Terrorismo Lingüístico
y
Manipulaciones Fallidas
(22 de enero de 2001)
Es menester constatar que prácticamente no hay, por lo menos en el
ámbito de la vida social, cambios que podríamos calificar de ‘puros’, esto es, totalmente
positivos o completamente negativos. En los grandes procesos revolucionarios
siempre, inevitablemente, se cae en excesos terribles (piénsese, por ejemplo,
en Maria Antonieta), pero lo mismo acontece con las mini-transformaciones, como
lo fue el cambio de poderes en México. Éste, a no dudarlo, fue benéfico para el
país. Ni mucho menos pensamos que los males que nos aquejan van a desaparecer
con la misma vertiginosidad con la que el PRI se desmoronó, pero es innegable
que la mera renovación de grupos en las salas del poder tiene un efecto
saludable, por lo cual naturalmente (aunque desde luego no estemos
personalmente involucrados) nos regocijamos. Empero, como insinué, esta faceta
positiva de nuestro proceso histórico tiene también sus aspectos tenebrosos.
Algunos de ellos eran en cierta medida previsibles. Por ejemplo, a nadie puede
sorprender ahora que el Secretario de Hacienda hasta se jacte de ser un
“terrorista fiscal”. Si su terrorismo estuviera orientado exclusivamente a
obligar a los grandes evasores a que cumplan con lo que ley ordena, la mano
dura del encargado de las finanzas del país sería bienvenida sin restricciones.
Empero, la política del Secretario no parece ser mayormente discriminatoria y
con la misma bonhomía aterroriza a millones de personas gravando medicinas y
alimentos. Sería interesante saber, por ejemplo, si para balancear su cruzada
fiscal se propone también de alguna manera mitigar con medidas ad hoc
las penurias de minusválidos, desempleados, sirvientas, sexo-servidoras, lava-coches
y demás. Me temo, sin embargo, que para los más desvalidos y vulnerables del
sistema no habrá mayores compensaciones, fondos de ayuda ni nada que se les
parezca. Creo, pues, que en efecto el cargo de terrorista fiscal no es del todo
inapropiado.
Ahora bien, el positivo
cambio materializado el 2 de julio de 2000 impulsó también, de manera casi
imperceptible, otras modificaciones, entre las cuales habría que mencionar
ciertas alteraciones en las formas coloquiales de hablar. Dichas alteraciones no
representan un inocuo cambio de terminología, por más que ingenuamente así se
les tome o mañosamente se quiera que así se les vea. En realidad, dado el
carácter constitutivo del lenguaje para la vida humana, lo que está en juego
equivale más bien a una especie de condicionamiento mental, de lavado de
cerebro, de yugo lingüístico de extensas ramificaciones y en contra del cual
hay que alzarse. Me refiero, obviamente, a todo este afán por “clericalizar”
nuestro lenguaje común, cotidiano, por concederles un status de dignidad
realista a moldes lingüísticos escolásticos momificados que de hecho no sólo
son redundantes, sino abiertamente contraproducentes. No es por casualidad,
después de todo, que ahora libremente se nos bombardee en forma permanente con
noticias sobre el jubileo en Roma, programas de televisión en los que se
rescata la causa cristera, misas por radio, etc., sin que ello nos parezca ya
anormal. Ya nada de eso es cuestionable. Para ello se preparó debidamente el
terreno regando a todo lo largo y ancho del país una jerigonza aparentemente
inofensiva y que con voluntad de hierro se trata de imponer. Ahora ya es casi
una obligación, y mucha pobre gente creería que hasta de buen gusto
(dependiendo quizá del tono con que se les emplee), servirse del arsenal de
expresiones que tienen que ver básicamente con el dios de los católicos.
Estamos, hay que decirlo, en plena efervescencia de la moda del “Diosito Santo”
y del “Dios mediante”. Pero ¿por qué nosotros, los millones de
“libre-hablantes” que recibimos (“A Dios gracias”) una sana educación laica,
que nos formamos en el espíritu juarista y callista de la estricta separación
entre el poder temporal y el espiritual, tenemos ahora que zamparnos todo este
vocabulario, aceptarlo como si fuera el natural y hasta sentirnos hostigados
por no recurrir a él más que en son de broma o para ironizar? Empieza a
generarse en nuestro país, de manera mucho más notoria en provincia, un
peligroso fenómeno de terrorismo y persecución lingüísticos. Esto es algo en
contra de lo cual debemos a toda costa manifestarnos.
Que el lenguaje es
fundamental para la vida humana es una afirmación tan obvia que hasta resulta
bochornoso repetirla. No obstante, es importante hacerlo para destacar en qué
consiste su carácter esencial y por qué la confrontación lingüística es
importante. De entrada advierto que ni mucho menos me propongo entrar en
sutiles y apasionantes cuestiones de metafísica, por lo que no abordaré temas
como el de las relaciones entre el lenguaje y la realidad (por ejemplo cómo se
estructuran mutuamente), por la sencilla razón de que no tomo estas páginas
como pretexto para escribir como profesional de la filosofía. Para eso hay
otros foros. Me interesa simplemente llamar la atención sobre ciertas
conexiones entre el lenguaje y sus usuarios de modo que pueda entenderse mejor
porque apropiarse del primero o imponerlo no es nunca de consecuencias
desdeñables. Todo en la vida pasa por el prisma del lenguaje. El pensamiento
humano cobra forma, se materializa en las palabras y su uso. Podríamos
proclamar: “Deja que vea cómo te expresas y te diré la clase de persona que
eres”. En otras palabras, por medio del lenguaje se moldea la mente y con la
mente bajo control se maneja a los hombres. En verdad, un estudio de
mentalidades es un estudio del lenguaje y las circunstancias de su aplicación
de las poblaciones de las que se trate. Por ejemplo, en lo que era la Unión
Soviética había palabras que circulaban en las bocas de las personas desde su
más tierna edad. ‘Paz’ (мир), ‘ser humano’
(Чєловєк) y frases como ‘Cuando sea
grande quiero trabajar para la Unión Soviética’ conformaban una óptica determinada, la cual era una realidad por
completo independiente ya de la política del Kremlin y del funcionamiento de
las instituciones de aquella sociedad. (Dicho sea de paso, confieso que no me
disgustaría en lo más mínimo que los niños mexicanos supieran decir que cuando
sean grandes querrían trabajar por México). Es obvio que dicha mentalidad, esto
es, la mentalidad del socialismo real, era radicalmente diferente de la
perspectiva configurada por palabras como ‘dinero’, ‘negocios’, ‘intereses’,
‘Bolsa’ e ‘inversiones’. Lo que acabamos de decir se aplica por igual, claro
está, a la nueva mentalidad mexicana que al parecer se trata de armar. En
efecto, ya no se puede seguir ocultando que se pretende aquí y ahora
reintroducir, contra-históricamente, un cierto recetario lingüístico, de lo más
“démodé” que pudiera imaginarse y propio de la más baratas de las
santurronerías y mojigaterías que han cursado por el mundo. Hay que señalar
que, dado el carácter inactual del “nuevo” léxico, su artificial uso
forzosamente acarrea consigo un cierto elemento de hipocresía que es realmente
detestable. Entre las expresiones más socorridas encontramos desde luego ‘Así
lo quiso Dios’, la muy mexicana ‘Verdad de Dios que sí’, la particularmente
odiosa ‘Bendito sea Dios’ (empleada a menudo por amas de casa, por comadres o
por gente que ha cometido ilícitos y no obstante logró evadir a la justicia),
‘Que Dios te proteja’, ‘Que Dios te acompañe’, ‘Ve con Dios’, ‘Por Dios Santo’,
‘Virgen Santísima’, ‘Dios no lo quiera’ y, entre muchas otras más, la que está
a punto de convertirse en el ‘saludo oficial’ en toda clase de ceremonias,
festejos y celebraciones, tanto públicas como privadas, a saber, ‘Que Dios los
bendiga’. Muchas de estas expresiones han sido usadas desde hace siglos, pero
ahora han adquirido otro cariz, en parte por lo menos porque son impulsadas
desde las altas esferas del poder público, para beneplácito de las autoridades
eclesiásticas. Debo decir que no estoy seguro de que quienes descaradamente se
sirven hoy en día de ellas, dándoles un giro diferente al que originalmente
tenían, estén del todo conscientes de las implicaciones de su actual
oportunismo.
Es debatible si en un plano estrictamente personal
la actitud romántica de vivir con la mirada puesta en el pasado es lo más
aconsejable o laudable, pero lo que ciertamente es estéril y hasta ridículo
(dependiendo del caso) es que, en un plano social, se pretenda detener el curso
de los acontecimientos y actuar y hablar (pensar) en forma dislocada con los
duros hechos del presente. Con o sin nostalgia, los pueblos deben ver hacia
delante, dejarse guiar por ideas sobre lo que se puede todavía generar y construir
antes que vivir rediseñando el pasado. Esto último vale particularmente para el
lenguaje y las formas normales de hablar. Pocas cosas hay tan inapropiadas, por
lo tanto, como empeñarse en resucitar fórmulas anquilosadas e intentar, a base
de repeticiones y chantajes implícitos, forzar a la gente a servirse de
expresiones propias de épocas pretéritas, en las cuales probablemente eran de
uso corriente y por ende útiles, pero que en nuestros días no pasan de ser
meras reliquias semánticas. En esto hay diferencias que van de lo ridículo
inocuo hasta lo enervante dañino. Sería tal vez chistoso que se pretendiera
obligarnos a expresarnos como los caballeros andantes, que habláramos de
nuestras damas como el Quijote de su Dulcinea y exclamáramos ‘Voto a tal!’ (o,
eventualmente, ‘Voto a Belcebú!’) cuando estuviéramos enojados. Mucho menos
divertido me parece, en cambio, la actual voluntad eclesiástica de retroceso
lingüístico, avalada por el partido en el poder y acatada ciegamente por
amplios sectores de la sociedad, que básicamente consiste en intentar a toda
costa reintroducir en las formas coloquiales de expresarnos toda la gama de
exclamaciones, dichos, proverbios y hasta imprecaciones en los que aparecen la
palabra ‘Dios’ y expresiones propias de la religión católica. Y, por si fuera
poco, el recurso permanente a las recetas lingüísticas aludidas tiene entre
otros inconvenientes (por ser ellas de fácil aplicación en las más variadas
circunstancias) el de limitar considerablemente el léxico de las personas, a las
que terminan por volver lingüísticamente perezosas. Por otra parte, los anhelos
de volvernos a hundir en una moralidad inservible y mojigata (no mini-faldas,
abstinencia, no medios anti-conceptivos, etc.), la cual a menudo de hecho sirve
para justificar los peores excesos en sentido contrario, son palpables. Así,
mentalidad rígida, moralidad cruel e inservible y capacidad lingüística
pauperizada son algunos de los frutos del esfuerzo por manipular el lenguaje
común y ponerlo al servicio de intereses particulares.
Es cierto que la rapidez con que han vuelto a
circular en el lenguaje coloquial multitud de expresiones de religiosidad
superficial, de pseudo-religiosidad, revela un rasgo alarmante de la mentalidad
del mexicano medio, a saber, su despolitización y su ingenuidad ideológica. Sin
embargo, podemos decir que su instinto no está dañado, puesto que en el fondo a
lo que asistimos con esta contra-revolución lingüística es simplemente a una
expresión de repudio del pasado reciente, del pasado vivido. Desafortunadamente,
esta necesidad de expresión está siendo aprovechada por ciertas fuerzas
sociales y canalizada por las vías más accesibles al ciudadano medio, como lo
son las del lenguaje “religioso”. El mexicano, hay que admitirlo, es presa
fácil de toda clase de manipuladores y la reintroducción del lenguaje religioso
más superficial posible pone de relieve. Por otra parte, es innegable que lo
que parece mover a quienes están interesados en renovar nuestro modo de hablar
son ambiciones políticas e intereses económicos. Por ejemplo, se pretende
hacernos creer que todos somos “hermanos”; lo que ya no se nos dice es que unos
están más favorecidos que otros; se nos refresca constantemente la memoria con
la idea de que somos, todos “los mexicanos y las mexicanas”, una sola familia:
lo que ya no se nos recuerda es que unos comen elotes y otros filetes; y así
sucesivamente. Y como corolario de lo anterior, hace su aparición la idea de
que esta hermosa y unida familia que confía en Dios tiene (y debería reconocerlo
en forma cada vez más explícita) un solo guía espiritual, a saber, nuestra
santa madre la Iglesia Católica. ¿No es todo este panorama para aterrorizar al
más templado?
En verdad pienso que el terrorismo lingüístico al
que se nos quiere someter, el intento por volver a poner en circulación un
lenguaje como el aludido en estas líneas, es una batalla perdida para sus
partidarios. La razón es relativamente simple. El lenguaje significativo, lo
sabemos, mantiene conexiones esenciales no sólo con gestos sino también con
reacciones y éstas a su vez dependen en gran medida de la moralidad de la
época. Ahora bien, la moralidad insinuada por expresiones como las mencionadas
está asociada con una concepción del mundo rebasada y de hecho imposible de
revivir. Háblese de Dios o no se hable, tarde o temprano tendrá que haber en
este país leyes que permitan el aborto y la eutanasia, se seguirán haciendo
experimentos con genes humanos, no habrá marcha atrás en las prácticas sexuales
de nuestra época, y así indefinidamente. Pretender detener la historia vía la
introducción forzada, no sentida, oficializada de unas cuantas fórmula,
utilizables a diestra y siniestra, es como tratar de hacer que el Nilo, el
Volga o el Amazonas fluyan en sentido inverso. Por ello, si en lugar de acuñar
expresiones nuevas para circunstancias nuevas, el esfuerzo se dirige
exclusivamente a forzar la adaptación al mundo actual de expresiones
anquilosadas, podemos estar seguros de que dicho proyecto está destinado a
fracasar. En relación con esto y a manera de conclusión, quisiera simplemente
hacer un par de aclaraciones.
Es de primera importancia entender que una cosa es
la vida religiosa genuina y otra el diluido placebo de vida religiosa que se
promueve por medio de clichés como esos a los que nos quieren acostumbrar. En
dos libros me he esforzado por mostrar que las auténticas vivencias religiosas
no requieren de teología alguna. Expresiones religiosas siempre las ha habido y
las seguirá habiendo. No tiene sentido, por lo tanto, intentar alterar tal
cosa. De hecho sostengo que no hay un lenguaje natural completo sin lenguaje
religioso. Sin embargo, el lenguaje religioso natural no es ciertamente el de
las abstrusas teologías de las diversas Iglesias. Y debería quedar claro que el
mero uso de frases religiosas hechas no basta para convertir a nadie en una
persona auténticamente religiosa. Lo que en este caso, por lo tanto, nos parece
indignante y condenable no son las actitudes, conductas y emociones religiosas
de la gente, sino la afrentosa manipulación de sus creencias, su uso partidista
y la pretensión de imponerle un cierto vocabulario a la sociedad en su
conjunto. A este respecto quisiera externar una idea que de manera un tanto
vaga me cruza por la mente. A mí me parece que un signo, un test (de aplicación
estrictamente personal, naturalmente) para medir nuestro propio desarrollo
moral es nuestra aceptación o rechazo internos de la idea de ser, por ejemplo,
dueños de esclavos. Hay, no nos engañemos, multitud de gente a la que la mera
idea de tener esclavos les produciría una fruición inmensa. Desde mi
perspectiva esa gente es moralmente primitiva. Sostengo que quien realmente
está en contra de la esclavitud, el verdadero demócrata, de buena gana admitirá
que tan horripilante es ser esclavo como ser dueño de esclavos. El verdadero
hombre libre no requiere para serlo de la esclavitud de otros. Él querrá
entonces luchar con todas sus fuerzas en contra de ese sistema de vida y sus
diversas expresiones. Pero entonces no deberá olvidar que el fundamento y el
punto de partida lógico de dicha organización social es precisamente la
esclavitud mental, la sujeción del pensamiento, el gusto por la mordaza y la
pretensión por acallar en otros la expresión normal de sus ideas. Ello se hace
fundamentalmente, como muchos gobiernos actuales lo han entendido muy bien, vía
la manipulación del lenguaje. Y es esa diabólica sombra de sujeción intelectual
la que parece insinuarse detrás de las a menudo vacuas formulaciones de quien
sonrientemente nos lanza un “Bendito sea Dios” o un “Que Dios te bendiga”.