría podido utilizar, por ejemplo, una bomba atómica táctica o habría podido desencadenarse una letal epidemia cuyo control hubiera requerido de mucho tiempo. Y mientras tanto ¿qué habría pasado? ¿Cuántos millones de muertos se habrían producido? No hablo ya de lo que pensábamos que podría ser una desmedida respuesta norteamericana (temor que, desde luego, está lejos de desvanecerse). ¿Qué tantas otras cosas habrían podido (o pueden) suceder? La verdad es que el límite entre lo imaginable y lo absurdo no es tan fácil de establecer. Pero, dejando de lado esa clase de especulaciones, lo cierto es que (para algunos de nosotros por lo menos) a raíz de los atentados y de los grandes preparativos de invasión y muerte masiva, ha resultado un poco más pesado que de costumbre preparar debidamente las clases, volver a hundirnos en nuestras respectivas temáticas usuales. Como atados a una maléfica cadena invisible, no podemos más que con grandes esfuerzos volver la mirada hacia otros crepúsculos. Los atentados nos parecen de ramificaciones cada vez más extendidas, cada vez más incomprensibles, como quizá lo son hasta para los principales actores. La gama casi infinita de hipótesis, argumentos, teorías, sugerencias, datos, etc., termina por producirnos una especie de mareo intelectual. Es imperativo, por lo tanto, dejar ya descansar el tema de los atentados, sus pre-requisitos, sus consecuencias y sus secuelas, pero me parece también que para ello debemos primero intentar decir unas cuantas palabras, no más, sobre los efectos que todos estos acontecimientos tienen o podrían tener sobre lo que podríamos llamar sus ‘espectadores’. Por ‘espectadores’ entiendo básicamente la gente normal, sencilla, que cumple a diario con su trabajo, que lidia con sus problemas caseros, pequeños problemas de incomparablemente menor cuantía o valor pero que para ella son, como se dice, el pan nuestro de cada día. Considero que, independientemente de cuán interiorizados estemos de los eventos en cuestión o cuán ajenos a ellos nos sintamos, de cuán cercanos o distantes estemos sentimentalmente de lo sucedido, pienso que lo peor que podemos hacer es, en un sentido decente que espero explicar, “no aprovechar” lo que pasó con miras sobre todo a reorientar nuestras propias vidas. Aunque formalmente tal vez ni siquiera lo necesite, concédaseme por el momento el punto de que, en general, no podemos ser totalmente indiferentes o fríos frente a lo que está sucediendo. Por ello, la pregunta que quiero plantearme es: ¿de qué me sirve a mí todo ese complejo fenómeno político-militar del cual la destrucción de las torres gemelas no es sino su más espectacular expresión? ¿Se va acaso a reducir todo a un mero show televisivo más? ¿No es evidente de suyo que hay mucho en nosotros que modificar y aprender de tanto dolor humano visible, casi palpable, casi compartido? Es en torno a eso que quisiera tratar de producir algunos pensamientos útiles. No estoy seguro de poder hacerlo.

 

      Salta a la vista que en todo el proceso que oficialmente se inició con los atentados aéreos el factor propagandístico ha jugado un papel crucial, sólo que a la incesante repetición de las impresionantes escenas se han añadido ahora otras, menos (por así decirlo) “coloridas”, menos peliculescas, pero no menos indignantes y penosas. Desde niño, por ejemplo, he sabido que Kabul es la capital de Afganistán, pero aparte de algunas fotografías y del poco de información que fui recabando durante los años de la guerra en contra de la Unión Soviética (básicamente, en los 80, aunque la intervención soviética se inició en 1979), tenía una idea sumamente vaga de lo que es ese país. Supongo que algo similar pasará con millones de personas. No obstante, gracias a su negativo afán propagandístico, las grandes compañías televisivas nos han permitido ahora ver un poco más de cerca la vida en Afganistán. No podemos decir, desafortunadamente, que gracias a ellas hayamos podido contemplar, e.g., los rostros de las afganas porque, dada la odiosa tiranía de los talibanes, ello simplemente no es factible: las pobres mujeres afganas no pueden ni respirar libremente, pues se les fuerza a vivir con el rostro cubierto. Según se cuenta, el olor que despiden los lienzos es fétido e insoportable, lo cual es por otra parte comprensible. Lo que ya no resulta tan comprensible es que es así como ellas tengan que vivir. Estoy persuadido de que si tuvieran otras opciones de vida alegremente las elegirían. Asimismo, hemos visto a los niños alimentarse como animales, arrebatarse restos de comida (todo esto cuando uno se encuentra quizá degustando un buen platillo frente a su televisor). Desde luego que el panorama, por así decirlo, “en crudo” de la miseria humana no es nuevo y no tenemos que ir hasta Afganistán para compenetrarnos de él. Pero de todos modos esas escenas de golpizas y ejecuciones infames, de hambre y de harapos, insertas como están en un contexto de guerra con la potencia mayor del mundo, le dan un cariz más deprimente aún. Esa es quizá la palabra clave: para quien no está directamente involucrado en los hechos relevantes lo que está pasando es ante todo y en primer lugar deprimente. ¿A qué se debe? Son, creo, varios los factores.

 

      Una primera idea que ante el contraste de, por así llamarlos, ‘mundos’ (el de la opulencia norteamericana y la indigencia afgana, la intransigencia israelí y la indignación palestina, la altanería inglesa y el servilismo de otros y así indefinidamente) inevitablemente nos asalta es simplemente que da vergüenza (y hasta asco) ser miembro de la raza humana, ser de esos que, por su soberbia y sus ambiciones luciferianas, han conducido al mundo al estado en el que hoy se encuentra. En nombre de credos políticos y religiosos grandiosos se han inyectado en los humanos, hombres y mujeres, ideales y pasiones que son todo lo contrario de lo que una sana razón dictaría y en nombre de los cuales están dispuestos a hacer cualquier cosa. Si se me autoriza a expresarme en forma absurda, diría que ni las tarántulas ni los tiburones ni las ratas ni los dinosaurios habrían hecho de este mundo lo que los humanos han hecho de él. Y una consecuencia, me parece, de este rechazo en abstracto de pertenencia a la especie (en un sentido no físico, puesto que eso es realmente lo único que no importa) trae inevitablemente aparejada una cierta desvalorización de la vida. Dan ganas de decir algo como: “A final de cuentas, si en el fondo no es más que para eso para lo que viven los humanos, entonces la vida realmente no vale gran cosa”. Pensar y sentir eso es deprimente.

 

      La percepción de la miseria humana (en todos los sentidos de la expresión, es decir, material y espiritual) y de las múltiples e inadmisibles desigualdades, aunada al reconocimiento de que todas ellas son de hecho inamovibles y que tenemos que vivir con ellas, la detección de toda clase de sectarismos y segregacionismos (raciales, religiosos, económicos, etc.), enriquecidas por su inserción en un marco de relativismo cultural, refuerzan la idea de que mucho de la vida humana se (des)gasta en pequeñeces, en mezquindades, en la obtención de pequeños éxitos banales con los cuales se pretende tejer la existencia de las personas. Se nos hace creer que es en la engorda de un ego contrapuesto a otros, de un “yo” que sólo puede desarrollarse plenamente cuando es en detrimento o a expensas de otros, en la obtención de beneficios inmediatos concebidos en horizontes existenciales más bien estrechos, que consiste el buen vivir. Pero el más leve contraste con las necesidades reales de otras personas nos hace ver que muchas de las ambiciones y aspiraciones que nos mueven no pasan de ser fatuidades y futilezas. Por ejemplo, a muchos (quisiera decir ‘a todos’, pero probablemente cometería un grave error) literalmente nos hierve la sangre cuando presenciamos la esclavitud de las mujeres de aquella turbulenta parte del mundo que es el mundo musulmán en general y el de Afganistán en particular. De ahí que, para mí al menos, la lucha por la liberación de esas abandonadas de la suerte, de las más desheredadas del planeta, tratadas peor que bestias, verdaderas esclavas de sistemas fundados en creencias justificatorias de cualquier injusticia, por inmensa y detestable que sea, sería una lucha genuinamente feminista, feminismo real. Pero si relampagueantemente nos reubicamos en nuestro contexto cultural y vemos cómo se entiende la lucha feminista en nuestros lares, no podemos más que volver a sentir vergüenza: aquí los problemas son que si en lugar de emplear ‘él’ habremos mejor de usar ‘ella’, que si las mujeres tienen el derecho de usar los mismos baños públicos que los hombres, que si en lugar de decir ‘la juez’ hay que decir ‘la jueza’, etc. Y se está dispuesto a hacer un casus belli de cosas como estas! Visto en perspectiva todo esto es (si cabe la expresión) profundamente superficial y trivial y lo triste es constatar que es a nimiedades de esas clase que mucha gente consagra su vida. Vivimos, y esta pre-guerra lo ha dejado en claro, en un mundo infectado de banalidad, de impureza, de superficialidad, un mundo del que los valores más serios, más edificantes, más transhistóricos que pueda haber han sido si no expulsados de él sí acallados. No vivimos ya en un mundo (si alguna vez existió) en el que la gente disfrute la comida por ser un proceso natural agradable, sino uno en el que para que se vuelva agradable la comida tiene que venir envuelta en lujo, en glamour, etc. Hay quien hablaría de “malestar en la cultura”. Yo más bien quisiera decir que lo que pasa es que vivimos la época más irreligiosa de la historia por lo que a no dudarlo habremos todos, nuestros descendientes incluidos, de pagar las terribles consecuencias. 

 

      Afirmé en un algún artículo pasado que un dato curioso de la política es lo que podríamos denominar la ‘multivocidad caracterial de los eventos’. O sea, un mismo suceso puede tener simultáneamente características contradictorias. Ilustremos esto rápidamente. Consideremos brevemente a, por ejemplo, Alejandro el Grande. Como todo militar, Alejandro cometió un sinnúmero de barbaridades. Probablemente su peor hazaña haya sido la destrucción y el saqueo de Persépolis, acción decidida por consideraciones puramente históricas, no militares o estratégicas (concretamente, para vengar la destrucción de Atenas por parte de los medas). Y, sin embargo y sin intentar siquiera justificar las horrendas escenas que entonces se vivieron (hay algunas buenas descripciones de ellas), es innegable que Alejandro el Grande realizó una labor colonizadora por la que la humanidad, el Oriente, incluido, le estará por siempre agradecida. Pero entonces podemos sostener que su labor fue a la vez destructiva y constructiva, horrible y bella. A pesar de mi muy débil tendencia hacia la americanización del mundo (como todo lector de estos artículos lo puede fácilmente corroborar), tengo que admitir que, en mi opinión, lo único que se podría hacer en relación con la destrucción del régimen talibán por parte de las fuerzas americanas (y aliadas) sería darle la bienvenida, felicitarnos por ello. Es claro que no es el destino de los desvalidos niños y mujeres lo que mueve a la administración americana, que detrás de muchos de sus aventuras contra el mundo musulmán lo que está es su imperiosa (y no del todo comprensible) necesidad de proteger a Israel, que la maquinaria de guerra, insurgencia, sabotaje y “terrorismo” que hoy combaten es lo que ellos mismos crearon hace un par de décadas, que lo que más les importa y ambicionan es controlar el petróleo de la zona, insertarse en un lugar estratégicamente decisivo, etc., etc. Todo eso y más es cierto. Pero aún así la maniobra militar americana representaría, en caso de ser exitosa, un progreso histórico. Se tienen que deslindar con todo cuidado los objetivos: por ningún motivo debe presentarse la actual lucha como un combate contra el Islam, puesto que sólo lo es contra la Inquisición islámica; mucho menos aún se debe plantear el conflicto como un caso más de rivalidad entre Occidente y Oriente. Eso sería criminal (un poco a la manera de Berlusconi). Lo que está en juego es la eliminación de un peligroso enemigo político de los Estados Unidos. Esto no es algo con lo que, contrariamente a lo que dice el canciller, tengamos que solidarizarnos. Quizá hasta lo repudiemos. Pero esto no obsta para que también lo aplaudamos. Así de complejas son las realidades políticas. Intentar medirlas con los raseros de la física clásica, de la aritmética elemental o de la geometría euclidiana es dar muestras de no haber entendido nada.

 

      Esto me lleva a considerar velozmente una confusión que permea ciertas áreas de la investigación social. Me parece que, en particular, es en el área de la antropología en donde nos topamos con ella con más frecuencia. Multitud de antropólogos tiende a asimilar la comprensión con la justificación. Esta confusión lleva a muchos de ellos a erigirse en defensor de las más absurdas o espantosas de las prácticas humanas. Así sucede a menudo con, por ejemplo, la práctica prehispánica de los sacrificios humanos. Para los antropólogos la investigación en torno a la horrorosa práctica indígena de abrirle el pecho a las víctimas (niños, jóvenes, guerreros, vírgenes, etc.) para ofrendar su corazón y su sangre a sus diversos dioses es, por así decirlo, intocable. Toda crítica moral es de inmediato tachada de “incomprensión”, “occidentalismo”, “absolutismo”, etc. Por muy variadas (y creo que contundentes) razones (que quizá en otro artículo considere), pienso que eso es un elemental y craso error. Pero lo que aquí quiero señalar es que algo similar puede argüirse en relación con la “cultura afgana”. Aparentemente sería porque no comprendemos a los afganos, porque no vivimos con ellos o como ellos, que no entendemos sus prácticas: al criticarlos los estaríamos juzgando desde una plataforma cultural radicalmente diferente y, por lo tanto, no dispondríamos de fundamentos sólidos para criticarlos internamente. Ellos podrían hacer los mismo con nosotros, etc., etc.

 

      Ignoro qué es lo que le respondería un talibán a un occidental si éste lo criticara y si efectivamente ellos pudieran construir una plataforma conceptual común para el intercambio de ideas. Pero de lo que no tengo dudas es de que ningún antropólogo o politólogo occidental podría esgrimir los argumentos del talibán! Los suyos tendrían que elaborarse sobre la base de la lógica que todos manejamos, los conceptos que empleamos, las valoraciones que normalmente hacemos (incluyendo las variaciones de siempre), etc. Independientemente de la simpatía que tenga por las “prácticas de otros pueblos”, el quimérico antropólogo en cuestión estaría discutiendo con otro occidental como él y es evidente que tampoco él puede zafarse de su realidad lingüística. Por ello, la jugarreta usual del antropólogo es simplemente una manifestación de incoherencia lógica: intenta colocarse simultáneamente en dos posiciones diferentes: en la del talibán (que él cree comprender) y en la suya propia (desde la cual discute con sus pares). Puede, pues, inferirse que desde nuestra posición común, compartida por él y por mí, sobre la base de lo que a grandes rasgos es una y la misma concepción del mundo, no se puede construir una justificación racional de lo que para nosotros es el trato bestial que se les depara a mujeres y niños en el Afganistán actual. Para nosotros, aquí y ahora, semejante intento es ininteligible.

 

      Todo esto nos retrotrae a nuestro tema inicial. Aquí quisiera servirme a mi modo de una idea que ha sido empleada de diversa manera por distintos filósofos. Me refiero a la idea de un eterno retorno. No quiero emplearla de modo fantasioso y poco serio, para por ejemplo sugerir que las mismas combinaciones de átomos se volverán a generar dentro de un número infinito de años. Esa idea es tan descabellada como estéril. Creo, sin embargo, que podemos jugar con la idea fructíferamente si la asimilamos más bien a la idea de voluntad manejada por los filósofos del siglo XIX, pensadores como Schopenhauer y Nietzsche. Así, la idea de eterno retorno que parece sugerente es la de que, una y otra vez, los humanos vuelven a incurrir en los mismos vicios, sistemáticamente vuelven a cometer los mismos errores, los mismos crímenes, etc., y que así será per secula seculorum, mientras haya humanos. Esta es la idea deprimente de la no salvación. Parecería que no hay un mundo posible, un mundo imaginable en el que no aflorarían las mismas bajas pasiones, en el que los mismos pecados capitales no volverían a tentar a las personas. Por ello, en parte lo terrible de lo que está pasando es que pone de relieve que los humanos no han aprendido las lecciones de la historia y que, al parecer, es imposible que lo hagan. Mucho me temo que vamos a presenciar en los días por venir situaciones cuyo carácter no podremos ocultar a la conciencia: seres humanos destrozados, niños aplastados, bombardeos de poblaciones desprotegidas, etc. Repito: si es así cómo procede la ley histórica del desarrollo del mundo, siento que éste no lo vale.

 

      Es momento de reflexionar, pero no para intentar modificar el mundo, el cual como siempre está controlado por los oportunistas y los desfachatados del momento. Éstos, en el sentido que quiero usar el verbo, no reflexionan. Más bien rápidamente deciden sobre la base de unos cuantos datos, se expresan con seguridad y altanería, pontifican (como si lo que dicen tuviera gran valor) y, desgraciadamente, actúan. En general, a quienes toman las decisiones no les importa el carácter moral de las mismas; lo único que para ellas cuenta es el fugaz brillo de sus (pequeños o grandes) éxitos sociales. Ese es su mundo, aparentemente amplio pero en el fondo sumamente estrecho. A mí en cambio me parece que es momento de reflexionar, no para alterar las cosas sino sobre todo para reencauzar o reorientar nuestras vidas, cada quien la suya desde luego. Curiosamente, es la guerra internacional la que nos da la oportunidad de ello. El precio es muy alto: no la desperdiciemos.