Muerte y Regulación en
la Donación de Órganos
(12 de febrero de 2001)
De los problemas que aquejan al hombre de la
sociedad contemporánea, hay una infinidad de los que podríamos decir que están
“a la moda” en el sentido de que son espectaculares, pero pasajeros. Todos los
problemas políticos, los militares, los cataclismos, los grandes eventos
artísticos, los descubrimientos científicos, etc., ocupan los espacios de los mass
media y la imaginación (quizá cada vez más indiferente) de las personas. La
rebelión indígena y la sublevación priista (generada ciertamente por la pérdida
de poder pero sin duda alentada, dicho sea de paso, por la actual verborrea
acerca del “nuevo federalismo”), la guerra civil colombiana, la heroica y
desesperada lucha de los palestinos, la combinación de desastre natural e
irresponsabilidad humana en la India, y así indefinidamente, ejemplifican bien
esta clase de problemas. Dentro de algún tiempo ya no se hablará de ellos, pero
en la actualidad todos los días fluyen datos, se nos inunda con comentarios, se
producen análisis y demás. Desafortunadamente (por paradójico que suene) no son
éstos los únicos, pues hay también problemas de otra índole, problemas por así
decirlo menos ruidosos o más silenciosos, pero no menos agobiantes y,
sobretodo, permanentes. Como todo problema genuino éstos son, pienso,
susceptibles de solución, pero parecerían exigir para ello en primer lugar un
cambio de mentalidad, lo cual de inmediato hace ver que aunque resolubles, su
resolución no habrá de ser fácilmente alcanzable. Un buen ejemplo de esta
segunda clase de problemas, y que es del cual quisiera ocuparme someramente en
estas líneas, es la cultura de la no donación de órganos que prevalece en México.
Así como fiestas salvajes y despreciables como las corridas, los palenques o
las peleas de perros no se extinguirán mientras la gente no acierte a
comprender que el mal que entrañan es muy superior a los beneficios que
acarrean (placeres banales incluidos), así tampoco cesarán los innecesarios
sufrimientos de múltiples familias que esperan en vano en hospitales la
generosa donación de un hígado, un riñón o una córnea mientras no cambien
radicalmente nuestras actitudes hacia los muertos. En México se cuentan en
decenas de miles el número de personas que mueren anualmente por carencias de
órganos en los hospitales para efectuar el trasplante indicado. Es menester
acabar con esa “incultura”, por lo que no estará de más tratar aquí de exhibir,
aunque sea parcialmente, el carácter frágil y endeble de sus fundamentos.
Quizá
lo primero que genera en nosotros la situación que nos concierne sea ira,
furia, coraje, ya que involucra o comporta genuino (no actuado) y profundo
dolor humano, a todas luces en principio evitable. Esto último es así porque no
es muy difícil constatar que lo que está en la raíz de dicho estado de cosas
son ciertas “creencias”, que a muchos les gustaría llamar pomposamente
‘religiosas’ pero a las que haríamos mejor en denominar ‘prejuicios’. En última
instancia, sostengo, son confusiones e ignorancia de variada naturaleza lo que
provoca que mucha gente muera por no recibir en el momento requerido el órgano
que necesita. Las confusiones tienen que ver tanto con creencias referentes al
más allá como con ideas semi-absurdas concernientes a nociones como, por
ejemplo, la de propiedad. Veamos rápidamente cómo se articula esta plataforma
del mal.
Comencemos
con casos de patología mental innegable, como el instanciado por los famosos
Testigos de Jehová. Como se sabe, de acuerdo con los doctos de la secta, de
alguna misteriosa forma el alma humana está conectada con la sangre, de manera
que alterar la cantidad natural de tan precioso líquido equivale a mutilar el
alma y eso, al parecer, es algo que habría que evitar a cualquier precio. No
entraré mayormente en el análisis de semejante sandez, pero sí quiero enfatizar
el resultado neto de la misma: cuando se requieren transfusiones, los miembros
de la secta se rehúsan a ello pero, lo que es peor, se rehúsan también a que
sus hijos se beneficien de dicho procedimiento, que no estará de más decirlo de
hecho es en la actualidad un lujo. Así, es de dominio público que niños de
adeptos a los Testigos de Jehová con padecimientos graves por accidentes o enfermedades
como hemofilia o leucemia han muerto, podemos afirmar “gratuitamente”, por
culpa ni más ni menos que de sus propios padres quienes, movidos por ideas
demenciales, prefieren verlos perecer que alterar sus dogmas. He aquí un buen
ejemplo de creencia que opera como pretexto para la crueldad. Este es, además,
un buen ejemplo de irracionalidad, es decir, de mentalidad actuante pero con la
cual no puede uno ya entrar en comunicación.
No
todas las situaciones de muerte, sin embargo, son tan fácilmente circunscribibles.
En general, lo que sucede es lo siguiente: como no hay una legislación clara y
actualizada al respecto, se propicia, primero, un mercado negro de órganos y,
segundo, que toda donación dependa en última instancia de los caprichos, la
buena o mala voluntad, los intereses de la familia del fallecido (y desde
luego, no podían faltar, los de los médicos y los hospitales!). El problema es
que, puesto en una situación de medicina, esto es, técnica, el pariente cercano
(si no es médico) no tendrá suficientes elementos para valorar debidamente una
situación en la que el único que puede salvar a un moribundo es el muerto mismo
y, por lo tanto, se aferrará a lo único que tiene, esto es, “creencias”que ni
entiende ni sabe explicar y que sólo servirán para justificar su caprichosa
negativa. La solución, obviamente, no puede consistir en esperar a explicarle a
la totalidad de la población los beneficios de un cambio de mentalidad, pues
para ello habrá que esperar otros dos mil años (tal vez menos, pero de todos
modos muchos) y el problema que representa la no donación de órganos es un
problema actual y urgente. Por lo tanto, es imprescindible que el estado
intervenga y que regule, de la manera más severa posible, el uso de órganos de,
por lo menos, cadáveres. Antes de enumerar las ventajas de lo que sería esta
nueva cultura, quisiera decir unas cuantas palabras en relación con las
“creencias religiosas” operantes y ciertas nociones importantes como las de
libertad y propiedad.
Si,
per impossibile y como lo quiere la religión cuasi-oficial, esto es, el
catolicismo, la muerte no es sino una separación de alma y cuerpo (un “viaje”,
una “transformación”, etc.), se sigue lógicamente que con la muerte el cuerpo
de manera automática pierde su importancia. Si hay algo que nos pudiera
interesar y afectar con la muerte sería sobrevivir pero, obviamente, ello ya no
atañería al cuerpo, sino al alma exclusivamente. Por lo tanto e
independientemente de si el alma es premiada o condenada, el cuerpo deja de ser
relevante y, en concordancia con ello y desde el punto de vista de la religión,
se debería poder hacer con él literalmente lo que se quisiera. Pero entonces
¿por qué oponerse a que partes del cadáver de un ser querido le sean útiles a
alguien que los requiere con urgencia? Hasta donde logro ver, la única doctrina
que podría prima facie representar un obstáculo para la donación de
órganos sería la doctrina (abiertamente contraria a leyes fundamentales de la
ciencia que explican el carácter irreversible de ciertos procesos) de la
resurrección de la carne. No obstante, además de no ser otra cosa que una
sugerente historieta de ciencia-ficción, de todos modos una tesis así no
serviría para lo que se quiere, porque el hecho de que una persona persista en
la existencia gracias a la implantación en su cuerpo de un órgano de otra
persona sólo podría ser considerada un peligro si el enfermo en cuestión nunca
muriera. Pero es evidente que la extracción de un órgano de un cadáver y su
implantación en el cuerpo de un paciente no convierte a éste en inmortal. Esta
persona, tarde o temprano, tendrá a su vez que morir y, por consiguiente, en el
momento de la resurrección de todos el órgano que se le prestó habrá de ser
restituido a su poseedor original, así como el de él habrá quedado curado. Este
argumento en contra de la donación, por lo tanto, tampoco funciona. Por último,
podría gestarse una situación en la que no es un creyente quien se opone, sino
una persona laica. En este caso, parecería que lo que lo detendría sería la
idea de ver destazado el cadáver de un ser querido. En otras palabras, la
objeción sería, por así decirlo, “estética”. Empero, en primer lugar, el
pariente no tiene por qué presenciar la operación; en segundo lugar, la verdad
es que, fríamente consideradas las cosas, negarse a donar órganos es realmente
ser contradictorio porque ¿no es acaso dicha donación el único mecanismo al que
se podría recurrir para, de alguna vaga manera, mantener vivo al ser querido ya
muerto? ¿No se encariñaría uno, aunque fuera un poquito, con un paciente que
lleva los riñones de un hermano o un padre? Por último ¿por qué tendría
prioridad el par ordenado <cadáver “intacto”-vida perdida> frente al par
<cadáver mutilado-vida ganada>? De entrada ello es contraintuitivo, por
lo que aquí se requiere una justificación y me parece que la que podría
avanzarse sólo podría venir en términos de propiedad. Esto de entrada hace ver
cuán endeble dicha justificación habrá de ser. En todo caso, desde el punto de
vista de la ética y la religión no parece haber argumentos arrolladores en
favor de la cultura de la no donación de órganos.
Consideremos
ahora el otro cuerno del problema. Alguien podría argüir que el cadáver es de
alguien y que ese alguien puede decidir libremente qué hacer con él. Esto
suena bien, pero una vez analizado su valor ya no es tan claro. En primer
lugar, si la persona fallecida y cuyos órganos se requieren era libre, el hecho
de revestir la forma de cadáver no la convierte en esclavo, esto es, en
posesión de otros, sean quienes sean. Yo sería más bien de la opinión de que
hay un sentido obvio y fuerte en el que el cadáver no es de nadie. Por otra
parte, no se puede argumentar que los familiares tienen derecho al cadáver para
disponer de él de acuerdo con sus respectivas creencias y convicciones, pues
eso sería incurrir en una enorme petición de principio: es precisamente ese
supuesto derecho lo que se está cuestionando. No debería tampoco pasarse por
alto la gran hipocresía en que todo el asunto está envuelto: según yo, no es
aceptable que seres que atormentaron durante toda su vida al fallecido, que le
hicieron la vida imposible, le causaron innumerables problemas, etc., salgan
después con la llorosa explicación de que quieren darle a su pariente
“cristiana sepultura”. Más bien daría la impresión de que lo que quieren es
seguir aprovechando a su pobre ex-pariente hasta para organizar una reunión de
despedida, en la que seguramente se les consolará, se les conminarán deudas y
cosas por el estilo. Ni mucho menos quiero insinuar que esto es lo que
sistemáticamente acontece. Me limito a señalar que algo de eso puede estar
presente en muchas ocasiones y, si ello fuera efectivamente así, el argumento
que servía de punto de partida pierde fuerza. En todo caso, es innegable que
hay un hueco jurídico creado por un enfoque heredado y no cuestionado,
básicamente sentimental y que impide que se elaboren leyes apropiadas en
relación con la donación de órganos. Esto me lleva a decir unas cuantas
palabras sobre lo que, desde mi perspectiva, debería ser el contenido o núcleo
de las leyes concernientes a los cadáveres.
Que
se requieren nuevas leyes lo pone de manifiesto el hecho de que las situaciones
que enfrenta el hombre del mundo actual son diferentes de las que encaraban los
hombres de otras épocas. La situación se genera con la ciencia y las nuevas
posibilidades que ésta abre. Es evidente que si no hay hospitales y no hay
trasplantes, el problema ni si plantea. Lo que es inaceptable, sin embargo, es
pretender inmovilizar las legislaciones cuando esas posibilidades ya quedaron
abiertas y son una realidad. Después de todo, también la religión y la moral
tienen que renovarse. Aquí nos enfrentamos a un problema compuesto por lo menos
por los siguientes elementos: situación médica nueva, hueco jurídico e interés
público (partimos, no lo olvidemos, del factum de que mucha gente muere
innecesariamente por no haber a la mano el órgano que se necesitaban para
superar el problema y seguir viviendo). Se debe, por lo tanto, adoptar un punto
de vista de jurista imparcial, un punto de vista que concilie hasta donde sea
factible la racionalidad y el mayor bienestar posible de la mayoría, la del
muerto incluida. Debo decir, en passant, que en verdad no veo que para
éste ser reducido a cenizas o convertido en pasto de gusanos sea una mejor
opción que la de ser donador de órganos. De ahí que, así contemplado el asunto,
la ley que nos rigiera debería ser tal que, a menos de que explícitamente el
paciente en su calidad de hombre libre hubiera estipulado, oralmente (con testigos)
o por escrito, que no deseaba que sus órganos potencialmente útiles fueran
usados, los cadáveres deberían poder ser aprovechados para beneficio de la
población de pacientes cuyas vidas dependen exclusivamente de la implantación
de algún órgano en principio asequible. Esto no implica que los parientes
no tuvieran nada qué decir, pero sí creo que limitaría sus opciones. Si no me
equivoco, éstas tendrían que ver con las elecciones de las personas a quienes
se les donarían los órganos de que se tratara. Ellos decidirían a quién se
le da tal o cual órgano, pero la obligación de hacerlo habría quedado
previamente establecida. Todo este proceso podría quedar rigurosamente
protocolizado, de manera que se evitaran los negocios, las trampas, los abusos,
los chanchullos, etc. Confieso que no puedo menos que pensar que una
legislación de ese orden contribuiría a generar una atmósfera social de menos
indiferencia que la que hoy reina, haría ver a quienes se negaran como gente
egoísta, inhumana y, en un sentido serio, muy poco religiosa y, además, le
daría la oportunidad a más de un congénere de serle útil a alguien, aunque
fuera una vez, si no ya durante su vida por lo menos después de ella.