La Irrealidad Social

(21 de mayo de 2001)

 

Sin duda alguna un interrogante tan desconcertante como apasionante es uno referente a la naturaleza última de la realidad. Supongo que, por lo menos en alguna ocasión, muchos de nosotros nos habremos preguntado: ¿cómo es realmente el mundo? Parte de lo interesante de esta cuestión salta a la vista cuando entendemos que la respuesta depende en gran medida de cómo se describa la realidad. Cuando digo esto no me refiero desde luego al idioma o al vocabulario (aunque, como veremos después, también eso cuenta), sino sobre todo a lo que podríamos llamar el ‘marco’ o el ‘aparato conceptual’ por medio del cual hablamos de los fenómenos que nos incumben. Si para describir el mundo físico se recurre exclusivamente a la física clásica, la realidad adquirirá una cierta fisonomía; empero, si incorporamos la teoría de la relatividad y la física cuántica, su aspecto será considerablemente diferente. Las grandes teorías científicas (la teoría de la  evolución, la física newtoniana, la teoría general del sistema capitalista, etc.) son estos grandes prismas a través de los cuales lidiamos con el mundo y lidiar con el mundo es de algún modo también conocerlo. Es, pues, comprensible que al ser las teorías especies de redes que permiten atrapar o pescar hechos en sus respectivas dimensiones (biológica, física, socio-económica y demás), éstos sólo puedan quedar representados y configurados vía las teorías mismas, por lo que a final de cuentas son éstas lo único que nos puede informar acerca de cómo son los hechos en cuestión. Parece deducirse de ello que no tiene el menor sentido hablar de una realidad totalmente “a-teórica” porque ¿cómo sería el mundo en sí mismo? No hay respuesta posible a dicha pregunta: tan pronto quisiéramos decir algo al respecto tendríamos que recurrir a conceptos (los que fueran) y, por consiguiente, estaríamos automáticamente categorizando la realidad. Por otra parte, es un hecho que hay múltiples teorías alternativas, compitiendo unas con otras, sin ser necesariamente descartables todas ellas menos una, a saber, La Verdadera. Más bien, lo que habría que decir es simplemente que diversas teorías son aceptables en la medida en que cumplen diferentes funciones, esto es, explican diferentes facetas del sector del mundo del que se ocupan. En última instancia, desde luego, la realidad misma (sea lo que sea) fija condiciones para la elaboración de teorías, de manera que no todo es arbitrario ni cualquier teoría lógicamente coherente se vuelve eo ipso digna de ser tomada en cuenta. Pero aún así, si hay algo de razón en lo que hemos dicho, habrá que admitir que la cuestión de cómo sea el mundo sigue siendo en nuestros días un tema tan misterioso como lo era hace un millón de años.

 

      Este curioso fenómeno de relativismo teórico-ontológico se produce de manera palpable en la ciencia, pero también fuera de ella. Por ejemplo, un pleito de vecinos cambia de cariz según se le describa: para quien es soez y burdo, el problema revestirá esas cualidades precisamente, en tanto que para alguien ecuánime y bien educado que presenciara el incidente, o inclusive si tomara parte en él (lo cual a veces en los vecindarios es inevitable), el problema será diferente puesto que su descripción, esto es, su modo de entenderlo, sería radicalmente distinto. Si hablamos de negros y blancos veremos a la gente de cierto modo, pero si nuestra categoría inicial es la de ser humano, veremos a las personas, negras o blancas, de otro modo. Tal vez  las interpretaciones del mundo sean infinitas, pero ello no basta para impedir que distingamos entre interpretaciones descabelladas y sensatas y que haya límites en cuanto a su aceptación. Qué interpretación sea la correcta o la más convincente, si la del majadero o la del caballero, la del racista o la del hombre normal, ello es algo que dependerá de toda una gama de factores y de mecanismos relativamente objetivos e históricamente condicionados. Regresando a nuestro ejemplo: nada de lo hasta aquí dicho anula la validez de la pregunta: ¿cómo es la humanidad a final de cuentas: un conglomerado jerarquizado de negros y blancos o más bien se trata de un único grupo humano con características superficiales diferentes? Yo tengo mi respuesta (acerca de la cual quiero pensar que el amable lector no tiene dudas), pero debo decir que desafortunadamente es poco probable que sea la de todos. Pero entonces ¿cómo es la realidad humana: como la pienso, por ejemplo, yo o como lo diría, digamos, un miembro del Ku-Kux-Klan?

 

      Cuando pasamos al plano de la política nos topamos con situaciones similares a las descritas más arriba. El punto importante es: cómo sea la realidad social es algo por determinar. No hay más hechos sociales brutos que hechos naturales brutos. Un problema nuevo en este contexto, sin embargo, es que aquí no tenemos a la mano teorías establecidas con base en criterios serios y objetivos. En este caso, el papel del científico lo juega las más de las veces el ideólogo vulgar y, más a menudo aún, el periodista o el locutor. Son éstos quienes, movidos por objetivos políticos y personales ocultos, dotan a los hechos del mundo social con el perfil que ellos trabajosamente labran. La selección de datos, su ensamblaje, su presentación al público, etc., es la labor cotidiana de los “informadores” de nuestro tiempo. O sea, ellos inventan a diario la realidad social. Si estos diseñadores de hechos sociales fueran seres de mentalidad científica, habría que aceptar que la realidad es a final de cuentas como ellos nos la transmiten. El problema es, obviamente, que ello dista mucho de ser así. Más bien, a lo que asistimos es a una tergiversación y desfiguración descaradas y permanentes de la realidad social apoyadas en intereses prosaicos revestidos de ideología y doctrina política, bastante crudas en general. Este es ciertamente un fenómeno mundial o ¿ha visto alguien algo más odioso, tendencioso, insidioso o cruel que la prensa británica? Dejando de lado esto último, es un hecho que nosotros, los receptores, nos damos cuenta de que algo está mal con los famosos mass media y ello no porque podamos falsificar directamente los mensajes que nos envían, sino porque las versiones que nos ofrecen de lo que está pasando resultan ser contradictorias, desbalanceadas, inverosímiles, malintencionadas, etc. Desafortunadamente, es poco lo que podemos hacer al respecto. Antes de sugerir cómo se podría si no eludir del todo por lo menos liberarse parcialmente de la influencia de los verdugos mentales de nuestro tiempo, quisiera ilustrar lo que he venido diciendo mediante un ejemplo reciente.

 

      Consideremos brevemente el caso del malhadado accidente del hijo del jefe del gobierno del Distrito Federal, Andrés Manuel López Obrador. El joven, a bordo de un auto oficial, comete una falta administrativa, de esas que se cometen por cientos de miles a diario en esta ciudad (y sin las cuales su movilidad se vería seriamente afectada, hay que decirlo) sólo que, para su desgracia, da lugar a lo que a mi modo de ver no pasa de ser un insignificante accidente vial, uno más de los muchos que ocurren a diario no sólo aquí sino en todo el mundo. Casi dan ganas de decir: en nuestros tiempos, en nuestras ciudades, no hay nada más normal que un accidente automovilístico! En este caso, lo sabemos, se hacen las reparaciones pertinentes y asunto concluido. Esos son los hechos por lo menos tal como yo los percibo. Sin embargo, los locutores de radio (uno particularmente detestable que pontifica a diario sobre el tema que le pongan enfrente), la prensa amarillista, los dizque parcos comentaristas televisivos, todos ellos, como jauría desenfrenada se lanzan no sólo en contra del joven del accidente, lo cual es desproporcionado, sino que aprovechan la ocasión para abalanzarse sobre el padre del joven accidentado, esto es, sobre alguien que no tiene de hecho nada que ver en el percance. La maniobra, claro está, es por completo injustificable. Pasando por encima de la moralidad pública, los hacedores de realidad social nos pintan un cuadro totalmente distinto del que un observador neutral podría trazar. Presentemos rápidamente cómo deforman ellos el fenómeno citadino aludido.

 

      Lo primero que hay que notar es que lo que normalmente sería visto como un hecho banal es en forma estridente convertido en un asunto de seguridad nacional, en un auténtico escándalo político. Que la colisión haya sido con un auto oficial es ofrecido como prueba irrefutable de corrupción: ridículamente, de inmediato se alude a los impuestos que todos nosotros pagamos (argumento de corte reaganiano tan falaz y desprestigiado como quien lo puso en circulación), a la situación de los desafortunados accidentados del otro auto (policías en general denostados), se hace patente el ofensivo desinterés por la salud del hijo de López Obrador (quien pudo haber resultado herido), se insinúa que iba en estado de ebriedad (lo cual es completamente irrelevante, puesto que no era él quien iba manejando), se pone el grito en el cielo sugiriendo que los daños serán absorbidos por el Gobierno del Distrito Federal, lo cual escandaliza a todas las buenas conciencias de la Colonia del Valle, etc., etc. Huelga decir que esta construcción de un hecho social tan banal como lo es un leve choque de autos es evidentemente ridícula y malévola, pero es la que la gente se ve obligada a consumir. Como no la comparto, más que refutarla (lo cual no creo que tenga mayor sentido, a más de ser un ejercicio aburrido) lo que nos queda por hacer es aprovechar la oportunidad para sacar a la luz los presupuestos de los tergiversadores profesionales, esto es, los locutores y los comunicadores que en la actualidad reinan. La pregunta que deseo plantearme es: ¿qué hay detrás de tanta inquina e infamia?

 

      Lo primero que se detecta en maniobras como la mencionada es un profundo desprecio por la inteligencia del ciudadano mexicano medio. Esto, paradójicamente, es quizá la única garantía de que en principio es factible sustraerse a la asfixiante presión de los mercachifles de prensa, radio y televisión, puesto que en eso seguramente se equivocan: ni la gente es tan torpe ni la manipulación tan efectiva como ellos suponen. En segundo lugar, emerge la convicción de que la embrutecedora repetición de mentiras no puede más que terminar por convertirlas, a los ojos de la gente, en verdades. Este parece ser un principio de los sistemas actuales de comunicación: absolutamente todo es asimilable por el público, sea lo que sea. Por ejemplo, se nos puede decir que el país crecerá a un ritmo de 7% anual, que el problema indígena se resolverá en 15 minutos, que la relación con Cuba es excelente, que las alzas de impuestos no le afectan a nadie, y así sucesivamente, y el ciudadano terminará por creerlo. Para eso está la maquinaria de comunicación social! Pienso que también esta visión de los poderes de los medios de comunicación es excesivamente optimista. El principio subyacente es algo así como “Falsedad + falsedad + falsedad + ... + falsedad = Verdad”. No creo que algo así pueda sostenerse indefinidamente. Se les olvida a los señores de la comunicación manipulada que hay algo instintivo en las creencias de la gente a lo que las patrañas dejan incólume. Percibimos, asimismo, la tradicional conducta perruna consistente en congraciarse con las autoridades, en tratar a toda costa de “quedar bien” con ellas. Por último, detectamos un odio político desmedido, irrestricto, endiablado, porque queda claro que por lo menos en nuestro país no prevalece el respeto por el adversario digno, por el opositor de altura, como ciertamente lo es del régimen y del sistema Andrés Manuel López Obrador. Esto es algo de lo que se logra entrever a través de la descarada campaña política en contra de un individuo que no ha sido susceptible de asimilación, una campaña basada en un insignificante accidente automovilístico en el cual él ni siquiera tuvo él participación alguna. ¿No es todo eso realmente incalificable?

 

      Es muy importante entender que el caso del accidente del hijo de López Obrador en sí mismo no tiene la menor importancia: lo que importa es su significación, lo que revela, lo que pone al descubierto. El caso en cuestión no es más que un caso más. Por ello, ya es hora de preguntarnos: ¿es factible neutralizar esta maquinaria de distorsión sistemática de la realidad social en la que se han convertido los medios de comunicación en nuestro país? Creo que, en principio, sí, sólo que es preciso cumplir con ciertas condiciones que de hecho no son fáciles de satisfacer. Por lo pronto veo tres medidas permanentes de inoculación frente al virus comunicativo de nuestros tiempos. En primer lugar está el contra-ataque y la contra-crítica al ataque y la crítica injustificada e insidiosa. Siguiendo con nuestro ejemplo, me parece que el gobernador del Distrito Federal debería disponer de un canal propio para la enunciación de sus proyectos, planes, versiones de hechos, mensajes, etc., y, también, para defenderse cuando, como en este caso, fuera importante hacerlo. No se debe permitir que triunfe la infamia, la calumnia, la cacería de brujas. Empero, no tener los medios para defenderse es, en las circunstancias actuales, estar mutilado, esto es, equivale a permitir que sean otros, los de siempre, quienes dibujen el mapa de la realidad social. Dicho de otro modo, el gobierno del D.F. debería tener si no un canal de televisión o por lo menos uno de radio, sí programas constantes en horas adecuadas de contacto con la sociedad o, en su defecto, un periódico por medio del cual la gente se familiarizara con otras facetas de la realidad social que aquellas que dan a conocer los medios. En segundo lugar, se debe coadyuvar por todos los medios a la politización de la población: mientras sea la terminología de los “radiólogos” y sus patrones la que se imponga, la población no tendrá elementos para zafarse de los nefastos mensajes de los que la hacen recipiente. Después de todo lo que hemos vivido en estos últimos meses (la venta de México, la fractura de nuestra política exterior, el fraude a los indígenas, etc.), debería quedar claro que el endoctrinamiento político no es ya un lujo sino una necesidad y no es lo mismo, naturalmente, que el embrutecimiento ideológico (sólo alguien muy torpe podría intentar convencernos de lo contrario). Por último, están las realizaciones, los logros concretos: inversión en las zonas más pobres, desayunos a niños de la calle, préstamos para iniciar pequeños negocios, etc. Con medidas como esas el vicioso discurso de los paleros de la “libre empresa” y los bárbaros intolerantes que en nombre de todos y escudándose en la idea de tolerancia (a la que mancillan) no dejan que quienes piensan diferente se expresen con libertad se vería efectivamente neutralizado. Pero mientras se les cedan a los acaparadores de la expresión pública todos los instrumentos que necesitan, mientras no se regulen sus actividades, mientras no se les multe por calumniar o difamar, lo que el pueblo de México seguirá contemplando y a lo que seguirá ajustando su conducta y sus pensamientos no será otra cosa que un equívoco mapa de una horrenda irrealidad social.