Líderes versus Administradores

(15 de enero de 2001)

 

 

Así como en el siglo XIX no se podían seguir explicando las situaciones políticas en términos de las categorías propias de la Revolución Francesa, tampoco en el siglo XXI podremos seguir operando con las categorías usuales de izquierda y de derecha, acuñadas para dar cuenta de situaciones y procesos drásticamente diferentes de los actuales y que, por consiguiente, el tiempo dejó en claro que son ya obsoletas. Es palpable que todavía estamos en espera del politólogo que habrá de construir las nuevas categorías y los nuevos moldes de explicación que con urgencia se requieren y que las que los científicos sociales (sobre todo los anglo-sajones) han puesto en circulación son o pueriles y teóricamente inútiles o paráfrasis de las ya existentes y, por lo tanto, no representan ningún avance real. Por lo que se ve, no abundan los Marx, los Lenin, los Lukacs o los Gramsci. Eso no impide, sin embargo, que la lucha ideológica, por abigarrada que sea, no esté a la orden del día. Por ejemplo, una expresión simple del odio ideológico de nuestros tiempos, en nuestro país por lo menos, es la permanente campaña de denigración de ideas como la de “populismo”. Esta noción se ha convertido en una etiqueta muy cómoda cuya función es permitir denostar cualquier medida o política tendiente a hacer un poco más llevadera la vida de millones de personas que viven en la miseria (mugre, hambre, ignorancia, etc.). Así como, a fuerza de repetición, “democracia” se volvió sacrosanta, así también “populismo” se volvió la noción que sirve para referir a lo más execrable en política, es decir, se le convirtió en una noción con rasgos no sólo empíricos, sino dotada también de una fuerte carga evaluativa (negativa, desde luego). Por consiguiente, se asume automáticamente que nadie puede defender posiciones “populistas” puesto que, por mera semántica, se estaría auto-condenando. Así es como en el frente ideológico se pone de rodillas a las personas. 

 

      Una consecuencia interesante de lo que dan ganas de llamar la ‘falacia del populismo’ es que con ésta parece también promoverse la moda de la crítica sistemática a todo lo que tenga que ver con el líder. En efecto, todo lo que suene a “hombre fuerte”, a “caudillo”, a “comandante supremo”, es sospechoso y de inmediato puesto en tela de juicio y en el banquillo de los acusados. En este caso lo que entra en juego es una cierta concatenación de asociaciones: se entiende que, por ser intrínsecamente condenable, el populismo es una óptica política impuesta y eso es algo que sólo un ser malévolo puede hacer. Ese alguien es precisamente el líder, el “jefe máximo”. Empero, como lo que se quiere es una política “racional” (económica, laboral, etc.), entonces el rechazo del populismo implica el del liderazgo. La democracia, aparentemente, no sólo puede prescindir de los líderes, sino que los excluye. Si efectivamente esto fuera así (lo que no creo), habría aquí elementos para estructurar un argumento muy serio en su contra.

 

      Obviamente, estamos en presencia de cadenas defectuosas de argumentación, pero no me detendré a examinarlas en detalle. Me incumbe, por el momento, examinar la conexión entre los conceptos “populismo” y “caudillo” o “líder”. Hasta donde se me alcanza, son dos nociones lógicamente independientes, esto es, no se implican mutuamente. Es, pues, imaginable un sistema “populista” sin Duce alguno y es evidente que puede haber líderes que no son de inclinaciones o tendencias populistas. Pero, más interesante aún, es claro que, contrariamente a la moda prevaleciente, la noción de líder merece ser rescatada. En mi opinión, hay una permanente tensión, virtualmente presente desde que hay comunidades humanas, entre los líderes y los administradores, pero es sólo cuando las sociedades alcanzan un grado elevado de organización que el problema puede plantearse nítidamente. Hay épocas de líderes y épocas de administradores. Pienso que en parte nuestros dilemas, en todos los niveles de la vida social (gubernamental, empresarial, académico, deportivo, periodístico, etc.), revisten cada vez más la forma de “líderes versus administradores” (o, lo cual quizá sería más exacto, de “líderes versus administraciones”). Deberíamos preguntarnos: ¿quiénes queremos que manejen o que estén al frente de nuestros destinos: los super dotados (si los hay), con todos los riesgos que ello acarrea, o administradores, esto es, profesionales, técnicos, probablemente efectivos en su trabajo pero ciertamente grises? Tal vez no haya una respuesta contundente y definitiva en ningún sentido.

 

      No estarán de más algunos recordatorios concernientes a los rasgos fundamentales de los auténticos líderes. ¿Qué es, después de todo, un gran líder, un genuino conductor de hombres, un verdadero dirigente? Para empezar, hay que decir que no se es líder por capricho personal, esto es, no se es líder porque, no teniendo otra cosa que hacer, se decide finalmente uno a ello. Eso es ridículo. Un líder es, en cierto sentido, inevitable. En algún famoso pasaje en el que examina la compleja noción de existencia, Bertrand Russell ilustra la diferencia entre la no existencia de Hamlet y la existencia de Napoleón como sigue: si Shakespeare no hubiera escrito su pieza de teatro nadie habría nunca hablado de Hamlet ni se habría ocupado de él, en tanto que si nadie hubiera querido hablar de Napoleón éste muy pronto se las habría arreglado para que notaran su presencia. Así, al hablar de líderes a lo que aludimos es a personalidades arrolladoras, a hombres en los que convergen múltiples responsabilidades frente a las cuales han dado muestras de capacidad y por lo cual se vuelven irremplazables; el líder es un individuo carismático que más que ser un gran orador (aunque generalmente los grandes líderes lo son) sabe pensar, entre otras cosas por estar imbuido de doctrina, por tener una visión (que podemos o no compartir) que lo guía; un líder es también un hombre con arrojo que sabe tomar decisiones, por terribles que sean, en el momento preciso, pero lo hace no movido por ambiciones personales sino porque dichas medidas son las acordes al sentido histórico del período, al cual interpreta y da cuerpo. Hombres así puede haberlos en cualquier nivel de la estructura socio-política: tanto en la más alta investidura de un país como en un ministerio, en una universidad o en una empresa privada. En todos los casos la alternativa es la misma: se es líder o simplemente se está nominalmente al frente de una administración, esto es, una estructura burocrática que funciona independientemente de uno y en la cual uno simplemente se incrusta (y, desde luego, de la cual se beneficia). Desde esta perspectiva, no es superfluo preguntarnos: nosotros ¿qué tenemos y qué necesitamos: líderes o administradores?

 

      Es muy importante distinguir entre un líder genuino y un administrador erigido, por configuraciones contingentes de hechos, por casualidades, en el “manager” supremo de una institución o de un país. Pinochet, por ejemplo, no es un líder, Fidel Castro sí (y de qué magnitudes!); César era uno y grande, en tanto que Octavio era más bien un administrador déspota; Lázaro Cárdenas fue un líder y Miguel Alemán un administrador; en la Universidad Nacional, como en la Canacintra, ha habido tanto unos como otros. Naturalmente, a menudo no es factible ubicar con toda certeza a alguien dentro de uno u otro de los grupos considerados, pero sí es importante tratar de discernir entre líderes e individuos que superficialmente son como ellos por ocupar el lugar decisivo en una estructura dada, pero que en el fondo son radicalmente diferentes. Naturalmente, si consideramos idealmente casos intermedios nos va a resultar difícil percibir dichas diferencias, pero si lo que comparamos son prototipos, casos paradigmáticos, éstas serán notorias y permitirán distinguir en general al líder del administrador. A mi parecer, la gran diferencia radica en el contenido de sus respectivos “pensamientos políticos”, de sus objetivos últimos (independientemente del nivel en que se ubiquen): el líder aspira a crear algo nuevo y, por lo tanto, a modificar las instituciones en concordancia con los intereses generales, imprimiéndoles de paso su sello particular; el administrador, que tiene que ser hábil si ha de sostenerse en su posición, aspira simplemente a mantener el status quo: a diferencia del líder, él pelea por que las cosas no cambien, porque las instituciones no se regeneren y porque sigan funcionando como hasta ese momento, pues está convencido de que así están bien. La diferencia no está en el temperamento o en el modo personal de poner en práctica los proyectos, en por ejemplo si se es déspota o no, sino en el contenido ideológico de las motivaciones y aspiraciones; uno tiene motivaciones políticas (institucionales), el otro meramente personales. El líder tiende a no pensar en sí mismo como persona, sino que más bien se ve a sí mismo como instrumentando la voluntad popular, masiva, global, universal (consciente o inconsciente), en el dominio, ámbito o nivel que sea. Es, pues, un error imaginar que por el mero hecho de ser déspota un funcionario se convierte en líder, así como otro puede ser líder aunque sea déspota. Aquí el error consiste en pensar que es el potencial rasgo común de despotismo lo que convertiría a ambos en líderes y por lo cual, claro está, habrían de ser repudiados. Pero el despotismo del auténtico líder no es el del “parvenu” encumbrado, el del tecnócrata que hizo carrera, el de quien se esconde tras el dinero o el poder que confiere un puesto para dar libre curso a sus terrenas ambiciones y pretensiones personales. No podemos permitirnos ser tan superficiales como para no detectar las diferencias que hay entre estas dos clases de dirigentes. Esto, además, puede verse en los más variados contextos. En cualquier dependencia de la UNAM, por ejemplo, se plantea la oposición entre intereses colectivos objetivos e intereses privados, la disyuntiva entre la posibilidad de impulsar la institución de que se trate hacia nuevos cielos o mantenerla en donde está para poder aprovecharla y ordeñarla al máximo. En otras palabras, también en cualquier dependencia de la UNAM se planteará siempre el problema de si queremos líderes o preferimos administradores. Este es, me parece, un buen enfoque para enfrentar las situaciones políticas actuales.

 

      El espantoso siglo XX, hay que decirlo, acabó en una derrota casi total de la figura del líder y ello es, viéndolo bien, perfectamente comprensible. Vivimos, no cabe duda, una era de triunfo de administradores. Lo que esto significa es que la burocracia, las instituciones, los mecanismos de producción y consumo, etc., se auto-regulan y lo único que requieren es, por así llamarlos, supervisores. Un claro ejemplo de ello es el gobierno norteamericano: desde Truman hasta Bush no ha habido allí un solo líder. Pero esto, de nuevo, tiene una explicación histórica y, si se me permite, materialista: la sociedad americana no los requiere. Dado el alto nivel de organización social que prevalece en la potencia número uno del mundo, lo que se necesita es simplemente vigilar que la maquinaria social siga trabajando y produciendo para seguir consumiendo al mismo ritmo. Por consiguiente, lo que se requiere son técnicos en sectores claramente delimitados, cada vez más especializados, no gente con visiones globales sino gente que sepa hacer su trabajo. No es que en los Estados Unidos no pueda haber grandes líderes (sería de una torpeza gigantesca pensarlo), sino que mientras sean lo que son no se les necesita. Por eso, por ejemplo, en el Pentágono hay especialistas en América Latina y, dentro de esa área, especialistas en Guatemala, en Brasil, etc. Ellos, por lo tanto, tienen especialistas en, e.g., Bolivia que no saben gran cosa de lo que pasa en Tailandia, y a la inversa. Son, pues, administradores. Es con administradores como se logra mantener vigente un estado determinado. El punto relevante para nosotros es que hay una conexión importante entre clases de dirigentes y situación real.

 

      En México se hace un gran esfuerzo por denigrar la figura del líder, del dirigente, pero ¿hay bases para ello? ¿Están las instituciones del país tan bien construidas que no requieren mejora sino simplemente funcionamiento al máximo? ¿Estaríamos realmente bien si las instituciones y las leyes que nos rigen funcionaran de manera óptima? ¿Son nuestros niveles de vida, de educación, de salud, tan envidiables que podemos pasarnos de líderes y contentarnos con meros técnicos? ¿No hay nada que cambiar, por no decir (ofrezco disculpas por la blasfemia) “revolucionar” en este país? Mucho me temo que sí y me parece que, con una población tan desvalida como la nuestra, abogar por no tener más que administradores es una señal no sólo de falta de imaginación, sino de pensamiento reaccionario y en el fondo maligno y mediocre. En mi opinión, sin embargo, se está iniciando una etapa en la que se requerirán cada vez con mayor urgencia y en los más diversos contextos, líderes auténticos, gente con pensamientos frescos y con voluntad y capacidad de materializarlos. Ignoro si la conducta de quienes se oponen a las personalidades fuertes se pueda explicar psicoanalíticamente como, por ejemplo, una rebelión frente al padre o un problema de castración, y no estaría tampoco muy seguro de qué importancia concederle a una explicación como esa, pero en todo caso no tengo dudas de que políticamente se trata de partidarios de la estabilidad a ultranza (esto es, al precio que sea), de gente que pretende evitar toda clase riesgos inclusive cuando se les asume en aras de mejoras impostergables, esto es, de opositores de nuevas ideas. Las épocas de las administraciones son quizá las más grises en la historia de los pueblos y no puedo desprenderme de la idea de que el futuro de México dependerá en gran medida de si encuentra a sus líderes adecuados o no, y ello pronto.

 

      En realidad, la lucha contra el líder no es más que una faceta de la lucha contra el progreso social. El carácter del líder, a final de cuentas, no puede ser desligado de sus objetivos históricos, por limitados o modestos que sean. La conexión que molesta, que perturba es la de “líder + populismo”. Después de todo, hay líderes empresariales, líderes de opinión, líderes religiosos. En general, con ellos no hay problema. Éste surge sólo cuando el líder pretende modificar seriamente las instituciones, enfrentarse a grupos establecidos, desplazarlos o, permitiéndome un barbarismo, “desprivilegiarlos”. Es entonces que ser líder, que ser el principal o el único portavoz de una tendencia histórica nueva, de un movimiento renovador, es ser alguien indigno, indefendible, criticable. Hay que acabar con ese chantaje. Nosotros, aquí y ahora, requerimos de líderes, de gente comprometida con la transformación profunda del país, de gente dispuesta a combatir por México en todos los foros internacionales, sin hacer concesiones y buscar directa o burdamente beneficios personales. Para mí es claro que la recompensa viene con la obra, cuando la misión se cumplió. Y si para ello hay que volverse de nuevo “populista” entonces, como decía una canción cubana de los años 60 (y como, si no mal recuerdo, lo dijo en algún momento el gobernador del Distrito Federal), que nos pongan en la lista.