Mitos
Dañinos:
(8
de enero de 2001)
No es ni mucho menos usual que coincidan en
el cambio día, semana, mes, año, siglo y milenio, por lo que semejante coyuntura
parece exigir de nosotros nuevas promesas y nuevos retos, y me parece que una
forma de asumir nuestras nuevas responsabilidades es haciendo un serio esfuerzo
por zafarnos firme y definitivamente de algunos de los múltiples falsos ídolos
con los que a muchas personas se les engatusó, por lo menos hasta el 31 de
diciembre de 2000. Íconos estériles y dañinos los hay de muy diversa clase y
estirpe: políticos, religiosos, culturales, deportivos, etc., y, huelga
decirlo, de los colores, olores y sabores que se quiera. Después de todo, sólo
un dogmático trasnochado e irredento podría intentar sostener que únicamente se
pueden derribar el muro de Berlín y el PRI! Sería más sensato admitir que si
bien el tiempo efectivamente degüella modos de vida y organización social,
personajes y sistemas de creencias que por una u otra razón, buena o mala, nos
disgustan, no es menos cierto que es igualmente severo con los ideales,
personas, sistemas de vida y también, entre otras cosas, con los libros que
gozan de nuestra simpatía. En este sentido, el tiempo es más neutral e
imparcial que los humanos. Ahora bien, es precisamente sobre un libro que en mi
opinión ha gozado de un desmedido e injustificado éxito que quisiera aquí
verter algunas reflexiones de orden más bien crítico, confiando desde luego en
que lo que yo tenga que decir le resultará al lector en desacuerdo un guante
que habría que recoger. El texto al que me refiero es ni más ni menos que el
famoso libro de Octavio Paz, El Laberinto de la Soledad. El título no es
malo y sobre el estilo no creo que haya mucho que decir. Gramaticalmente se
trata de un libro claro, aunque habría que reconocer que contiene pasajes de
una cursilería y de un mal gusto penetrantes (El enamorado “invita a que lo
contemplen con los mismos ojos piadosos con que él se contempla” (p.37),
“Nuestro grito popular nos desnuda y revela cuál es esa llaga que
alternativamente mostramos o escondemos” (p.79), en una fiesta “La noche se
puebla de canciones y aullidos” (p. 44)) y no sigo adelante simplemente porque
no puedo citar todo el libro! Sin
embargo e independientemente de ello, cabe preguntar: ¿es igual de transparente
su contenido?
Como
muchos de nosotros, yo también leí el libro de Paz cuando estaba cursando la
preparatoria, que es (ahora lo entiendo) la edad adecuada para enfrentarse a
él. Nunca el libro en cuestión me pareció particularmente revelador, pero debo
confesar que con el tiempo me fue resultando cada vez más un libro antipático
y, sobre todo, un libro que a mí como mexicano (cualidad de la que – quiero
gritarlo - no me avergüenzo) no me decía absolutamente nada
esclarecedor. En esto se diferenciaba nítidamente de lo que pasaba con libros
como el de Samuel Ramos, El Perfil del Hombre y la Cultura en México,
mucho más modesto pero mucho más claro y útil, y algunas otras obras (libros y
ensayos) de eso que vino a ser conocido como “filosofía de lo mexicano”. Por
ello, para mí siempre ha representado un misterio el alud de elogios en el que
indefectiblemente se sepulta al libro de Paz. Hasta me ha tocado escuchar una
profana equiparación entre este escrito y La República de Platón,
comparación no sólo estrafalaria y desorbitada, sino a todas luces injusta para
el autor de Las Leyes. Hablemos sin titubeos: una comparación así es no
sólo ridícula, sino afrentosa intelectualmente. No dudo, claro está, de que a
algunos (o inclusive a muchos) extranjeros, intelectuales o turistas, el
trabajo de Paz les resulte excitante, pero estoy persuadido de que en gran
medida dicho estado mental se debe a lo que no pasa de ser una mera ilusión de
comprensión, a un desconocimiento profundo del pueblo mexicano, así como a la
permanente no aprehensión de las motivaciones ocultas del autor. Es cierto que
también he oído a compatriotas alabarlo exaltadamente. Lo único que nunca he
escuchado, sin embargo, es su admisión explícita de que ellos mismos se
reconocen en el semi-inteligible y semi-absurdo cuadro que del mexicano (entre
otros) Paz nos traza. En general, el fenómeno parece ser el siguiente: se asume
tácitamente que al hablar del contenido de El Laberinto de la Soledad
siempre se habla de algún pueblo extraño (salvo cuando se alude a situaciones o
a personajes concretos) al que se identifica mediante el apelativo ‘mexicano’,
pero con el que ciertamente no se tiene nada que ver. Ese es el truco
psicológico operante y en este sentido hay que reconocer que el autor sabe
inducir al engaño: alude permanentemente a nosotros sin en el fondo hablar
realmente de nosotros. Eso, después de todo, es un auténtico tour de force.
En todo caso, yo creo que ya es hora de preguntarse en serio y dejando de lado
toda clase de fanatismo y de culto a la personalidad: ¿de quién y para quién
habla Paz? A final de cuentas ¿qué nos deja su libro?
El
Laberinto de la Soledad, como su autor mismo lo reconoce, es un libro por
entero coyuntural. Se inscribe además en una tradición que ni mucho menos se
inicia con él. ¿Qué es lo que en aquellos tiempos, esto es, mediados del siglo
XX, se discutía? ¿Qué temática estaba en el aire? Básicamente, se trataba de
encontrar un sentido para la vida de una nación relativamente joven que, por
sus peculiares condiciones históricas, se afirmaba en la práctica pero requería
de esclarecimiento respecto a su mentalidad, a su forma de ser, a su creatividad,
a su orientación y desarrollo. En general, los esfuerzos estaban dirigidos a
establecer conexiones entre, por una parte, el carácter del mexicano (tomando
como prototipo sobre todo al mexicano del Altiplano y, más especialmente, al de
la Ciudad de México) y, por la otra, la psicología o la historia. O sea, se
trataba de explicarse y hacer comprensible una cierta mentalidad que había
venido evolucionando, si bien mantenía fuertes vínculos con el pasado, y para
ello se hacía un loable esfuerzo por utilizar un marco explicativo confiable,
como la psicología de Alfredo Adler o el materialismo histórico. Octavio Paz en
su libro rechaza todos esos enfoques. Obviamente, de inmediato se plantea la
pregunta: ¿con qué los reemplaza? La respuesta no deja de ser espeluznante: lo
que él ofrece es algo así como una interpretación poética de la realidad
nacional (dan ganas de decir ‘cósmica’, puesto que Paz se pronuncia también libremente sobre los
americanos, el socialismo, la educación, el hombre, la mujer, los indígenas y
así indefinidamente). Es perfectamente claro que no forma parte de las
aspiraciones del autor del Laberinto ofrecer una explicación científica
de sus temas. Esto “justifica” la ausencia en el libro de toda concatenación de
ideas lógicamente cimentada, los abundantes non sequitur, las
pseudo-explicaciones, la multitud de pronunciamientos inatacables por carecer
literalmente de sentido (sin que para sostener esto último tengamos que adoptar
un criterio verificacionista de significatividad), la inmensa cantidad de
falsedades y de trivialidades, así como las patentes contradicciones que, sin
recato alguno, el autor del libro se permite. Con toda franqueza, no creo que
sea muy difícil ejemplificar estos y muchos otros defectos de ese modo
negligente y cómodo de escribir, propio del inspirado y del iniciado, que
permite que se afirme prácticamente lo que nos venga en gana. Empero, por
razones metodológicas, antes de ilustrar brevemente algunos de los múltiples
defectos patentes de tan elogiada obra, será conveniente inquirir rápidamente
acerca de su contenido.
Empecemos
diciendo lo que el libro no es. No se trata de un libro de historia,
aunque mucho espacio esté relleno de datos históricos, en general conocidos por
gente de mediana cultura, como los concernientes a la vida y a las concepciones
religiosas de los aztecas; difícilmente podría sostenerse que es un estudio
sociológico, por más que contenga algunas descripciones (que nunca rebasan un
nivel alarmante de superficialidad) de los grupos chicanos de Los Ángeles;
sería descabellado afirmar, por otra parte, que El Laberinto es un libro
de psicología, aunque se insista en que el autor nos regala multitud de
“observaciones” sobre, por ejemplo, la forma de pensar y de reaccionar tanto de
la mujer mexicana como de la norteamericana, observaciones que para, digamos,
cualquier feminista de nuestros tiempos que se respete han de resultar no sólo
risibles, sino injuriosas. Tan sólo el segundo capítulo contiene una asombrosa
cantidad de generalizaciones fácilmente refutables (“Las norteamericanas
proclaman también la ausencia de instintos y deseos” (p.33)), de
pronunciamientos a la Nietzsche sólo que vacuos (“El secreto debe acompañar a
la mujer” (p.32)), de falsedades palpables y grotescas (“La norteamericana oculta
o niega ciertas partes de su cuerpo” (p.33)), y esto con toda ligereza se nos
dice de la mujer del país en donde se efectuó la revolución sexual quizá más
importante de la historia! Por otra parte, ni mucho menos contiene el libro
algo así como una analítica existenciaria, por más que haya frases inspiradas
en el más puro de los heideggerianismos. Todos recordamos la impactante frase
de Heidegger de que “la nada nadea”, sobre la cual mucho se puede debatir; no
hay nada qué discutir, en cambio, cuando se nos ilumina con una construcción
como “el Ninguneador también se ningunea” (p. 41). Sugiero, a título de
emulación, “el boxeador también se
boxea” o “el cazador también se caza”, pero la lista la puede hacer el lector
tan larga como quiera. Una de las razones por las que, en contraposición a la
de Heidegger, la frase de Paz huele mal, es que no se trata de una expresión
que aluda a una investigación ontológica seria o se derive de ella. En resumen,
es innegable que para la redacción de su libro Paz no se rompió la cabeza
recurriendo a métodos científicos, no se tomó la molestia de efectuar
mediciones de ninguna índole, de elaborar estadísticas, así como tampoco
construyó pensamientos a priori sobre la naturaleza humana, argumentos
trascendentales para justificar “tesis”, verbigracia, sobre el ser del
mexicano, etc. El libro está plagado de definiciones inservibles (“El simulador
pretende ser lo que no es” (p.36)) y, a lo largo y ancho del libro, de
banalidades pronunciadas en tono de complicidad (“En todos los tiempos y en
todos los climas las relaciones humanas – y especialmente las amorosas – corren
el riesgo de volverse equívocas” (p. 37)). Qué descubrimiento! No faltan, desde
luego, afirmaciones de, a primera vista, metafísica profunda, si bien tramposamente
colocadas y que, por consiguiente, acercan al autor a los dominios de la
charlatanería (“Espacio y tiempo estaban ligados y formaban una unidad
inseparable”, nos dice, al hablar de ....los aztecas! (p.49). (Nota bene:
a mí en lo personal me habría encantado que hubiera completado su dicho con
algo acerca de cuándo y en dónde el espacio y el tiempo han estado separados,
esto es, si para él las ideas de un mundo temporal y no espacial o de uno
espacial mas no temporal son siquiera inteligibles). Podríamos seguir
indefinidamente exhibiendo el material, pero como no es mi propósito hacer una
reseña detallada de tan admirado libro, por el momento nos bastará con concluir
con toda confianza que El Laberinto de la Soledad no es ni un libro de
ciencia ni uno de filosofía. Lo que en él encontramos es el resultado de una
mera “interpretación” de diversos fenómenos sociales, descritos en un lenguaje
del que los tecnicismos científicos y filosóficos fueron expulsados (¿por
ignorancia?) y remplazados por formulaciones de carácter, llamémosle así,
“poético”. De ahí que dichas formulaciones sencillamente no sean debatibles y
que, en última instancia, no pasen de ser la expresión de las reacciones
mentales que generaron en el autor los fenómenos en cuestión: la situación del
México de la época, las obras de tales o cuales personas, el uso de tales o
cuales palabras, tales o cuales costumbres, etc. Ahora bien, así entendido,
esto es, desprovisto de toda pretensión de explicación genuina, el libro
de Paz adquiere su verdadero rostro y con ello su verdadero sentido: la visión
alucinada que de la realidad nacional tenía un poeta. Pero pretender extraer de
estas emanaciones lingüísticas la visión perenne de nuestro país y de nuestro
pueblo me parece simplemente locura, y locura dañina, por más que se cuenten en
millones los contagiados.
La
desfachatada pretensión de Paz de intentar explicar lo mexicano, la
mexicanidad, por así decirlo “desde las nubes”, flotando (o, si se prefiere,
poetizando), sin recurrir a correlaciones sistemáticas con las condiciones
reales de vida de la gente de la que habla, hace que lo que afirma sea a final
de cuentas fantásticamente superficial y pueril. Por ejemplo, su comprensión
del albur, ese peculiar juego de palabras, ya casi extinguido, tan nuestro, tan
típico del Altiplano y en especial del Distrito Federal (y si se me presiona
casi diría que de ciertas colonias o barrios) es una buena muestra de ello. Su
descripción del albur es como una conferencia de anatomía por video, una clase
de geología en la que el profesor no se ensucia las manos ni con gis. Quien no
sabe lo que es el albur se queda en las mismas después de leer lo poco que Paz
dice al respecto. Y hay tanto que decir! Se le podría haber ocurrido, por
ejemplo, citar el Edicto del Fernando VII prohibiendo el albur en sus dominios
de la Nueva España: eso le habría enseñado algo acerca de su origen y su
función y le habría hecho comprender un poco más a fondo algo que no recoge más
que como mera geometría de palabras, a la que además distorsiona por completo
al insertarla en sus divagaciones sobre “el mexicano”. De hecho, desde el
principio no deja uno de preguntarse: ¿sobre quién demonios pontifica con tanta
seguridad este hombre? ¿De qué mexicano habla? Ciertamente no del real o, mejor
dicho, no de los reales, porque niego enfáticamente que haya tal cosa como la
esencia de lo mexicano y fundo mi convicción tanto en observaciones empíricas
(geográficas, históricas, culturales, raciales, lingüísticas, etc.) como
filosóficas: para mí, “mexicano” es un predicado de semejanzas de familia, no
uno para el cual se puedan ofrecer fáciles definiciones de tipo Merkmal,
en términos de condiciones necesarias y suficientes. Pero entonces ¿por qué se
arroga Paz el derecho de dizque disecarnos y analizarnos cuando ni siquiera
supo delimitar debidamente su objeto de estudio? Para él lo mismo es el pachuco
que el tapatío que el colono de Peralvillo que el habitante del Soconusco:
todos ellos son instanciaciones de lo mismo. Eso es, yo diría, deliberadamente absurdo.
Por ello ¿cómo es posible que legiones de intelectuales se hayan dejado seducir
por un libro tan lleno de mentiras y de banalidades? Es difícil no tener
pensamientos feos al respecto.
Debo
decir, no obstante, que no todo es pésimo en el libro que ahora nos ocupa.
Admito inclusive que hay algunas secciones interesantes, pero no son las del
periodista hábil, el astuto reseñista que ensambla hechos cuidadosamente
escogidos. Tampoco me parecen particularmente brillantes sus diatribas acerca
del carácter laico de la educación o sobre la Unión Soviética. Puede
apreciarse, dicho sea de paso, que su anti-sovietismo y su perspectiva
reaccionaria son de vieja cepa. Nada de eso es, hay que decirlo,
particularmente interesante o actual. En donde Paz en cambio sí es una
autoridad es en el mundo de la poesía y, más específicamente aún, en el de la
crítica literaria. Las mejores páginas del Laberinto son sin duda las
consagradas a Sor Juana y en general, como se dijo, a la poesía. Contemplado
desde esta perspectiva, El Laberinto de la Soledad adquiere su verdadera
dimensión y valor, pues entendemos entonces que no es otra cosa que el monólogo
de un poeta que habla, casi al azar, sobre multitud de temas, a los que de
manera vaga cree unificar. Es, pues, ante todo un ensayo de autobiografía
espiritual. Un escrito así es, por otra parte, perfectamente legítimo,
siempre y cuando no se intente conferirle otro status. Lo que entonces
habría que hacer sería preguntarse si las pretensiones de experiencia mística
por parte de alguien le pueden resultar interesantes o importantes a los demás
y dejar que cada quien responda como quiera. Pienso que, en el mejor de los
casos, el libro podría inspirar a alguien (como inspiró este artículo, por
ejemplo), pero nada más. En realidad, pasa con El Laberinto lo que pasa
con la obra de Paz en general: es un libro escrito en primer lugar para él
mismo y, posteriormente, para extranjeros y para intelectuales afines o para
discípulos. Pero es también, hay que decirlo, un libro que no le dice nada a su
(?) pueblo, un libro que (como la poesía de su autor) nunca fue pensado para
consumo popular, en suma un libro que es para todo mundo menos para aquel de
quien habla y a quien se toma como pretexto para desatar toda una batería de
elucubraciones culturales, a saber, el pueblo de México. Así de generoso es ese
pueblo al que Paz supo entusiastamente aprovechar sin darle a cambio nada.