¿Gobierno o Imperio Mundial?

(15 de octubre de 2001)

 

Por lo menos desde la época de Alejandro el Grande, algunos hombres han visualizado a la humanidad organizada bajo un solo gobierno. La idea es simplemente la de que sería por un único conjunto de instituciones que el mundo se regiría. En manos de sus grandes teóricos al menos, y de los pocos que en algún momento intentaron materializar el ideal político en cuestión, éste no consistía en la reducción de todas las culturas a una, en la uniformización de las mentes, en la robotización de las personas y, sobre todo, no se trataba de un siniestro proyecto de esclavización de la humanidad en beneficio de un sector, una raza, un grupo religioso. Sueños políticos como el del gobierno mundial no son, desde luego, compartidos de buena gana por las grandes mayorías de politólogos o de estadistas. La verdad es que es sólo en individuos como el incomparable Julio César o el gran Napoleón Bonaparte que encarnan semejantes visiones. Llevado el primero por la incontenible fuerza de sus legiones y transportado el segundo por sus grognards, las tierras que respectivamente conquistaron se vieron inundadas con nuevos decretos de carácter universal, esto es, con lo que eran las leyes progresistas del momento, con multitud de disposiciones en las que se combinaba un orden universal válido para todos con el mosaico de peculiaridades regionales, de diferencias culturales y lingüísticas con un mismo orden económico para todos. Después de hacer la inevitable carrera militar y política que les correspondía, los dos grandes hombres de estado mencionados se irguieron por encima de los oportunistas y los pragmáticos del momento, los ambiciosillos que todo arruinan (los Casio y los Pitt de siempre) y planearon la creación de una estructura gubernamental mundial. Es cierto que 18 siglos separan a Napoleón de César, pero de todos modos el objetivo político último de ambos (más grandioso quizá en el caso de César) apuntaba claramente en la dirección de la creación de un gobierno mundial, de un gobierno de y para todos los seres humanos. Y a este respecto es muy importante observar que un rasgo esencial de dicho ensueño político era precisamente el de unir por fin, de manera definitiva, el Occidente con el Oriente. No fue otra sino la gran civilización egipcia, viva todavía en tiempos de César y petrificada ya en época del general Bonaparte, lo que fungió como el gran catalizador de dichas ambiciones políticas. Y justamente fue, por lo menos parcialmente, gracias a que entendieron lo que las maravillas de Oriente significan o representan que César y Napoleón efectivamente fueron hombres de estado superiores.

 

      La aniquilación de la Unión Soviética significó el surgimiento de los Estados Unidos como la única superpotencia del planeta. Rusia, es incuestionable, tiene con que destruirlos en una confrontación militar, pero ciertamente no puede competir con ellos económicamente; nosotros, los mexicanos, podríamos quizá competir con ellos en producción artística y culinaria, pero serían quizá esos los únicos rubros de la vida en que podríamos tener preponderancia sobre nuestros vecinos (definitivamente, prefiero un mole de Oaxaca que un hot-dog!); Italia sin duda tiene un pasado muy superior al norteamericano, pero difícilmente podría sostenerse que en la actualidad podría seriamente rivalizar con los Estados Unidos, digamos, financieramente; China tiene más gente que los USA, pero ciertamente no comen mejor los 1200 millones de chinos que los más o menos 280 millones de norteamericanos. Y así sucesivamente. Los Estados Unidos devoran el 50 % de lo que todo el mundo produce. Eso es ser la superpotencia mundial. Si el resto del mundo viviera relativamente bien, probablemente ello no nos importaría mayormente. Lo que nos alarma sobremanera es precisamente la constatación de que contando con ejércitos ultra-dotados, con la fuerza política para organizar las coaliciones que les viene en gana armar, ejerciendo un férreo control sobre la economía mundial, imponiendo mediante alambicadas manipulaciones bursátiles y financieras los precios de los productos de los pueblos del mundo, manteniendo sometida a la casi totalidad de los países a través de criminales deudas externas, a pesar de todo eso los gobiernos americanos (y el actual en particular) no dan muestras de estar dirigidos por hombres de estado superiores, sino por hombres relativamente mediocres que, como en el caso de su actual presidente, casi de buenas a primeras se encuentran al frente de la maquinaria política, diplomática, económica y militar más poderosa del planeta. Lo que hace importantes y “grandes” a los presidentes americanos no es desde luego su genial imaginación política, su sorprendente cultura, alguna idea novedosa concerniente a la evolución del mundo, sino que en ellos encarnan planes conformados exclusivamente por objetivos mezquinos, ambiciones prosaicas, asimetrías morales que por la fuerza le imponen al mundo; en otras palabras, los “policy makers” norteamericanos se caracterizan por ser de horizontes políticos estrechos y de corto alcance (en un sentido, claro está; sus pretensiones son desde luego colosales). Pero la verdad es que ellos no piensan más que en ellos, en sus privilegios y en los mecanismos que hay que poner a funcionar para que las cosas sigan como están ahora. Allí es donde, me parece a mí, está la gran diferencia entre ellos y los auténticos Césares y Bonapartes.

 

      Lo que acabamos de exponer, si no es desacertado, nos autoriza (tentativamente, como siempre en esta clase de especulaciones) a extraer la siguiente, amarga conclusión: aunque dolorosa y quizá ineluctablemente la humanidad en principio hacia allá se encamine, habría que aceptar que no hemos llegado todavía a la fase de construcción de un auténtico gobierno mundial. A pesar de disponer de todos los elementos para ello, en la actual super-potencia, esto es, la única fuerza desde la cual podría implementarse el gran proyecto, no ha permeado aún un único ideal de justicia y de organización colectiva. De lo que los gobernantes norteamericanos han dada muestras es de meras (desmedidas, lo repito) pretensiones de dominio, de megalomanía ilimitada, de aspiraciones supremas de explotación de los seres humanos que no pertenecen al conjunto de los privilegiados y de utilización demoníaca de los recursos naturales. Así es el sistema que ellos encabezan. Por lo tanto, podemos sostener que lo que sobre las cabezas de millones de niños, mujeres y hombres de todas las latitudes se está tratando de construir es no el gobierno mundial, un gobierno que habría de aportar la paz universal, el progreso colectivo, la unificación definitiva de los humanos, sino tan sólo un imperio mundial. Naturalmente, se trata de dos proyectos completamente diferentes y hasta contrapuestos. Con toda certeza, la Pax Americana no es la actualización del ideal incorporado en la Pax Romana.

 

      El carácter turbio y profundamente siniestro del asunto de Afganistán confirma lo que hemos dicho. A nosotros nos parece cada vez más evidente, cada vez más irrefutable la tesis de que sólo los mejores servicios secretos del mundo pudieron haber organizado el golpe de las Twin Towers y el Pentágono. Es claro que nosotros, pobres mortales, nunca conoceremos los contenidos de una intriga internacional de tales magnitudes, pero su lógica es a pesar de ello discernible. Muy probablemente con Osama bin Laden sucede más o menos lo mismo que con sujetos como el iraquí Hussein o el panameño Noriega: primero trabajaron para los americanos en lo que ellos (¿cómo pueden hombres tan duros y tan realistas ser a final de cuentas tan ingenuos?) creyeron que era su lucha de liberación, de salvación (dejando de lado los beneficios personales, naturalmente), pero lo cierto es que tan pronto terminó esa lucha (siempre dirigida en contra de la Unión Soviética, que era la verdadera bête noire de los americanos), súbitamente se percataron de que nunca habrían de obtener lo que ellos se imaginaron que obtendrían de los gobiernos norteamericanos. En el caso de bin Laden, el gobierno de los Estados Unidos requiere saldar cuentas con un insubordinando que en este momento puede representar un serio obstáculo para, por ejemplo, sus planes en relación con las reservas de petróleo que ellos ya se auto-adjudicaron (y la abyecta conducta de los ingleses da una idea de la desfachatada ansiedad de los isleños por acceder a algo de la riqueza de la zona. Digo ‘desfachatada’ porque a ellos ya los corrieron una vez de Asia, y pretenden ahora, a la sombra de los americanos, volver a instalarse allí. No creo que lo logren). Y si para eliminar a bin Laden es necesario destrozar un país completo, aterrorizar a todo un pueblo (imagínese el terror de los niños oyendo caer ensordecedoras bombas a su alrededor), etc., los americanos lo harán. Todo se explica cuando entendemos que lo que está en juego no es un proyecto político por así llamarlo ‘religioso’, ecuménico, sino la decisión de seguir disfrutando de privilegios en un planeta dividido brutalmente en ricos y pobres. No hay en toda la “hazaña” guerrera norteamericana (difícilmente recordamos una “confrontación” tan grotescamente desproporcionada) ningún indicio de otra cosa que sucias pretensiones materiales. Y podemos estar seguros de que si para tener éxito en relación con ellas hay que embrutecer a su propia población, alarmarla con fantasiosos ataques de alta biotecnología, mantenerla en un estado detestable de deseos morbosos de venganza e histeria colectiva, los grandes estrategas norteamericanos (y sus aliados más íntimos) no se detendrán.

 

      Si lo que afirmo no es totalmente descabellado, es menester entonces darle a todo lo que está sucediendo una lectura, una interpretación diferente. Los presidentes americanos formalmente encabezan los planes políticos globales y aunque ellos mismos no los hayan elaborado juegan, obviamente, un papel fundamental en la toma de decisiones y en su implementación. Les ponen, por así decirlo, el color. Mientras las decisiones sean acorde a lo que dictan los intereses de los Estados Unidos, tal como los entiende el grupo en el poder, ellos pueden usar el gobierno, las instituciones, los ejércitos, etc., para hacer que se alcancen sus objetivos. Puede por ello decirse que la guerra de Afganistán es casi la guerra privada de Bush Junior contra bin Laden, en el mismo sentido en que la guerra en Panamá fue la guerra privada de Bush Senior contra Noriega. Quienes pagan en ambos casos son las poblaciones locales inocentes y ajenas a los tejes-manejes de los políticos. Cómo se justifiquen en cada caso las intervenciones armadas de los americanos es irrelevante para nuestra idea: en algunos casos se hablará de droga, en otros de terrorismo, en otros de comunismo y, no lo dudemos, llegaremos a escuchar las cosas más absurdas que la prensa mundial se encargará de poner en las mentes de la gente. Lo que es importante constatar, sin embargo, es que con lo que pasó en los Estados Unidos efectivamente se declaró una guerra. No tengo en mente en este momento la supuesta guerra que unos cuantos beduinos en camello habrían querido desatar en contra de la gran superpotencia del mundo, hipótesis semi absurda y ridícula cuando uno la piensa a fondo, sino la guerra que el gobierno americano le declaró a su propia población. Las últimas declaraciones conocidas de bin Laden coinciden curiosamente con lo que aquí hemos sugerido.

 

      En estas condiciones, no deja de ser sorprendente y hasta chistoso que el presidente americano reconozca públicamente que no entiende por qué su país (y sus conciudadanos) son tan odiados a todo lo largo y ancho de este mundo! Que no estemos enterados de los detalles de los programas políticos, diseñados por conjuntos de científicos egresados de las grandes universidades americanas al servicio de inmensas corporaciones multinacionales, no implica que sus proyectos no sean identificables, puesto que a final de cuentas los pueblos los resienten. El problema es: ¿qué actitud tomar, qué políticas adoptar frente a una potencia decidida a imponerle su voluntad al mundo? ¿La del acatamiento o la de la rebeldía? Creo que hay múltiples matices entre esos dos inviables extremos y lo preocupante es que el actual gobierno mexicano parezca inclinarse decididamente hacia uno de los polos aludidos.

 

Considérese, pues, brevemente el caso de nuestro país. ¿Qué hay debajo de la melosa verborrea política de nuestros días? ¿Qué puede significar que el gobierno de México aspire a ser considerado un “aliado” de los Estados Unidos? ¿Qué valor adscribirle a solemnes pronunciamientos en el sentido de que los actuales presidentes de México y los Estados Unidos son “grandes amigos”? Parecería que no han sido aprendidas lecciones elementales de la historia! No sé a nuestros gobernantes, pero a los mexicanos en general nos queda claro que de este país seguirá saliendo la carne de cañón para el campo norteamericano, que los transportistas mexicanos no tendrán libre acceso a las carreteras norteamericanas (a menos de que la situación cambie y que eso les convenga a ellos), que seguiremos importando y distribuyendo entre la gente lo que allá es comida para animales que, de uno u otro modo, hay que comprar, que se les abastecerá con petróleo cuando ellos quieran, cuanto quieran y básicamente al precio que ellos fijen, etc. En otras palabras, da la impresión de que en el gobierno mexicano hay quien sueña con jugar exactamente el mismo triste papel que jugaron en otro momento y en otras circunstancias los actuales malvados del mundo. Hasta se ha pretendido hacerle creer a la gente que lo que pasó en Nueva York nos pasó a nosotros! Preguntémonos: ¿qué habría respondido el habitante de, digamos, Dakota si se le hubiera dicho que el terremoto del 85 era también su problema? Se habría reído en la cara de quien le hubiera hecho tal aseveración! ¿Por qué la inversa no vale? Si en el plano de la vida individual privada a menudo no se tiene derecho de tener ilusiones, en el plano de la política es criminal ser ingenuo. Es evidente que frente a las oleadas expansionistas, vengan de donde vengan, lo que hay que hacer es tratar de resistir, de frenarlas, de encauzarlas. Lo peor que se puede hacer es claudicar de entrada, adoptar innecesariamente posiciones derrotistas. Que no se olvide que la pusilanimidad y la debilidad de los gobernantes de hoy habrán de pagarlas las generaciones actuales y futuras de mexicanos. Aquí no valen las porras ni las habladurías. Se tienen los ejemplos a la vista. Al buen entendedor, pocas palabras!