Enemigos Nacionales

(29 de enero de 2001)

 

 

Todos los días nos enteramos, por las más diversas vías, de lo que podríamos recoger mediante una frase como ‘el triunfo del mal’. Si fuéramos maniqueos, si efectivamente creyéramos en la realidad de dos grandes principios en eterna lucha que toman al mundo como arena, el Bien y el Mal, tendríamos que admitir que éste último está resultando vencedor en esta fase de la historia. Vivimos, ciertamente, una época tenebrosa en la que todo lo que a una mente sana inevitablemente le resulta aborrecible termina por imponerse. Así, por una parte asistimos, indignados e impotentes, a la liberación y aclamación populachera de criminales, a la participación de guardianes del orden en graves acciones delictuosas y de hecho a su ya permanente y descarada complicidad con todo aquello que se supone que combaten, a la acción libre de bestiales comerciantes de pobres animales entrenados para destazarse (y todo ese dolor por unos miserables pesos), al encumbramiento de toda la gama de delincuentes políticos y de cuello blanco y, en general y en los más variados ámbitos, a toda clase de premios inmerecidos y de recompensas injustificadas; por la otra, a los fracasos de hombres que luchan por el bien general, a la derrota de ideales de bienestar equilibrado, a esfuerzos fallidos por restablecer un mínimo de justicia, y así indefinidamente. En México, por toda una variedad de razones extrañas todavía no enunciadas de manera sistemática, se fueron transmutando de manera imperceptible los valores universales más elementales y logró establecerse un sistema de ideales, valores, aspiraciones, objetivos, etc., radicalmente anti-social. De manera más bien instintiva, se lucha contra una u otra faceta del mal, pero se está lejos de erradicarlo. Hay, es cierto, algún progreso, pero en la medida en que no se identifica debidamente los dañinos virus sociales sino sólo sus secuelas, sus consecuencias, todo progreso habrá de ser menos efectivo y desde luego mucho más costoso, desde todos puntos de vista, de lo que podría ser.

 

      Partamos de realidades: vivimos en un lugar y en un período en los que todo se puede, independientemente de lo cobarde y despreciable que sean los actos que se cometan o las prácticas en las que se incurra. ¿Por qué?  Una causa de ello es, desde luego, el que la gente no está debidamente educada y, por consiguiente, no ha aprendido a restringirse voluntariamente frente a la variedad de “tentaciones” a las que se ve sometida; pero otra causa, según yo mucho más importante, es simplemente que vivimos en un país en el que las leyes no se aplican o se aplican a discreción de un sujeto que las más de las veces no está a la altura de su cargo. Esto es importante: no hablo de no existencia de leyes, sino de uso viciado y defectuoso de las mismas. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que un criminal se escape tranquilamente de un reclusorio de supuesta alta seguridad, que un aborrecible espectáculo como lo es el de las peleas de perros esté por convertirse en un deporte nacional, que desfalcos a la nación queden sancionados por las autoridades mismas, que homicidas, pervertidores de menores, estafadores de toda clase, farsantes y demás no sólo se salgan con la suya sino que se vuelvan ideales a seguir, objetos de alabanza, metas por alcanzar? La respuesta no es muy difícil de proporcionar: no se libran órdenes de aprehensión, no se castiga a los culpables. En otras palabras, no se aplica la ley. ¿Qué pasó, pues, en México que ahora vivimos, desde el punto de vista de los valores morales y sociales, de cabeza? ¿Cómo nos explicamos este fenómeno y, sobre todo, cómo podríamos superarlo?

 

      Mucha gente padece el triunfo del mal, pero no se lo explica y hay gente que aunque lo detecta no lo sabe explicar. Yo tuve un buen amigo, fallecido en un accidente hace más o menos un cuarto de siglo, académicamente sin duda de los mejores de los que pasaron por el colegio de filosofía cuando yo era estudiante, que solía decir, con una énfasis particular: “Pero es que México es el país en donde la razón no vale!”. Me temo que estaba en lo correcto. Una fórmula alternativa podría ser: “México es el país en donde quien tiene razón siempre pierde”, y podríamos pasar un buen rato tratando de acuñar algunas más. El problema con expresiones como esas es que, aunque ciertamente apuntan en la buena dirección, no constituyen diagnósticos de nada. Hay un sentido en el que son innegables, irrebatibles, irrefutables, pero son de contenido meramente esquemático. Por otra parte, explicaciones de tipo mecanicista (psicologistas o economicistas, por ejemplo) serán siempre insatisfactorias. Lo que se requiere es conjugar en un todo armonioso explicaciones de diversa índole, de distinto nivel, de diferentes facetas de los fenómenos y es sólo entonces que el panorama se despeja y que podemos empezar a disfrutar de una visión de conjunto en la que la función de cada elemento nos queda clara. En estas líneas, y en vista de los últimos acontecimientos nacionales, yo quisiera llamar la atención sobre uno de los factores más importantes que se encuentran en la raíz del deterioro, moral y extra-moral, que se sufre en México: el sistema judicial y, más concretamente, la casta de los jueces.

 

      La corrupción es como el poder y como la energía: tiene diversas formas y, por lo tanto, está sometida a leyes de naturaleza distinta. Por ejemplo, es claro lo que es la corrupción del poder ejecutivo: consiste, cuando se materializa, en el entreguismo, el despilfarro, el uso y abuso de los bienes de la nación, la implementación de políticas anti-nacionalistas, la promoción de negocios a costa del presupuesto nacional, la auto-promoción, etc. Pero es un hecho que el poder ejecutivo en México cambió de manos y si bien no podemos afirmar que este simple cambio acabó de tajo con ella, por lo menos sí podemos aseverar que frenó la corrupción del ejecutivo. Asimismo, no es ningún enigma en qué consiste la corrupción del poder legislativo: el favoritismo en la formulación de leyes tendenciosas, los acuerdos por conveniencias contrarios a los principios, la no representación en su momento de los intereses de los electores, etc. Empero, en la medida en que nuestros “parlamentos” se abrieron a la oposición, en que tienen lugar debates un poco más genuinos y efectivos, se puede hablar de avances objetivos, por mínimos que sean, y en concordancia con ello de retroceso de la corrupción legislativa. Ahora bien, en marcado contraste con los anteriores, hay un poder que no ha sufrido ninguna alteración real, que ha permanecido intacto, que es el socialmente más rezagado, corrompido e inoperante de todos, el poder de la Unión que se ha transformado en un auténtico obstáculo para el desarrollo del país, a saber, el poder judicial. Este oscuro sector del estado mexicano ya perjudicó gravemente a la sociedad civil, pero ahora está empezando a afectar peligrosamente al estado mismo. Permitiéndome recurrir a las metáforas no explicativas pero sí ilustrativas, es como un cáncer en el tejido social que urge ya radiar (puesto que, por razones de suyo comprensibles, no se le puede amputar). Es por la actuación casi sistemáticamente venal y tramposa de lo que podríamos llamar, parodiando a Fernández de Cevallos, “el juecerío”, que México es un país en donde todo se puede. Seamos francos: aquí se puede uno dar el lujo de matar a una persona: sólo hay que estar dispuesto a estar un año y medio en la cárcel; o se puede uno arriesgar a pasar unos cuantos años en prisión y salir con un millón de dólares en la bolsa; o puede uno atreverse a plantearle abiertamente a los oficiales de las dependencias relevantes el dilema “¿plomo o plata?” y no hay problema, antes al contrario: se llega a un arreglo razonable y benéfico para ambas partes; aquí se puede tranquilamente emitir la sentencia más absurda o injusta imaginable si es la que le viene en gana al juzgador, entre otras cosas porque, dado el tejido social, los jueces dejaron ya de verse a sí mismos como impartidores de justicia. De hecho se han convertido en otra cosa: son simplemente los funcionarios estatales autorizados a manipular las leyes, lo cual hacen a su antojo. Obviamente, no es el afán de justicia lo que los motiva. En otras palabras, se ha producido en México una peligrosa perversión al interior mismo del sistema judicial. Esto, hay que decirlo, es también una herencia del priismo, sobre todo del de la segunda mitad del siglo pasado.

 

¿En qué consiste la peligrosidad social de la inmoralidad o perversión judicial? Las diversas formas de corrupción de los poderes ejecutivo y legislativo pueden, desde luego, ser letales para un pueblo, pero a menudo operan como bombas de tiempo, por cuanto sus efectos se hacen sentir sólo mucho después de tomadas las decisiones de que se trate. Que México tendrá que pagar cantidades increíbles durante los próximos 50 años por deudas interna y externa no generadas por la población y que, por ello, no habrá inversiones decorosas en carreteras, hospitales, escuelas, etc., no es algo que el ciudadano actual resienta directamente, aquí y ahora. En cambio, lo que sí le atañe y preocupa, lo que sí genera una atmósfera de derrota colectiva, estados de ánimo de desesperación y angustia, de disgusto e inconformidad permanentes, es la injusticia en la que vive por decisiones que le afectan directamente, injusticia generada por la extraordinaria putrefacción del poder judicial mexicano. Es precisamente la impartición diaria de injusticia lo que hizo que paulatinamente el país fuera perdiendo, a partir de la segunda mitad del siglo pasado, lo que era su natural optimismo, la visión optimista que genera un gran proceso transformador como lo fue la Revolución Mexicana.

 

Es importante entender por qué la excesiva “politización” (el discurso en torno a las ambiciones políticas de personas y partidos) no facilita la identificación de esto que ya ahora puede ser catalogado como un grave peligro de salud pública, en verdad, de seguridad nacional. Por ejemplo, se proclama permanentemente la “independencia” del poder judicial frente al poder ejecutivo. Pero eso es una muestra de torpeza o, en todo caso, de egoísmo político. Es cierto que se debe alcanzar o imponer dicha independencia, pero ésta vale básicamente para decisiones de alto nivel político (cambios constitucionales, rescates bancarios, etc.). Por eso, inclusive si se alcanzara dicha independencia, con ello no se estaría atacando el problema de fondo y se dejaría intacta la corrupción reinante en el sector estatal del que hablamos. La razón es obvia: la verdadera independencia de dicho poder no es frente al presidente y su gabinete, sino frente a diversas fuerzas de la sociedad civil que operan 24 horas al día y al servicio de las cuales él se ha puesto. Hasta un párvulo entiende que ningún presidente tendría tiempo o interés para influir en decisiones concernientes a los cientos de casos del fuero común que se deciden a diario en todo el país; sin embargo, a nivel social y por su impacto inmediato eso es precisamente lo que es relevante y cuenta. Por lo tanto, la independencia política del poder judicial no basta para contrarrestar el estado de injusticia en que está sumergido el ciudadano, puesto que esto último se debe a que el poder judicial no es de facto independiente. Es esta dependencia de carácter no político lo que hace al poder judicial el más corrupto y dañino de los que conforman la Unión. De hecho y como ya dije, el poder en el que hasta ahora no se ha sentido un cambio real, efectivo y que, por lo tanto, sigue en el estado de corrupción e inoperancia propios de ‘l’Ancien Régime’, es el judicial. No es, pues, superfluo enfatizar que es este escalofriante sector lo que está peligrosamente poniendo en jaque tanto a la sociedad civil como al estado. Es por el constante manejo torcido e ilegal de las leyes por parte de quienes tienen la facultad de manipularlas y hacerlas valer que el mal triunfa en México. Y es por no reconocer en los jueces la fuente de múltiples situaciones de injusticia, que consideradas globalmente conforman un mosaico espantoso, que sistemáticamente se ofrecen diagnósticos equivocados de los males que nos aquejan. Por ejemplo, se repite a diestra y siniestra, hasta la saciedad, como si fuera una frase de particular profundidad, que “el narcotráfico es un asunto de seguridad nacional” y que pone en entredicho al estado. Eso es una afirmación superficial, para consumo masivo, o una mentira total. Ninguna banda de facinerosos, por adinerada que sea y por bien armada que esté, podría hacer tambalear a un estado como el mexicano. Benito Mussolini, por ejemplo, acabó con la temible mafia italiana en unos cuantos meses. ¿Cómo lo hizo? Simplemente puso a funcionar al estado. Es verdad que los norteamericanos con igual rapidez la resucitaron, durante su invasión a Sicilia, pero eso es ya otro asunto. En México, lo que sucede es que el estado no funciona, pero sobre todo en el sector crucial. Mucho de la acción policíaca es efectiva, pero inmediatamente se ve neutralizada por las autoridades judiciales. Es probable que si usted, caro lector, sufre un atentado en su persona o en sus bienes la policía capture al delincuente, pero ello de nada servirá porque el juez se las arreglará para ponerlo en libertad, si no de inmediato sí a las 48 horas y si no tan pronto como sea posible. Sería insensato pretender negar que casos así abundan; son del dominio público, por lo que no ahondaré en ello. El punto importante es que hay un problema serio en México, que consiste en que las leyes son usadas en forma arbitraria por quienes operan con ellas, lo cual equivale a su no aplicación. Así, se ha permitido que se instaure un régimen discrecional de interpretación de la ley que es ya inadmisible. Es este “ya”, que es tanto temporal como lógico, que las autoridades de este país deben hacer llegar a la conciencia de los juzgadores. El sistema actual y su modus operandi están generando excesiva zozobra, angustia, etc., y, sobre todo, un alarmante incremento de la criminalidad, pues ésta, aquí y en China, crece si no se le combate, sólo que el combate tiene dos facetas: la policiaca y la judicial. Si la primera no es efectiva, se vive en una especie de jungla y si la segunda no funciona debidamente, se vive en un estado de injusticia. Esto es lo que los jueces, por paradójico que suene, están de hecho promoviendo. Por lo tanto, son los jueces de instrucción, de lo familiar, de lo penal, etc., es decir, quienes ocupan los decisivos ámbitos de intersección entre autoridad y población, los directamente responsables de mucho del deterioro social por el que estamos pasando. Lo que estos roedores institucionales están logrando es, pues, dejar a la sociedad mexicana, el estado incluido, como un esqueleto carcomido por dentro y, por ende, en estado de indefensión. Desde luego que hay factores económicos, sociales y políticos detrás de ellas, pero es incuestionable que en gran medida las sublevaciones que se han producido en México tienen en los jueces su primera y más importante causa.

 

Una consecuencia desastrosa del proceder de “Sus Señorías” es que han trastocado sistemas de valores relativamente bien establecidos. En México no tiene en la actualidad ningún valor, no representa nada, el ser honesto, el ser íntegro, el cumplir con su trabajo; los ideales de la gente están encarnados más bien en el pillo exitoso, el maleante con suerte, el farsante laureado. Lo que en otros lugares y tiempos sería execrable, aquí se ve con envidia. Es un error pensar que dicha transmutación de valores se debe a, por ejemplo, los programas de televisión. La psique de la gente se modifica drásticamente o en profundidad no por factores que la rozan superficialmente, aunque éstos contribuyan o refuercen también los procesos en cuestión. Más bien, la mentalidad de un pueblo se configura en la conformación de sus métodos para la superación de los obstáculos que diariamente tiene que enfrentar y es precisamente allí en donde el sector judicial incide y ha sido particularmente dañino. Todos en México sabemos de decisiones arbitrarias y de jueces comprables. Eso ni mucho menos es invención mía. Naturalmente, la gente tiene que adaptarse a dicha situación, porque problemas siempre los habrá y por lo tanto hay que estar preparado, hasta donde se pueda. Todos sabemos, por ejemplo, que los trámites se agilizan, que las liberaciones tienen precios, que los amparos se negocian y así ad nauseam. En esas circunstancias y por contrario a la razón y al sentido común que sea, quien logra desfalcar una institución y salir adelante es el héroe, la pervertidora de menores la víctima, el asesino recibido con mariachis en su cuadra y así ad infinitum. Es imperativo que esto cambie; es menester que la sociedad, a través de sus mecanismos, organizaciones y dependencias se decida ya a poner coto a las arbitrariedades del sector judicial, imponer límites a su mal empleada autonomía y a revisar a fondo miles de decisiones judiciales para por fin poner en el banquillo de los acusados a los fraudulentos. Después de todo, hay una verdad elemental que no se nos debe escapar: no es un pecado enviar a jueces a la cárcel. También ellos pueden terminar allí!

 

Un último punto que me parece importante en relación con la interacción entre jueces y ciudadanos que he tratado de delinear es el siguiente: dada la falta de crítica impersonal en la que vivimos y el hecho de que mucho de lo negativo de la sociedad se haya convertido en un ideal para las multitudes (“yo aspiro, secretamente desde luego, a ser como mi jefe(a) y si se puede peor, aunque nadie lo sepa”: así me suena el slogan de vida de muchos) hace que la gente pierda de vista su faceta de víctima en todo este complejo proceso social. Sería conveniente que se entendiera por fin que la fiesta de la vida corre no sólo por los cauces de la moralidad prevaleciente, que hay formas de ser y de vivir que no son de tontos aunque ni se parezcan a las propias de los encumbrados del momento, que esas pobres personas que no tienen ante sí otro camino que el marcado por los exitosos de un sistema inmoral son tan víctimas como otros. La inmoralidad no perdona y si no nos daña directamente dañará a nuestros hijos, porque es precisamente así como funciona un estado inmoral. Eso puede verse claramente en el caso de los servicios: el mecánico estafa a su cliente, que es un dentista; éste estafa al suyo, que es un carnicero y éste estafa al dentista y al mecánico cuando llegan a su tienda. Esta proliferación de círculos viciosos sociales es algo que en gran medida le debemos a los jueces, es decir, a los impartidores de injusticia. Se requiere con urgencia una policía, diferente desde luego de la Judicatura, que ponga orden en el poder judicial. Podría hablarse, por ejemplo, de una “Policía Federal de Seguridad Estatal”, que se ocupara exclusivamente de la estructura y el funcionamiento del poder judicial. Para los “policy-makers” mexicanos debería ser claro que no se puede posponer ya, so riesgo de generar tensiones sociales de alta peligrosidad, la reforma a fondo del poder judicial y el enjuiciamiento de quienes muy probablemente pertenezcan (con las honrosas excepciones de siempre) a las principales fuerzas corruptoras de la sociedad mexicana.