Nacionalismo o Globalización:

¿un falso dilema?

(28 de mayo de 2001)

 

 

Un conocido principio metafísico de primera importancia es el principio de razón suficiente, de acuerdo con el cual siempre hay alguna razón que explique por qué las cosas son como son. Es éste un principio introducido por los filósofos en sus intentos por dar cuenta del mundo como un todo y en gran medida para evitar lo que sería una perturbadora conclusión, a saber, que el mundo es, por decirlo en terminología sartreana, “gratuito”, es decir, que siempre ha estado allí y que, en un sentido importante, no tiene explicación. Esto le ha parecido a muchos pensadores inaceptable y han recurrido al principio mencionado, aparentemente un pilar de racionalidad, para eludir lo que ellos considerarían un callejón sin salida, un fracaso explicativo. Habría que decir, en passant, que una de las “explicaciones” acerca de la realidad considerada como un todo a las que ha llevado el principio mencionado ha sido la postulación de la existencia de Dios. El recurso a Dios como explicación última ha dejado a muchos filósofos, clérigos y gente común satisfechos, con lo cual (imposible no señalarlo) todos ellos han hecho gala de incoherencia y de incomprensión porque ¿qué misterio se resuelve apelando a otro mayor? Si la cuestión de por qué hay un mundo nos rebasa, nos agobia, nos resulta imposible de responder: ¿por qué Dios sí sería una solución? ¿No es acaso la existencia y la naturaleza de Dios tan incomprensible como la posición alternativa? ¿O es menos misterioso Dios que el mundo? La respuesta dista mucho de ser evidente de suyo. Para nuestros propósitos, en todo caso, lo interesante sería inquirir acerca de los límites de los supuestos principios fundamentales de la racionalidad. ¿Qué status tiene un principio como el de razón suficiente? ¿Es a priori? Y si es  a priori ¿es también analítico? Dicho de manera simple: quién lo entiende, quien capta su contenido, con nada más examinarlo  ¿comprende automáticamente que es verdadero? La temática es intelectualmente excitante, pero como no deseo hundirme en un debate de metafísica me limitaré a señalar que, si bien en relación con el mundo como un todo el principio de razón suficiente parece no funcionar, en muchos contextos discursivos usuales sí resulta heurísticamente útil. Trataré de mostrar que en efecto así es considerando brevemente un tema simultáneamente conceptual y político, un dilema que una y otra vez se plantea en muy variados contextos. Me refiero al conflicto entre nacionalismo y globalización.

 

      Consideremos el concepto de nacionalismo y apliquémosle de inmediato nuestro principio. Son dos las inquietudes a las que debemos dar respuesta: 1) ¿tiene el nacionalismo alguna explicación, una razón de ser, o es su existencia perfectamente arbitraria, gratuita, inexplicable? ; 2) Admitiendo que el nacionalismo cumplió en el pasado con su misión histórica ¿se podría eventualmente demostrar que no hay ya en nuestros tiempos condiciones de existencia reales que lo validen y que, por lo tanto, se trata de un concepto obsoleto, como lo serían, por ejemplo, el concepto de duelo o el concepto medieval de amor? Mi posición es, guiándome por el principio de razón suficiente (entre otros), que el concepto de nacionalismo es en la actualidad no sólo útil sino que es, además, indispensable y que no hay todavía un concepto político que lo englobe o absorba o bajo el cual quede subsumido. Si lo que sostengo es acertado, entonces podrá apreciarse que mucho de lo que se afirma a diestra y siniestra, tanto en medios oficiales como en medios publicitario-ideológicos (radio, periódicos, etc.) y que tanto confunden al ciudadano medio, referente a la apertura irrestricta de nuestras fronteras comerciales y financieras, al “populismo” (que es el “caballito de batalla” preferido de los enemigos ideológicos del país) y a toda una variedad de tópicos es abiertamente anti-nacionalista, anti-patriótico o, en otras palabras, anti-mexicano. Veamos por qué.

 

      Así como el individuo es la unidad social mínima al interior de un país, la nación es la unidad mínima en un plano mundial o, como la expresión misma lo dice, “internacional”. Es cierto que el concepto de nación no es equivalente al de país: “país” es un concepto político manejado desde la perspectiva de la geografía (fronteras), en tanto que nación es también un concepto político sólo que articulado desde la perspectiva del lenguaje, la cultura, las tradiciones y las etnias (sigo en esto lo explicado por José Stalin en su celebérrimo ensayo sobre las nacionalidades). Empero, hablamos de organizaciones internacionales o de pactos o acuerdos internacionales firmados entre países porque las naciones quedan identificadas básicamente vía éstos últimos, lo cual es razonable. La explicación es, creo, obvia: hay más naciones que países y, por un sinnúmero de razones, es prácticamente imposible que haya una relación biunívoca (uno a uno) entre países y naciones. México, por ejemplo, es un país multi-nacional. El pueblo maya, e.g., con tres millones de habitantes, ocupando una zona particular del país, manteniendo su lenguaje, sus tradiciones, etc., constituye una nación. Lo mismo pasa en, por ejemplo, España: los vascos, los catalanes, los castellanos, etc., son naciones diferentes, si bien todas ellas quedan constituyen un mismo país. Gran Bretaña es otro buen ejemplo: galeses, escoceses e ingleses son tres pueblos diferentes, pero ante la Organización de las Naciones Unidas el representante de todos esos pueblos es el país llamado ‘Reino Unido’. Así, pues, aunque sabemos que no es ni mucho menos exacto y que ello oculta multitud de diferencias (algunas de ellas importantes), nosotros aquí y en aras de la exposición identificaremos naciones con países, con base en las razones que hemos delineado y que, si se toman en cuenta, no permitirán que caigamos en confusiones de ninguna índole.

 

      Se sigue lógicamente de lo que hemos dicho que el nacionalismo es la postura natural de cada país para la promoción y defensa de sus intereses en lo que es el escenario inter-nacional. Desde esta perspectiva, por lo tanto, no habría nada más incomprensible, más incoherente y más torpe que el que el gobierno (o la sociedad en su conjunto) de un país dado adoptaran posiciones anti-nacionalistas. Ello equivaldría a padecer una especie de SIDA político, puesto que lo que estaría sucediendo es que los mecanismos internos de defensa del país en cuestión habrían quedado paralizados y cualquier invasión de agentes endógenos acabaría por matarlo o, lo que es políticamente equivalente, engullírselo. Y lo que debe quedar claro es que mientras la idea de nación (con todo lo que ella implica y acarrea) siga siendo operativa, la política natural de los países, matizada o ajustada si se quiere por toda clase de convenios, tratados, pactos, arreglos, etc., habrá de ser una política nacionalista. Lo contrario es una auténtico contrasentido además de ser (lo cual es moralmente despreciable) un traición. Esto último no es tan raro como pudiera pensarse y no creo que tuviéramos que examinar muy a fondo la historia de, digamos, América Latina, para detectar un sinnúmero de gobernantes de facto anti-nacionalistas, esto es, traidores a sus respectivas patrias. El fenómeno es mucho más común de lo que podría pensarse en una primera instancia.

 

      Con esto en mente, podemos echarle un vistazo ahora al concepto de globalización para, así, poder después revisar la relación que existe y la que, creemos, debería darse entre el nacionalismo y la globalización. ¿Qué es, pues, la famosa globalización? Se trata desde luego de un complejo fenómeno (económico-histórico-social-político-cultural) que, sin embargo, en otro sentido no tiene nada de sorprendente ni de misterioso. Dicho en dos palabras, las globalización no es sino la expansión y la imposición efectiva a nivel mundial del modo de producción capitalista. Todos, supongo, recordamos la tesis leninista (no falsificada todavía, según entiendo) de que el imperialismo es la fase superior del capitalismo. En ese mismo espíritu, podemos decir que la globalización es simplemente la fase superior del imperialismo. Lo que esto significa es que se reproduce a nivel mundial lo que se produjo al interior de los países “avanzados” cuando en éstos se implantó y desarrolló el sistema capitalista. El costo humano de dicho proceso fue inmenso, pero es tan bien conocido que no diré ni una palabra al respecto. En todo caso, lo que sí podemos recordar es que en aquellos tiempos (digamos, el siglo que va de 1879 a 1870) las sociedades capitalistas quedaron divididas básicamente en dos grandes grupos, las grandes empresas empezaron a aplastar al individuo, los mecanismos de producción de bienes y servicios acabaron con toda clase de moralidad y de visión ajenas a ellos e impusieron la propia, que es la del más impúdico de los mercantilismos. En aquella época la industria inglesa esclavizó al obrero inglés, la francesa al francés y así sucesivamente. Pero el sistema es tan voraz que no podía quedar contenido dentro de los límites de los países. Su encrucijada, por lo tanto, era: expandirse o morir. La historia del mundo desde la guerra franco-prusiana hasta la destrucción final de la Unión Soviética puede verse precisamente como la lucha por su desarrollo y, hélas, triunfo a nivel mundial. ¿Qué otra cosa si no sus grandes representantes son Churchill y Clinton, por ejemplo? El siglo XX no es, pues, otra cosa que el siglo de la feroz victoria del capitalismo y la cuasi-aniquilación de todo otro modo de producción y sistema de vida y de valores alternativo. Naturalmente, un triunfo así tenía que acarrear cambios, novedades. A grandes rasgos, éstos consisten en que el lugar preponderante que ocupaba el capital industrial lo vino a ocupar el capital financiero y en que el papel que desempeñaba el obrero frente al industrial en los países capitalistas originarios lo vinieron a ocupar los países pobres, frente ahora a los países ricos, considerados todos ellos como pequeñas totalidades. Por eso, en la estructura económica mundial los países “jóvenes” representan simplemente la mano de obra para los países capitalistas bien establecidos. Independientemente de ello, debería quedar claro para todos que el carácter explotador del sistema capitalista no se ha alterado en lo más mínimo: por buena que sea la situación del obrero, e.g., americano (gana lo suficiente como para alimentarse él y toda su familia, disfruta de vacaciones una vez al año, tiene un auto y puede cambiarlo cada 3 años, etc.), sobre todo si se le compara con la de los obreros de , por ejemplo, México, de todos modos es ridículamente paupérrima frente a la de los propietarios del dinero, los grandes accionistas, los “inversionistas” de su propio país. Ilustrando el punto: mientras el afortunado obrero americano se compra un coche el rico americano se compra un avión, mientras uno festeja su Navidad con pavo, el otro consume delikatessen de las que el primero no ha oído ni hablar, mientras uno paga su departamento, el otro adquiere propiedades en diversos países, y así indefinidamente. O sea, el sistema es esencialmente injusto y el que le garantice un cierto bienestar, un cierto nivel de vida a los trabajadores de los países capitalistas líderes no anula ni cancela las desproporciones y asimetrías que en esos mismos países genera en términos de ganancias, perspectivas, niveles de consumo, salud, etc. Así es el sistema que hoy impera.

 

      Con la globalización, por lo tanto, no se modifica drásticamente nada que no existiera desde hace más o menos dos siglos. Lo único que se hace es romper las barreras financieras y comerciales que de modo natural cada país se va forjando a lo largo de su historia y que son armas para defenderse en la contienda mundial. Pero aquí se plantea el problema, pues parecería que el hecho de que la vida económica se uniformice y universalice hace que las naciones pierdan realidad. Si la dimensión económica de la vida fuera como, por ejemplo, la biológica, es decir, políticamente neutral, un asunto de meras matemáticas, no plantearía en principio ningún problema. Pero es de pensarse que ni los más descarados demagogos pueden intentar hacernos creer que ello es así: es más que evidente que hay una vinculación esencial entre economía y política a través del poder. Por lo tanto, el esquema de expansión capitalista nunca va a operar de manera equitativa y justa. Ello es lógicamente impensable; que así fuera significaría su alteración esencial y, obviamente, el sistema no puede ni propiciarlo ni tolerarlo. El sistema está construido de modo que unos se benefician sistemáticamente más que otros y la política es el mecanismo que sirve para perpetuarlo. Pruebas de injusticias y asimetrías hay tantas cuantas se quieran. Considérese, por ejemplo, el tratado Salinas-Bush, mejor conocido como Tratado de Libre Comercio. ¿Por qué los transportistas mexicanos, por ejemplo, no pueden usar las carreteras norteamericanas? Supongo que ni un brillante alumno de “high-school” se creería en serio que es por razones de seguridad. Lo que sucede es que la globalización opera de manera diferente según el caso. Así, cuando los “globalífilicos” (permitiéndome, con el perdón del lector, un zedillismo) argumentan en contra de toda clase de barreras arancelarias, estatización de instituciones (bancos, petróleo, etc.), sus razonamientos están siempre y exclusivamente dirigidos a la eliminación de los diques que de manera natural construyen los países para contener el asalto económico de los que efectivamente se benefician con el sistema. Pero es escandalosamente transparente que la inversa no vale: los países ricos siempre manejan argumentos de tipo político para sistemáticamente bloquear la aplicación a sus propios casos de las reglas dizque universalmente válidas del sistema económico actual. Por ejemplo, si los ingleses consideran que no les conviene adoptar el euro no lo harán, globalización o no. Para ellos “globalización” es un instrumento de penetración, no de auto-desprotección; si para los cálculos de los americanos es mejor no dejar pasar transportes mexicanos a su país así procederán, nos guste o no y sean ellos congruentes con su propia doctrina económica oficial o no. Y lo mismo harán los miembros de la Unión Europea y, en general, cualquier potencia. Lo que ellos hacen es, pues, proteger sus intereses, puesto que es claro que todos ellos son profundamente nacionalistas (por no decir chauvinistas). Pero cuando cualquier país que no forma parte del club de los fuertes (como México) pretende, por la misma clase de razones que ellos tienen para poner coto al funcionamiento del “mercado”, sustraerse a las ambiciones del capital internacional, se ejerce presión sobre él en nombre de la globalización. Muy rápidamente dicha presión se vuelve insoportable, pues hay un sinnúmero de mecanismos para ejercerla y hacerla efectiva sin tener que recurrir a los marines. Están por ejemplo el Banco Mundial, la comisión de derechos humanos de la ONU, el Fondo Monetario Internacional, los diversos páneles de resolución de controversias, etc., y, por si fuera poco, los agentes internos, los caballos de Troya que actúan siempre en favor de los intereses de sus amos extranjeros. En general, con eso basta. La conclusión que se deriva es muy simple: el concepto de globalización se contrapone (excluye o anula o cancela) al de nacionalismo sólo cuando se lo aplica a un país que no es una potencia económica mundial. Cuando lo que está en juego son los intereses de una potencia, la globalización cede ante el nacionalismo. Dicho de otro modo, el concepto de globalización está estructurado y es puesto a funcionar de tal manera que a lo que sí se contrapone es a un concepto de nacionalismo que podríamos denominar ‘marginal’. En otras palabras, el proceso mundial de globalización le sirve a los movimientos nacionalistas de los países poderosos y opera en detrimento de los intereses nacionalistas de los países subordinados. A eso se reduce el misterio de la globalización.

 

      Si no estamos demasiado equivocados en lo que hemos sostenido, queda entonces claro que la globalización no es más que una nueva forma de lucha por el control del mundo, esto es, de todo el planeta. Promueve e impone formas de competencia agrícola, industrial, comercial y financiera abiertamente desventajosas para la gran mayoría de los países y significa su penetración y manejo, tanto de gobiernos como de poblaciones, a través de la manipulación de deudas nacionales, préstamos, inversiones, compra y venta de insumos, bloqueos económicos (como en el caso de Cuba) y, cuando la insubordinación hacia los amos del mundo es excesiva, el castigo militar está siempre listo (como en los casos de Irak o Libia). Para eso precisamente sirven los portaviones, como bien pueden atestiguarlo multitud de niños musulmanes. Y, como corolario que ya a nadie extrañará, hay que decir que lo que vale para, e.g., Irán vale para México. Nuestro interrogante aquí es: ¿excluye en nuestro caso la globalización toda política genuinamente nacionalista o, si se me permite, mexicanista? Según mi leal saber y entender, sólo representantes del fenómeno mundial de globalización o alguien desprovisto de lógica o de patriotismo (como, entre muchos otros, algunos bien conocidos locutores) podrían sostener algo así.

 

      Digámoslo en voz alta: lo que nos hace temblar (y no tanto o no sólo por nosotros, los de ahora, como por las generaciones de compatriotas por venir) es la constatación de que los actuales dirigentes en México parecen haberle dado la espalda a toda visión nacionalista, haber abandonado todo ideal independentista, toda ilusión de autonomía, toda esperanza de libertad, y dan la impresión de haberse alegremente sometido a las reglas (que no leyes naturales) impuestas por los poderosos de nuestra época. Nuestros gobernantes son grandes derrotistas y han claudicado y, por consiguiente, han hecho culminar sus carreras en la traición a su pueblo, a su nación. Auténticos platos de lentejas (como la venta de Banamex) son festejados con bombo y platillos, cuando todos sabemos (y ellos mejor que nosotros) lo que representan. En nombre de la globalización, en tan sólo cinco meses hemos visto quebrarse la columna vertebral de la política exterior mexicana, hemos sido testigos de la venta del país, al que se le ha comprometido peligrosamente; poco a poco, el estado “mexicano” (¿tiene todavía sentido llamarlo de esa manera?) se fue auto-despojando de instituciones que eran lo único que le habrían permitido manejarse con un mínimo de autonomía, de fuerza y de dignidad frente al poder extranjero; hoy, hasta el seno del gobierno llegan los tentáculos de las grandes instituciones internacionales (la secretaria de economía es un excelente ejemplo de ello, si no me equivoco). En este contexto, con los vociferantes corifeos y vende-patrias de siempre por delante, se ha bloqueado la reforma indígena, se intenta bajar el nivel de vida del ciudadano medio, se aspira a desculturizar al país, a saquearlo de arriba a abajo y, en verdad, a ponerle a la población grilletes para los próximos doscientos años. Ese es el panorama actual. Pero ¿es inevitable?

 

               No hay más que una respuesta: no! Frente a los ya inocultables proyectos foxo-panistas la clase política mexicana terminará por reaccionar, al igual que la clase pensante, cuyo deber primordial es entablar ya la lucha a fondo en el frente ideológico y educativo en favor siempre de la nación. La globalización es en cierto sentido inevitable, pero es perfectamente compatible con una política auténticamente nacionalista, esto es, con una política de hombres valientes y de defensa de los intereses del país a corto, mediano y largo plazo. Para implementarla no se requiere demasiado. Se necesita tan sólo estar motivado por un poco de amor hacia nuestras lastimadas poblaciones, hacia nuestros alumnos, tan deficientes en las condiciones actuales y potencialmente tan magníficos, por mor de la rectitud y severidad en la aplicación de las leyes, viviendo con el deseo intenso de no permitir que se haga de México el país de la gran corrupción. Hay que entender que así como se pretende entregarle a la justicia americana a todos los delincuentes que ellos exijan (¿no es de suponerse que los delincuentes que cometieron crímenes en nuestro país tienen que pagar por ellos primero aquí en México?), así también hay quienes quieren entregar la riqueza del país, sus recursos naturales y humanos, y convertir a México en una especie de maquila-garito-prostíbulo para beneficio de los países ricos y todo ello en nombre de la sacrosanta globalización. Confieso que estoy plenamente convencido de que lo más que lograrán será complicarnos la vida, hacérnosla más pesada todavía, pero nada más. El pueblo de México ha demostrado ya que es capaz de sacudirse las plagas de invasores e imperialistas y me parece que, más pronto de lo que se imaginan algunos, dará muestras de nuevas formas de resistencia que dejarán en claro que su futuro no es el de la sumisión, característica tan propia de algunos de los “parvenus”, los piratas y los aventureros de la política actual.