Interpretaciones Políticas

(23 de abril de 2001)

 

Un interrogante fundamental en filosofía ha sido el de explicar cómo es que adquieren significado signos y acciones. Hasta la gran labor de Ludwig Wittgenstein (y desafortunadamente también después de ella, puesto que los filósofos profesionales no parecen haber aprendido la lección y siguen haciendo lo mismo de siempre), en general los esfuerzos estaban dirigidos a encontrar alguna cualidad especial, ya sea de los signos ya sea de las acciones, en virtud de la cual significan lo que significan. Esto llevó a la filosofía (a la que obcecadamente allí se le mantiene) por los senderos de la privacidad, lo interno, lo subjetivo, lo fenomenológico, desembocando sistemáticamente (como era de esperarse) en programas fallidos, en callejones sin salida y en fracasos rotundos. Ejemplifiquemos esto. Supóngase que alguien abre una ventana y que al otro día, por el efecto del viento, la misma venta se abre. ¿Cuál sería la diferencia entre la apertura hecha por la persona en cuestión y la realizada por el viento si físicamente son exactamente uno y el mismo movimiento? ¿Diremos, estrictamente hablando, que, al igual que la persona, el viento deliberadamente “abrió” la ventana, que se propuso abrir la ventana? Ello es contraintuitivo y no estaremos nunca de acuerdo con una “descripción” así. Parecería más bien que hay algo en la persona misma que no puede haber en el viento, a saber, intenciones, deseos, propósitos y demás, y que es en cosas como esas que radica la diferencia entre abrir una ventana y el acto meramente físico de moverse en tales y cuales direcciones y proporciones. De ahí que, como dije, en general se haya buscado en lo “interno” al sujeto la explicación entre acciones puramente físicas y acciones significativas.

 

      Wittgenstein, en su obra de madurez (plasmada en lo que considero el libro de filosofía más decisivo del siglo XX, a saber, las Investigaciones Filosóficas, libro – dicho sea de paso – perdido para el lector de habla hispana por lo bestial de la traducción, llamativo tema sobre el cual quizá narre algún no lejano día ciertas “anécdotas”) mostró de manera irrefragable que el enfoque “internista” (subjetivista, etc.) es no sólo absurdo, sino redundante: hay formas alternativas de dar cuenta de la significatividad sin tener que hundirnos en los pantanos de la metafísica tradicional. Al lector no pervertido por la filosofía clásica lo que diré en un momento le parecerá sin duda trivial y poco “filosófico”, pero por increíble que parezca no es así como reaccionan los profesionales de la filosofía. Así, a lo que Wittgenstein nos “re-enseñó” fue simplemente a mirar alrededor de las acciones, esto es, a reconstruir los contextos y los entornos en los que se realizan y que, naturalmente, son algo perfectamente objetivo, de acceso público. Es gracias a dichos entornos y contextos que podemos aprehender y comprender cabalmente el significado de una acción y que podemos distinguir una acción de otra. Imaginemos, por ejemplo, que alguien ve de cierta manera a otra persona. ¿Cómo podemos determinar qué expresa el sujeto mediante esa mirada, como podemos captar el significado de su mirada? ¿Examinando minuciosamente su esclerótica, los pliegues de sus párpados, el brillo de su pupila? Claro que no: la esclerótica, el párpado, la pupila en sí mismos no tienen ningún significado y lo que vale para los órganos sensoriales vale para las  neuronas, las sinapsis, la corteza cerebral, etc. No es de lugares recónditos del organismo humano de donde brota la significación. El enfoque que de una u otra manera presupone esto, por lo tanto, no conduce a ninguna parte. Esto se entiende mejor si se recuerda que la misma mirada puede ser interpretada de distinto modo según el contexto, esto es, según el trasfondo de la “acción”. El acto físico de mirar de cierto modo puede en un contexto determinado indicar miedo, en otro furia, en otro odio, y así indefinidamente. Y una de las grandes ventajas del enfoque wittgensteiniano es que, a diferencia del enfoque esotérico clásico, permite generar análisis efectivos de situaciones concretas. Intentemos probar que este es realmente el caso.

 

      Para empezar, notemos que lo que hemos afirmado que vale para las acciones individuales usuales vale (y quizá de manera más palpable aún) para las acciones políticas. Cómo se interprete una declaración de, e.g., un mandatario es algo que dependerá de la situación en relación con la cual fue hecha. Por ejemplo, que un presidente norteamericano dijera, en un momento de idilio entre el gobierno de los Estados Unidos y el gobierno israelí, que “lamenta mucho que el gobierno israelí se haya tomado las libertades que se tomó ...”, no sería más que una forma hipócrita de avalar la agresión de dicho gobierno; empero, si dicho presidente dice exactamente lo mismo cuando las relaciones entre los dos países están un poco más tensas la declaración automáticamente se vuelve una crítica, es decir, adquiere otro cariz, otro significado. Vuelvo a extraer mi conclusión, que no por banal ha sido menos olvidada, en especial por los “pensadores”, viz., que el conocimiento del contexto es crucial para la interpretación correcta de lo que se diga y de lo que se haga.

 

      Con esto en mente, podemos pasar ahora a “leer” algunos hechos y algunas declaraciones recientes de carácter político y que tienen que ver en primer término con la política exterior mexicana. Como todos sabemos, en estrecha complicidad con el gobierno norteamericano, el gobierno de la República Checa propuso en Ginebra que se condenara al gobierno de Cuba por no respetar los derechos humanos de los isleños. La crítica fue aprobada por apenas dos votos de diferencia. México se abstuvo de apoyar dicha propuesta, a la que en cambio apoyaron países como Argentina, Polonia y Guatemala, por no citar más que unos cuantos. (En esta ocasión, hay que decirlo, fue Venezuela el país que dio el ejemplo de gallardía y dignidad). La “plenipotenciaria” mexicana de derechos humanos, Mariclaire Acosta aprovechó la ocasión para, con la locuacidad que la caracteriza, confesarse profundamente preocupada por los más o menos 30 disidentes acallados por los Comités de Defensa. Y ¿cómo podría haber faltado el pronunciamiento de diversos intelectuales nacionales de la época uniéndose al coro orquestado desde el Departamento de Estado? No olvidemos tampoco la muy racional explicación ofrecida por el honorable Señor Canciller a la comisión americana del Senado, encabezada ni más ni menos que por el tristemente célebre Jesse Helms. A grandes rasgos, esos son los hechos. El problema es: ¿qué nos dicen los hechos en cuestión, es decir, cómo los interpretamos? Estoy convencido de que, en una primera fase, esto es, la de dilucidación, sólo el enfoque wittgensteiniano podría sernos útil.

 

      Consideremos, primero, el marco global de las relaciones mexicano-norteamericanas (dadas las circunstancias, casi siento que ofendo al mundo por poner primero ‘mexicano’!). Seamos claros: finalmente, los norteamericanos lograron lo que querían: penetrar a fondo en el mercado mexicano de bienes y servicios, en el sector industrial y agropecuario y dominarlo casi por completo. La dependencia mexicana ahora es peor que en cualquier otro momento de nuestra historia reciente. Los americanos ya encontraron el modo de exportar su desempleo a expensas de México (entre otros países, claro está) y, sobre todo, de convertirlo en una función, fácilmente manipulable, de su economía: si allá hay recesión, acá hay catástrofe, si la bolsa de Nueva York oscila la de aquí se tambalea, sus policías y ciudadanos se ejercitan alegremente cazando mexicanos, sus dependencias policíacas operan libremente en México, etc., etc. Otro elemento importante de la nueva conquista es, más que por otra cosa por las colosales cantidades de dinero que se manejan, el control del narcotráfico, que ellos están decididos a apropiarse y que, por lo que se ve, ya lo lograron. En otras palabras, el marco de la relación entre los dos países es el de la sumisión total. Es, pues, este contexto lo que en primer lugar contribuye a la significación de lo que los actores políticos hagan y digan. Ahora bien: ¿qué hacen y qué dicen los susodichos?

 

      Empecemos con algo relativamente trivial y sin valor de fondo, aunque sin duda simbólicamente importante. Consideremos, pues, al Sr. Secretario de Relaciones Exteriores. Éste, es decir, el responsable y director de la política exterior nacional, se reúne con el senador Helms, junto al cual se sienta y, públicamente, destapa una botella y le sirve agua. El americano, huelga decirlo, lo toma como algo perfectamente natural. Ahora bien, si el contexto fuera diferente, por ejemplo si Helms fuera un invitado personal y estuviera en la casa de Castañeda, un gesto así no podría ser visto más que como un acto de cortesía. El contexto, sin embargo, es diferente: es el de un encuentro público entre el representante de México y el de los intereses norteamericanos. Es, pues, un contexto eminentemente político. Es conceptualmente imposible, por lo tanto, ver dicha acción como un mero acto de cortesía. Seamos claros: no hay otra forma de entenderla que como una manifestación vulgar de servilismo y abyección. No es Jorge Castañeda quien es visto como el criado de Jesse Helms (cosa que no nos importa si es o no es), sino el representante de México quien se auto-presenta (dado el contexto) como el lacayo del influyente senador norteamericano. Esto último sí nos afecta y nos ofende, y mucho. Confieso que, por más que me esfuerzo, no puedo adscribirle un sentido diferente a la conducta de nuestro Secretario.

 

      Esto tiene su contrapartida, que es la despedida de Helms: al terminar su reunión con la parte mexicana, el americano, conocido en México por haber denostado a nuestro país y a nuestra población desde múltiples puntos de vista y foros, por haber propuesto castigos, bloqueos, sanciones y demás en contra de nuestra población, por habernos calificado de la peor manera posible, en otras palabras, por haber sido un descarado enemigo de México, se retira con un muy a la moda “Qué Dios los bendiga!”. ¿Qué significa eso si no una cínica y cruda burla del norteamericano? En la medida en que ningún miembro de la parte mexicana tuvo a bien corresponder con un saludo por parte de, digamos, la Virgen de Guadalupe, no queda más que inferir que las autoridades mexicanas, una vez más, tranquilamente asimilaron el insulto.

 

      Veamos ahora las declaraciones de Acosta. A mí me parecería elemental, pero quizá esté equivocado en pensar que toda crítica, moral o política, tiene que emanar de alguien que goza de autoridad, moral o política. Por ejemplo ¿qué valor se le podría conceder a la recomendación que, e.g.., el bárbaro Mochaorejas  le hiciera a uno de sus seguidores en el sentido de que éste “no debería hacerle daño a personas inocentes e inermes”? ¿Cómo podría un asesino como él sermonear a los demás cuando su conducta contradice flagrantemente sus palabras? Sus acciones le cancelan toda autoridad moral para ello, es decir, lo desautorizan, por lo que, si las emite, dichas palabras habrán de adquirir otro sentido: el del cinismo, la desfachatez, la crueldad, etc., pero ciertamente no la de la auténtica moralidad. Esto me parece innegable. Apliquémoslo entonces al caso de la relación de México y Cuba. En la isla caribeña, es bien sabido, por estrechamente que se viva, no hay niños que se mueran de hambre, no se plagian infantes para venderlos en el extranjero o para extraerles órganos, los niños efectivamente van a la escuela y se instruyen (i.e., se humanizan), no hay sectores de la población segregados por consideraciones concernientes al color de su piel, no hay desaparecidos, nadie ha intentado apropiarse de la producción de níquel o de la industria nacional del tabaco, etc. Se trata de un país injustamente bloqueado pero que, dirigido por el líder mundial más grande de la segunda mitad del siglo XX, aprendió a vivir en la autarquía, dándole a su población todo lo que se puede en condiciones como las que allá se padecen. En marcado contraste con ello, sea dicho en passant, aquí en México nos ponemos a temblar ante la mera amenaza de que los vecinos del norte dejen de comprar, verbigracia, aguacate o jitomate o que no nos vendan más, digamos, chips. En todo caso y comparando a los dos países, si hay un país con 10 millones de indígenas sumergidos en el lodo y en el hambre, con 40 millones de personas apenas subsistiendo, con un hampa desatada, con ciudades que son auténticas amenazas diarias para los ciudadanos normales, con millones de desempleados y de gente a la que se dejó mal preparada para la competencia cotidiana por la existencia, ese país no es Cuba. Por lo tanto, si hay un país en donde se violan derechos humanos ese país no es Cuba. Pero  ahora resulta que es nuestra “embajadora” de derechos humanos (¿tiene sentido tal status o es una chamba más?) quien pone el grito en el cielo por 30 individuos de filiación dudosa, supuestamente presionados por el gobierno cubano y quien expresa su “inquietud” por sus “derechos humanos”. Esto es simplemente grotesco, sobre todo si no olvidamos (una vez más, ello es parte del contexto) que cuando a ella le tocó pronunciarse sobre los derechos humanos de los indígenas (quiero pensar que ni Diego Fernández pretenderá que la expresión es auto-contradictoria!) no supo articular palabra alguna ni construir un pensamiento útil e interesante, más allá de las trivialidades y vacuidades de siempre. Y, yo pregunto, ¿está esa persona, representante del gobierno de un país en donde es un hecho que se violan a diario los derechos humanos de los ciudadanos, autorizada moral y políticamente para emitir una crítica pública, con repercusiones políticas no desdeñables, al sistema social cubano, un sistema de vida indudablemente muy superior al nuestro desde el punto de vista de la justicia social? ¿Cómo se puede entonces interpretar el hecho político de su pronunciamiento? A mi entender, de dos maneras. Primero, que la calidad de clase política mexicana va claramente “a la baja” y, segundo (y algo mucho más perturbador que eso, quizá), que dicha clase política está decidida a convertirse en no otra cosa que en un conjunto de coristas y portavoces de los intereses de otra nación. O ¿hay acaso una lectura alternativa viable del hecho que nos ocupa?

 

      Un último caso digno de ser presentado es el de la famosa “justificación” que nuestro bilingüe (después de 30 años de vivir en los Estados Unidos creo que muy pocas personas no lo serían) y rabietudo Secretario de Relaciones Exteriores le ofreció al gobierno americano por su no adhesión explícita a la infame propuesta checa. Básicamente, su ingeniosa salida fue que la propuesta estaba “politizada”. En el contexto de las relaciones binacionales ¿qué puede significar semejante “boutade”? La respuesta es obvia: brota de dos temores, a saber, el de molestar al nuevo amo y el de generar serias protestas en México, en donde todavía hay patriotas. Pero queda claro que lo que el siniestro Ernesto Zedillo inició se está consumando poco a poco: se pasó de apoyo a la Revolución Cubana al rechazo de críticas a la abstención. ¿Cuál es el paso siguiente? El ataque a la Revolución Cubana. Si en esta ocasión ello no se hizo fue pura y llanamente por razones de táctica política. Después de todo, ni siquiera un gruñón puede barrer arbitrariamente con lustros de tradición independentista. Se tiene, por lo tanto, que proceder con cautela, quitando poco a poco los obstáculos que hasta en la misma Secretaría le podrían surgir. A eso se reduce toda su “explicación”, si nuestra lectura pragmática de los hechos no es totalmente errada. Como puede apreciarse, la ventaja de nuestro enfoque es que permite captar el movimiento de lo que es, por así decirlo, una fotografía (un hecho político) y gracias a él evitamos por lo menos el engaño.

 

      Que la detestable hipocresía y el odioso cinismo reinan en política es quizá hasta demasiado trivial como para recordarlo, pero a veces los lugares comunes son útiles. El caso de la condena latinoamericana es un escalofriante ejemplo de ello. Todos sabemos que en Argentina tuvieron a bien los militares torturar y desaparecer a más de 30,000 (treinta mil!) personas (traficaron con recién nacidos, etc.) y asumo que todos estaremos de acuerdo en que pocos monstruos hay tan horripilantes como los execrables kibiles guatemaltecos, entre cuyos méritos habría que incluir el de cientos de asesinatos de niños indígenas de 4 y 5 años, realizados azotando sus pequeñas cabezas contra piedras (No estoy inventando ningún dato). No hay palabras para calificar a un gobierno fundado en gente y prácticas así. Huelga decir que en ambos casos estuvieron directamente involucrados los magníficos y brillantes asesores de la CIA y el Pentágono. Pero, a la manera de una nueva clase de literatura en la que se entremezclara el horror con la comicidad, son precisamente esos malos gobiernos, esos gobiernos criminales y a-representativos, los que condenan en un foro internacional al gobierno de Cuba sobre la base de que se hostiga a varias decenas de disidentes! O sea, los grandes violadores de derechos humanos acusan a Cuba de violar los derechos humanos de unos cuantos. Y México implícitamente se une al coro. Una vez más: estos son los hechos, pero (aparte de la repulsión moral que generan) ¿qué podemos derivar de ellos?

 

      Inevitablemente, la moraleja es deprimente: pasó ya la época de la política independiente de México o, por decirlo de otro modo, pasó la era del respeto internacional por nuestro país. México volvió a ser entregado, vendido, amordazado y no tiene ya capacidad para manejarse en los foros internacionales de manera autónoma. El gobierno actual no parece haberse fijado otra misión que la de actualizar sus posiciones a eso que considera como la realidad inamovible de la nación, esto es, la de la total dependencia frente a los Estados Unidos. No estamos de acuerdo! Esto no pasa de ser el fácil cálculo de este flojo y débil gobierno, por lo que su pretensión de ajustar el destino del país a sus propios lineamientos y proyectos entreguistas no tiene por qué ser aceptado por nadie. Parte del problema es que los políticos en el poder se han vuelto extremadamente perezosos (aunque cobran no mal) y no ven ni imaginan ya líneas alternativas de desarrollo que las que heredaron. Por ello, no aspiran a otra cosa que a institucionalizar lo que en este momento prevalece y a tratar, en esas condiciones, de sacar algún provecho. Pero se les olvida que la esclavitud, aunque sea voluntaria y auto-impuesta, siempre será terrible y es un contrasentido natural. Por eso, podemos afirmar que se está cometiendo un grave error: se está llevando al país por el más peligroso de los senderos. Por más apoyo logístico que reciba este gobierno (o el que sigue) de DEAS, CIAS y demás, tarde o temprano el pueblo de México va a hablar en voz alta, y tengo la impresión de que ello será más bien pronto. Ya hay alarmantes indicios de que la violencia en nuestro país empieza a subir de tono. Lo peor que podría pasarnos sería que, por falta de imaginación y fibra políticas, por irresponsabilidad moral, política e histórica, el grupo en el poder optara por la pauperización de la sociedad, la represión masiva y la sumisión estatal. No se necesita tener una bola de cristal para predecir que, si es esa su apuesta, el futuro de México está en entredicho. Debería quedar claro que, independientemente de nuestras simpatías o antipatías, no es el apoyo a la Revolución Cubana per se lo que es de vital importancia para México. Lo que sí es decisivo para el país es el ejercicio de su autonomía, ejercida en función de sus genuinos intereses de corto, mediano y largo plazos pero, si fuéramos autónomos ¿por qué diantres habríamos de condenar a Cuba? Es la defensa de nuestra libertad lo que nos liga a la defensa de Cuba. Y lo que perfectamente queda claro para todo mundo es que si los “expertos” de Relaciones Exteriores y “embajadores” anexos no lo entienden es simplemente porque no han entendido ni la naturaleza de la vecindad con una potencia ni la historia de su propio país, esto es, de México y, asimismo, que no están a la altura de las delicadas misiones propias de sus respectivas investiduras.