Legislación e Intereses Políticos

(30 de abril de 2001)

 

Es triste constatar que, en un plano general o popular, reina en México en la actualidad lo que quizá podríamos llamar la ‘filosofía fácil’. El caso de la política nacional ejemplifica muy bien lo que tengo en mente. En efecto, en lo que a la conducción del país atañe parecería que muy poca gente en México está dispuesta a romperse la cabeza ideando nuevas formas de organización política o de generación y distribución de riqueza. En todo caso, no se percibe ningún esfuerzo serio, arduo e intenso en ese sentido por parte de quienes tienen hoy las riendas del país. Al contrario: lo alarmante es que todo indica que la “filosofía política” de los actuales gobernantes no pasa de ser un vulgar “managerismo” y se reduce básicamente a una simplona tesis de acuerdo con la cual de lo único de que se trata es de hacer “rentables” a las instituciones, aparentemente con no otra meta que la de permitir que “todos” por fin se lleven “una tajada del pastel”. Sin mayores comentarios respecto al símil, de todos modos hay que preguntar: ¿es instructivo y edificante hablar de México como un “pastel” sobre el cual tenemos, como si fuéramos moscas, que echárnosle encima, entre otras cosas para acabárnoslo cuanto antes? Que hay algo muy sospechoso, por no decir otra cosa, en la actual concepción de las funciones del gobierno y de la vida política nacional (prácticamente en todos sus niveles y ámbitos) es algo que salta a la vista tan pronto recordamos que tenemos tras nosotros 2,500 años de pensamiento político serio que sencillamente no encaja ni mínimamente en lo que es la visión gubernamental actual. Esto nos permite aseverar que algo debe estar profundamente mal en ésta última, puesto que es seguro que si todo se redujera a una cuestión de eficacia empresarial, los grandes pensadores políticos de todos los tiempos se habrían percatado de ello y no habrían desperdiciado sus vidas tratando de encontrar principios y mecanismos alternativos de buen gobierno. Debería, pues, ser evidente que las cosas no son tan elementales como lo presuponen nuestros actuales gobernantes. Puede ser que Platón, Sto. Tomás y Hobbes, por no citar más que a tres eminencias, sean incompatibles teóricamente, pero es claro que si se les hubiera puesto enfrente de los actuales programas gubernamentales mexicanos todos ellos habrían coincidido y se habrían destornillado de risa (siempre y cuando, claro está, no los hubieran padecido ellos mismos). El diagnóstico común imaginado habría sido, me parece, que la receta política que se está aplicando en México es sencillamente la más adecuada para agudizar las contradicciones sociales, para generar las mayores injusticias, para propiciar la desestabilización y el caos y para dejar listo el terreno para la represión y la confrontación interna. Si no me equivoco, el caso de los famosos “giros negros” ilustra a la perfección lo que he afirmado.

 

      Antes de avanzar algunas ideas sobre el tema que nos ocupa, sería conveniente recordar, en forma breve, los datos del problema (o, mejor dicho, de una faceta de un inmenso problema para el cual no hay ni siquiera un esbozo de tratamiento a nivel nacional). Éste consiste en que, gracias a la corrupción priista (y por la cual los responsables no han pagado), se permitió que proliferaran en zonas eminentemente residenciales centros de diversión y entretenimiento de adultos, con lo cual quiero decir básicamente bares, cantinas, “centro de baile erótico” (para emplear uno de los eufemismos panistas) y negocios semejantes. Como era de esperarse y por múltiples razones, los habitantes de las áreas se indignaron y protestaron pero, como también  era de esperarse, sus protestas cayeron (si hemos de ser francos, hasta la llegada de Dolores Padierna) en oídos sordos. Ahora hay un grave conflicto social que recae no ya sobre los cuerpos de seguridad (esa fase ya se rebasó), sino sobre la Asamblea de Representantes del Distrito Federal. De lo que se trata es, pues, de formular la legislación apropiada que rija esa dimensión de vida y prácticas humanas. Las opiniones están divididas en dos grandes grupos: el de quienes, como priistas y panistas, pretenden “regularizar” lo ya existente, y el de quienes, como los perredistas, tratan de imponer una política más restrictiva y limitante. ¿Qué se puede decir al respecto y, sobre todo, quién tiene razón?

 

      A mi modo de ver, se debe proceder como sigue: hay que identificar a los grupos sociales involucrados, aclarar rápidamente la función de los legisladores y hacer explícitos ciertos hechos y ciertos valores básicos. Con estos elementos en mano estaremos en posición de formarnos una opinión más sólida respecto al problema y, sobre todo, podremos evaluar mejor el papel desempeñado por los actores políticos en esta confrontación particular.

 

      No se necesita hacer ningún estudio sociológico especializado para entender que los dos grandes grupos que aquí se enfrentan son, por una parte, los habitantes de las zonas afectadas, (i.e., los empleados, prestadores de servicios, trabajadores, las amas de casa, los niños que van a las escuelas del lugar y, en general, los comercios que podemos calificar como ‘neutrales’, es decir, estanquillos, hospitales, tlapalerías, etc.) y los “inversionistas” en giros negros, sus trabajadores y sus clientelas. Hay, pues, intereses objetivos encontrados, al igual que en el caso del comercio ambulante y el establecido. El segundo grupo es económicamente fuerte en más de un sentido: genera fuentes de trabajo (me refiero por el momento no a las prostitutas, danzantes y demás, sino a los meseros, acomodadores de automóviles, etc.) e induce al consumo (bebidas, comidas y espectáculos) en grandes cantidades. Vale la pena notar, sin embargo, que los servicios que se ofrecen son de tipo no productivo. El dinero que fluye es fácil y en grandes cantidades, sólo que no le deja a las zonas en las que se encuentran prácticamente nada, aparte de basura, contratiempos, agresiones, etc. Por lo tanto, si no estuvieran, si se les cancelaran sus “licencias” (noción que, como tantas otras, en un país de ilegalidad como el nuestro no tiene mayor sentido), los vecinos no sufrirían ninguna mengua en sus ingresos o su bienestar general. El único sentido en que los miembros del primer grupo pueden beneficiarse de la presencia en sus áreas de residencia del segundo grupo mencionado es que ellos mismos disfruten de los servicios que ofrecen. Sin embargo, es poco probable que los clientes asiduos de bares y cabarets sean los propios vecinos, padres de familia, etc. Más bien, los clientes regulares son gente que pasa por allí o que se desplaza a dichos lugares. Por lo tanto, en realidad el beneficio para los miembros del primer grupo, para los vecinos del lugar, obtenido por las “inversiones” de los elementos del segundo grupo es nula o prácticamente nula, y a la inversa.

 

      Podría pensarse que si el único problema es que los dos grupos mencionados no se benefician mutuamente, entonces no hay problema qué resolver. Empero, la cosa no es así. Lo que sucede es que uno de los grupos sí influye negativamente en los intereses del otro. Yo supongo que cualquier padre de familia se molestará y preocupará cuando se entere de que enfrente de la escuela de su hijo de sexto año está un centro “nocturno-diurno-vespertino”, del cual salen borrachos, “sexo-servidoras” y mal vivientes de toda índole, los cuales de manera natural darán lugar a escenas de violencia, de inmoralidad, de desfachatez, etc. Pero además, por razones obvias, los giros negros son centros de atracción y de gestación de toda clase de ilícitos: tráfico y consumo drogas, estafas, asaltos, etc. Esto es comprensible: así como difícilmente presenciaremos escenas penosas en una biblioteca o en un convento, es de lo más natural que las presenciemos en antros como esos. No deberían olvidarse tampoco problemas que no tienen que ver con la moralidad, pero que no por ello dejan de ser de primera importancia, como lo son el ruido, el escándalo, el posesionamiento de aceras, banquetas y demás. Por lo tanto, puede afirmarse con toda confianza que sería risible o absurdo negar que los citados giros negros no afectan de manera no trivial a los habitantes de las zonas en donde están ubicados.

 

      Los propietarios de los establecimientos en cuestión pueden responder que ellos tienen derecho a abrir los negocios que quieran, siempre y cuando tengan el dinero para hacerlo y cumplan con las condiciones que la ley impone. Aquí hace su aparición el tercer elemento del cuadro, a saber, los legisladores y los jueces. Empero, antes de emitir alguna opinión sobre este tercer factor quisiera hacer algunas aclaraciones de otra naturaleza.

 

      Tal vez suene impropio, pero creo que puede sostenerse que (por un sinnúmero de razones) difícilmente imaginamos a la humanidad sin la institución de la prostitución. De hecho, de una u otra forma, ésta siempre ha estado presente en todas las civilizaciones, culturas y sociedades. La prostituta ha sido concebida como sacerdotisa, como engendro del mal, como proletaria que por necesidad se vende o como artista de hotel. Inclusive en los países socialistas florecía dicho oficio, sólo que allá estaba muy bien demarcado su radio de acción y se ejercía un fuerte control sanitario. De hecho, las prostitutas estaban registradas y llevaban un carnet. Esto puede parecer chusco, pero en realidad era una manera de proteger a las mujeres que optaban por ese trabajo, pues éstas tenían que hacerse constantemente exámenes médicos y eran vigiladas. Independientemente de ello, es un hecho que en todas las sociedades se ha sentido también la necesidad de circunscribir, práctica y espiritualmente, el ámbito o dominio de semejante actividad. Por eso se instituyeron las así llamadas ‘zonas rojas’ o ‘zonas de tolerancia’. Por diversas razones, en México se llegó a la conclusión de que dichas zonas eran indeseables y se acabó con ellas. Pero era evidente que liquidar las zonas de tolerancia ni mucho menos equivalía a acabar con la prostitución. Lo que pasó fue entonces que el universo del comercio sexual se diseminó a lo largo y ancho de las ciudades. Dado que no se tiene que ser un mojigato para entender que dicho universo acarrea y genera problemas, queda claro que de alguna manera forma parte de las funciones de todo gobierno sensato contenerlo y regularlo, sólo que aquí parece haberse producido un error de apreciación y de razonamiento: se pensó que puesto el comercio carnal era incontenible físicamente, entonces ya no había nada que impidiera su libre expansión. Desde esta perspectiva, parecería que la única función del gobierno es elaborar leyes que permitan que los comercios que de uno u otro modo giran en torno a la prostitución prosperen. A final de cuentas, se trata de un caso más de libre comercio, libre mercado, etc. Después de todo, a nadie se le obliga a meterse a un cabaret para que presencie un “show”, digamos, escandaloso. Es esa visión la que está siendo cuestionada por los nuevos jefes delegacionales. Sin ser yo miembro de su partido, confieso que en el fondo de mí mismo no puedo más que darles la razón. Trataré rápidamente de hacer ver por qué.

 

      El argumento de los partidarios de las facilidades a los “giros negros” instalados en delegaciones residenciales y populosas como la Benito Juárez, la Venustiano Carranza o la Álvaro Obregón es sorprendentemente inepto. De acuerdo con los legisladores panistas y priistas, lo que hay que hacer es simplemente regularizar lo ya existente. Es un hecho que en los bares y cabarets de esas delegaciones los establecimientos siguen operando hasta la madrugada, cuando la ley ordena cerrar a las 2 a.m., que se engaña a los clientes con bebidas adulteradas y, en general, que se cometen allí toda clase de tropelías. Pero, argumentan, no debemos auto-engañarnos: eso seguirá sucediendo y ¿para qué queremos entonces leyes que no se acatan o que son inservibles? En verdad, cabe preguntar: si ese es el razonamiento de los hacedores de leyes ¿qué no pensarán los dueños de los centros de entretenimiento para adultos? Obsérvese, dicho sea de paso, que el argumento es de apoyo irrestricto a la criminalidad: con el mismo argumento se puede sostener que dado que ya existe el tráfico de estupefacientes, la prostitución infantil, el tráfico de influencias, la trata de blancas: en lugar de combatirlos ¿por qué no mejor nada más los “regularizamos”? Parecería que a estos legisladores lo único que no se les ocurre es que puede haber leyes duras y que dichas leyes se pueden imponer, que se les puede hacer respetar. Así, en lugar de elaborar leyes con base en principios y en argumentaciones abstractas, de bienestar general, etc., los legisladores panisto-priistas proponen elaborar leyes con base en cálculos referentes a cuestiones de hecho, esto es, lo que puede suceder, las posibles reacciones de los dueños de los antros, etc. Eso es ridículo! Por todo ello, resulta claro que al no imponer condiciones drásticas al gremio de los cabareteros y cantineros, de hecho los panistas y los priistas están objetivamente promoviendo sus intereses en el terreno judicial. Son sus representantes y portavoces, inclusive si es cierto que no se benefician personalmente por ello (lo cual es, en el mejor de los casos, dudoso: hay mil maneras diferentes a las de cheque a su nombre de pagarles por el servicio). Es cierto que, muy probablemente, tanto panistas como priistas pensarán que no tienen por qué defender los intereses de habitantes que no votaron a su favor en las pasadas elecciones, por lo que frente a la posibilidad de defender los intereses de los vecinos o los de los comerciantes de reputación dudosa han optado abiertamente por defender los de éstos últimos, en detrimento naturalmente de los de los habitantes de las zonas correspondientes. Esto explica la vergonzosa determinación panisto-priista de rechazarse a sondear a los vecinos, a entrevistarse con ellos, a escuchar sus quejas y puntos de vista. La postura del PAN es, hay que decirlo, todavía más irracional e incoherente: por una parte, sus miembros defienden los centros nocturnos de las más bajas categorías (siempre y cuando tengan sus respectivas licencias, claro está, lo cual no significa nada), pero en Guadalajara y en otras ciudades del país han hecho gala de beatería, de un puritanismo y de una hipocresía fabulosos. ¿Qué acaso no fueron los panistas quienes prohibieron la mini-falda en Guadalajara? ¿Sobre qué bases defienden ahora los centros de vicio de la colonia Roma o de la Condesa? A mi modo de ver, se puede ser inmoral o incoherente pero las dos cosas a la vez es demasiado, por lo menos en política.

 

      Todos entendemos que la solución al problema no puede ser ni total ni súbita ni definitiva. En ciudades como la de México, en la época en que vivimos, es poco probable que la proscripción total de algo tenga visos de éxito. Pero es evidente que el gobierno, tanto el federal como el local, tiene todos los elementos para imponer sus resoluciones. Entonces ¿por qué no se procede de esa manera? ¿Por qué se obstaculiza el tratamiento limitado pero frontal que el gobierno del Distrito Federal le quiere dar al ancestral problema que ahora aqueja a cientos de miles de habitantes de la ciudad? En realidad yo creo que, por penosa que resulte la constatación, la verdad es que lo que los panistas y priistas están haciendo es sencillamente operar en concordancia con el espíritu de la época: si la advenediza Secretaria de Turismo es de los agentes más activos en la promoción de garitos, si el presidente mismo declaró que no está en contra de los casinos, difícilmente podría esperarse de los partidos tradicionales otra cosa que el apoyo a los comerciantes de alcohol y sexo, aunque eso sea precisamente lo que la razón condene. La propuesta panista equivale, por lo tanto, a una descarada propuesta de regulación del caos, esto es, constituye la defensa más clara que se ha dado de la ilegalidad desde la plataforma de la legalidad. Por lo pronto, los habitantes de las colonias afectadas deberían extraer ya la lección y aprender a discernir, de una vez por todas, entre quienes trabajan para ellos y quienes nada más los usan políticamente.

 

      El problema abordado rebasa con mucho el ámbito en que por el momento se le circunscribe. Es evidente que ahora que proliferan los “giros negros” éstos tengan cada vez una mayor clientela. Pero esto hasta un párvulo lo adivina: si quitamos todas las diversiones y formas sanas de entretenimiento y no dejamos más que lupanares en una ciudad, yo aquí y ahora aseguro que prácticamente toda la población de uno u otra forma los aprovechará. Pero esto lo único que indica es que se ha promovido la desaparición de bibliotecas, de salas de arte, de centros culturales, de centros deportivos, etc. En México no hay una vida cultural popular nocturna. Las únicas opciones que se le presentan al ciudadano son los “table dance”. Por ello, más que clientes voluntarios de lo que éstos viven es de clientes cautivos, para lo cual las autoridades pasadas prepararon cuidadosamente el terreno. De ahí que la solución tenga que incorporar múltiples elementos. Desde luego que se les tiene que cerrar el paso a los centros de vicio por medio de regulaciones severas y de cuerpos policíacos especializados que sirvan para combatir su legalidad específica, se debería también hacer un drástico escarmiento de cuando con alguno de los muchos jueces venales que hay y que sistemáticamente protegen esta clase de delincuencia; pero, al mismo tiempo, se debería promover la vida sana (parques recreativos, bibliotecas, centros de computación gratuitos, promoción de exposiciones, conciertos, etc., locales, esto es, organizado por los vecinos de las delegaciones y básicamente para ellos, concursos de lectura, de declamación, cine-clubs, y así sucesivamente). El problema no es, pues, inatacable. Si así se le ve es sobre todo por la desidia y la pereza de los demagogos que hay en el congreso y a quienes lo último que les importa es el bienestar popular. La impresión general es que de lo que se trata es de vender todo lo que se pueda vender en el país y todo lo que es vendible es afín a la política global prevaleciente. Y los giros negros ciertamente lo son. Por eso reciben el apoyo casi incondicional de los legisladores panistas y de los legisladores del pasado (priistas) quienes, fundados en una perspectiva simplona y en su afán de convertir a México en un garito, están dispuestos a llevar a la población de la Ciudad de México y al país en su conjunto al garete.