Pesadillas y Angustias

(17 de septiembre de 2001)

 

Los sucesos que tuvieron lugar en los Estados Unidos la semana pasada son de tal magnitud y de tales repercusiones (militares, políticas, financieras, etc.) que atañen práctica y literalmente a todo el mundo, por lo que resulta imposible no dedicarles algunos pensamientos. El asunto es turbio de arriba a abajo, tiene múltiples aristas y, hay que decirlo, nos topamos en la prensa escrita, el radio y la televisión con poco material realmente esclarecedor. Como algunas otras personas, yo también trato de zafarme de lo que podríamos llamar la ‘interpretación  obligada’, para lo cual lo más que podemos hacer quizá sea atar cabos. Desde mi perspectiva, se abren ante nosotros por lo menos dos vías de explicación: podemos, por una parte, limitarnos a considerar los hechos escuetos, esto es, a enunciarlos y describirlos con minuciosidad, concatenándolos de la manera más precisa posible; o bien, por otra parte, podemos si queremos desentendernos de los detalles, concentrándonos más bien en lo que sería el verdadero trasfondo de los hechos relevantes, en virtud del cual éstos adquieren un sentido definido y gracias al cual podríamos finalmente comprenderlos. Independientemente de nuestras preferencias explicativas, la cuestión amerita ciertas aclaraciones preliminares.

 

      Quiero dejar asentado explícitamente que el hecho de que hablemos de explicación o de comprensión de ninguna manera implica que estemos insinuando que queremos extraer de ella alguna clase de justificación para actos de violencia masiva. Tout comprendre c’est tout pardonner dicen algunos, pero definitivamente no es esa una posición que yo promueva o esté haciendo mía en este momento. Estoy simplemente sugiriendo que la mera secuencia de datos (enriquecida con fotografías, videos, entrevistas, grabaciones y demás) conduce a una cierta visión de las cosas que muy probablemente no coincide con lo que sería la verdadera explicación de los sucesos. La mera vivencia no es aclaración de nada: es más bien el material de la aclaración. Por otra parte, sería conveniente observar que si nuestra experiencia fue lo que podríamos denominar una “cuasi-vivencia” de los atentados, ello se debe a que éstos tuvieron lugar en lo que casi podría ser catalogado como la ‘capital del mundo’ y que, por consiguiente, recibieron toda la publicidad asequible. Pero si bien es cierto que nuestra sensibilidad se intensifica por la percepción visual directa del fenómeno, al servicio del cual, por así decirlo, se pusieron todos los medios de comunicación del mundo, nos resulta de todos modos imposible reprimir la memoria y la imaginación, las cuales de inmediato nos llevan (como transportados por un alfombra mágica) a Bagdad, a Belgrado, a Hanoi, a Panamá (no es mi propósito extender indefinidamente la lista), en donde se vivió (en algunos de esos lugares de manera recurrente) el mismo infierno o inclusive uno mayor (recuérdese, por ejemplo, que los americanos dejaron caer en Vietnam más bombas que las se usaron durante toda la Segunda Guerra Mundial!). Este recordatorio ciertamente no disminuye nuestra solidaridad sentimental no claro está con el gobierno norteamericano sino con los newyorkinos mismos, i.e., con la población civil, pero sin duda alguna sí atempera sus expresiones. Para mí, lo confieso sin avergonzarme, tan penosas y tan dignas de respeto son las lágrimas de una madre americana como las de una libanesa o una afgana y reconozco que soy incapaz de adjudicarle más valor a unas o a otras tan sólo porque la televisión me haya mostrado las de una y me haya negado el acceso a las de otras. El genuino dolor humano es el mismo en todas partes y tiene siempre el mismo valor.

 

      Una vez hechas estas indispensables aclaraciones, podemos pasar a los acontecimientos mismos y tratar de formarnos un cuadro inteligible de ellos. Mi propuesta consiste en tomar como punto de partida ciertas verdades tan obvias que a más de uno parecerán meras perogrulladas, pero que a mi modo de ver, primero, permiten extraer conclusiones y, segundo, conforman un cierto “marco explicativo” básico, dentro del cual podremos posteriormente inscribir los acontecimientos, tanto individuales como colectivos, y de esta manera comprenderlos. Mis (por así llamarlos) “axiomas” son los siguientes:

 

a)     Los Estados Unidos son militarmente invencibles

b)    La economía norteamericana está seriamente empantanada

c)     El mundo está regido por la voluntad de hegemonía de los Estados Unidos y sus más estrechos aliados

 

La aspiración de control del mundo por parte de los norteamericanos significa cosas tan elementales como un manejo permanente y conveniente para ellos de los precios de las materias primas de los países del orbe (50 % de las cuales se consumen en los Estados Unidos), del codiciado petróleo, de las tasas de interés y por consiguiente de la eterna deuda externa, del narcotráfico y sus fabulosas ganancias, etc. Curiosamente, sin embargo, ni siquiera en las condiciones actuales de mono-super-potencia los americanos han podido controlar el mundo como su supremacía militar aparentemente indica que deberían poder hacerlo. Comercialmente, por ejemplo, han perdido la guerra con China, con Japón, con la Comunidad Europea. Es, pues, comprensible que los políticos traten de contribuir a la reanimación de la economía de su país inventando enemigos de toda clase, por artificiales y grotescos que sean. Así se construyó la terrible imagen de los “comunistas” y posteriormente la de los “narcotraficantes”. Le tocó el turno ahora a los “fundamentalistas” y a los “terroristas”. Es evidente, supongo, que detrás de esas construcciones se puede poner absolutamente lo que se quiera, es decir, lo que en el momento convenga. Precisamente para eso son. La prensa mundial podría en un momento dado, por ejemplo, hablar con furia del “fundamentalismo guadalupano”, sólo que un constructo así es completamente innecesario, puesto que México no ofrece ninguna resistencia a la supremacía norteamericana. Ahora bien, maniquíes ideológicos como los mencionados son desde luego pensados para consumo mundial, pero sobre todo deben funcionar al interior de los Estados Unidos, puesto que, por razones más bien obvias, la opinión pública estadounidense sí cuenta en y para las decisiones de su gobierno. No estará de más señalar también que el éxito de los instrumentos ideológicos en los USA no es tan difícil de lograr, puesto que la despolitización del americano medio es legendaria. Así, al encauzar vía los muñecos ideológicos a la población de su país, el gobierno norteamericano ya tiene las manos libres para actuar como quiera en cualquier dominio de la vida política, interna o externa.

 

      Es muy importante, para comprender y evaluar lo sucedido, tener presente el papel desempeñado en los Estados Unidos por los militares. La cierto es que, desde Alaska hasta Florida, desde Maine hasta Hawai, el pueblo norteamericano está imbuido de un cierto sentimiento de solidaridad y de pertenencia a una misma comunidad, sentimiento que no siempre se encuentra en otros lugares del mundo. La verdad es que, inconsciente por completo de los peligros en los que lo colocaron durante años y de la injusticia que sistemáticamente impartieron a lo largo y ancho del mundo, el americano medio le está realmente agradecido a los militares: gracias a ellos hubo empleo total durante muchos años (los peores de la “guerra fría”), crecimiento económico sostenido, enriquecimiento masivo, gran poder adquisitivo de su moneda, etc. Y, hay que decirlo, fue en aras del bienestar de su nación (en detrimento, naturalmente, del de otras) que el gobierno americano llegó hasta las fronteras de una catástrofe termonuclear. Esos precisamente fueron sus límites. En otras palabras, el límite último de la “guerra fría” fue la “guerra caliente”. Por ello, a los políticos y militares norteamericanos les resulta increíble, inconcebible y desde luego inaceptable que, habiendo quedado como única superpotencia, los Estados Unidos no sean todavía los amos y señores del mundo, por lo menos como ellos mismos quisieran.

 

      El contexto de las decisiones de estado en los USA se fue complicando, entre otras razones porque la opinión pública norteamericana empezó a despertar. A pesar del permanente bombardeo televisivo, radial y de prensa, la gente empezó a expresarse cada vez más abierta y hostilmente en contra de Israel y de la incomprensible política anti-palestina; el futuro del mercado del petróleo, factor primordial para su bienestar, es incierto y no manejable a su gusto; se da ya una competencia efectiva por el control del espacio (de la Luna, de Marte y de más allá), lo cual abre un rango completamente nuevo de posibilidades para la apropiación definitiva del planeta. Desde esta perspectiva, el paso lógico siguiente no podría ser otro que el diseño y la construcción de un “escudo anti-misiles”. Salta a la vista que el asunto del escudo famoso es de una lógica impecable: no hay hasta el día de hoy un misil nuclear “tierra-tierra” que viaje, digamos, 10,000 kilómetros. Todos los misiles con cabezas nucleares (los SS 20 rusos, por ejemplo) tienen primero que subir a estratósfera y luego dirigirse a sus blancos. Pero ¿qué tal si precisamente allá arriba se les destruye? A primera vista, quien pueda tener un “escudo” así se convierte prácticamente en el amo del mundo. Podría, por ejemplo, lanzar un ataque sorpresa y luego neutralizar la inevitable respuesta. Con una estrategia militar como esa, además, se reactiva la economía, se le da trabajo a todos los norteamericanos  y se controla efectivamente a los 7000 millones de habitantes del planeta, colocando a cada quien en su sitio (por ejemplo, a los mexicanos se les permitiría vivir siempre y cuando aceptaran en forma definitiva su calidad de asalariados del campo). Se trata, huelga decirlo, de estrategias político-económico-militares de cientos de miles de millones de dólares. Lo que está tomando cuerpo es, pues, ni más ni menos que un nuevo intento (uno más!) por el dominio del mundo.

 

      La estrategia está claramente delineada. El problema es: ¿cómo convencer a la opinión pública americana, que es la que en última instancia cuenta? ¿Cómo volver a llevar a la población por la senda de la militarización, de la que ya había dado muestras de hartazgo? ¿Cómo hacer que acepte con la conciencia tranquila lo que muy probablemente será la represión brutal de múltiples pueblos? ¿Cómo acallar las voces de oposición dentro de los Estados Unidos? ¿Cómo justificar que una vez más sea el inmenso complejo industrial y militar lo que decida el destino de los Estados Unidos, y por ende del mundo?

 

      Es con este trasfondo (o uno parecido), pienso, como debe leerse lo acontecido la semana pasada en Washington y en Nueva York. Que quede claro: el operativo mismo, por espectacular que haya sido, fue lo menos difícil de orquestar y no fue sino el último y pequeño eslabón de una cadena de proyectos, ideas y decisiones de largo alcance. Nada difícil o complicado, por ejemplo, debió haber sido la selección de los “voluntarios”: de seguro que había demasiados candidatos, demasiada gente agraviada, demasiados emigrantes forzados, con familiares mutilados o muertos por las bombas norteamericanas o israelíes, como para darse el gusto de escoger a los “mejores”, a los más decididos y aptos, aquellos que a ciencia cierta con un poco de facilidades no podrían fallar. ¿Quién en sus circunstancias de dolor, impotencia y resentimiento no habría estado ansioso por tomar parte en una operación como esa? Una tentación demasiado grande ... Después de todo, si el estado psicológico es el adecuado y el cebo es excelente con gusto se da la vida. Estamos, pues, frente a exactamente el mismo esquema que el de Pearl Harbour. Al igual que en el de los japoneses, en el caso de los árabes lo único que no habrían nunca podido intuir quienes se decidieron a tomar parte en la operación es que ellos mismos no pasaban de ser piezas movidas por otros en un tablero mucho más grande. No hay datos a la mano para describir cómo incidieron en la planeación misma del ataque los servicios de inteligencia y contraespionaje norteamericanos, la CIA o el FBI, o el Mossad. Pero de lo que sí podemos estar seguros, como un corolario de nuestro axioma (1) mencionado más arriba, es que nada pudo haber sucedido sin la anuencia, el consentimiento, el acuerdo de los sectores relevantes del “staff” político y militar norteamericano. Un poco quizá como muy probablemente pasó con la princesa Diana: los servicios secretos francés e inglés no llevaron a cabo el atentado. Simplemente lo “propiciaron”. Nadie dio una orden concreta, nadie es culpable, pero todos los involucrados entendieron perfectamente bien de qué se trataba, qué estaba en juego, por qué se tenía que proceder de cierta manera y se actuó en consecuencia. En relación con los Estados Unidos, es tan grande, tan descomunal lo que está en juego que sólo algo susceptible de hacer cimbrar los cimientos del país y del mundo habría podido servir. Así, a los momentáneamente representantes justicieros de las víctimas de siempre se les concedió un éxito, inmenso en términos absolutos pero no en términos relativos, puesto que muy probablemente será insignificante frente a lo que vendrá como represalia, represión y, desde luego, ganancias. Eso es lo que los exaltados individuos que necesitaban vengarse por, supongamos, los cotidianos bombardeos y el bestial bloqueo de Irak (más en general, para justificar su existencia), nunca midieron, y en verdad no estaban siquiera en posición de hacerlo.

 

      Me parece, con base en lo dicho, que estamos frente a dos clases de responsabilidades vis à vis los fallecidos, las víctimas de los complots, de las intrigas y de las acciones bélicas: la “inmediata”, que es la de los actores abierta o directamente involucrados, y la “indirecta” u “oculta”, esto es, la de los grandes estrategas globales, para quienes dos torres, por altas que sean, y seis mil personas a final de cuentas no son gran cosa; son un precio que se puede pagar. Por ello, la clave para entender lo sucedido no puede ser nada más “¿Quién lo hizo?”, sino sobre todo “¿A quién beneficia lo que se hizo?”. La respuesta es tan obvia que me la ahorro.

 

      Todo este asunto tiene, como dije más arriba, diversas facetas. Una particularmente repulsiva es, por ejemplo, la que una vez más volvió a salir a la luz, a saber, el total desbalance moral y la asimetría mental del ciudadano americano medio: las mismas desgracias las mide y califica de un modo para él y de un modo distinto para los demás; para él sigue siendo un misterio insondable por qué es tan odiado sobre la faz  de la Tierra; y es que su cultura política empieza y termina en las películas de Hollywood; su auto-identidad y su orgullo están encarnados en Rambos y demás monstruosas quimeras y pseudo-ideales. Se trata, por ello, de un pueblo relativamente fácil de manipular (desde dentro, naturalmente, no desde fuera, puesto que no son idiotas). Pero todos estos elementos conjugados son un coctel que tiene una consecuencia funesta que el ciudadano norteamericano medio no atina ni siquiera a vislumbrar, viz., que su sociedad, cada vez más belicista y en algún sentido cada vez más “cortada” del resto del mundo, se convertirá, también para él, i.e., al interior de los Estados Unidos, en una sociedad cada vez más policíaca, cada vez más controlada por el estado, cada vez más “fascista”, en el sentido superficial del término. En otras palabras, tarde o temprano (y todo hace pensar que más bien “temprano”), el pueblo americano habrá de pagar las consecuencias de no haber sabido sortear las trampas que su gobierno le tendió (por lo demás un gobierno fraudulento, si no me equivoco). Con la honrosa excepción de intelectuales como Noam Chomsky y alguno que otro, no se ha oído una sola voz sensata, ecuánime, razonable entre las toneladas de cascajo verbal con las que se nos ha sepultado durante los últimos días. El americano medio ha puesto de manifiesto su limitada comprensión política al rehusarse a entender que lo que él vivió la semana pasada es quizá más espectacular pero incomparablemente menos terrible que lo vivido por múltiples otros pueblos a manos de sus soldados. El soldado americano, no lo olvidemos, es esencialmente un soldado ideológico, un soldado fanatizado y cegado por el uso de bellas nociones, desprovistas ya de todo contenido real, como las de libertad y democracia.

 

      Lo que se vivió la semana pasada fue, sin duda alguna, una pesadilla, pero lo que viene nos tiene a algunos por lo menos llenos de angustia: ¿qué va a pasar con los niños de Kabul? ¿Habrán ya inventado bombas que distingan edades y así quedarán ellos exentos de lo que se presenta como una avalancha de horror? ¿Pensarán en ellos siquiera un momento los piadosos individuos que se arrodillan en las iglesias y se duelen por el mal que hay en el mundo? ¿O creerán más bien que porque algún grupo de paisanos de los niños cometió los desmanes que cometió entonces automáticamente también ellos son culpables y por lo tanto acreedores al castigo? ¿Es lo mismo un acto de resistencia militar, semi-ciego y desesperado, absurdo y a final de cuentas inútil, que un ataque fríamente planeado contra multitudes inermes y realizado por la maquinaria militar más impresionante de la historia? ¿No se percatan los estadistas de todos los países miembros de la ONU que lo que hoy pasa con Kabul mañana podrá pasar con Beijing, con Tokio con Madrid o con Damasco?

 

      El presidente americano afirmó, entre sus incontables banalidades (“el mal del mundo” y demás clichés de corte reaganiano), que lo que sucedió el martes 11 de septiembre fue una “declaración de guerra” y que los Estados Unidos iban a responder con firmeza a ella. Pero ¿a quién le podrán ellos declarar la guerra? ¿No acaso al resto del mundo, a la humanidad en su conjunto? Es de temerse, por lo tanto, que si ni los pueblos ni los políticos abren rápidamente los ojos y reaccionan (y no hay razones para pensar que lo harán), el gobierno de Satanás, esto es, el de los verdaderos enemigos de Dios, arrastrarán al mundo por el camino que ellos eligieron, que no es sino el de sus colosales ambiciones y el de su ilimitada soberbia, lo cual (estamos en posición de predecirlo) no podrá tener otro desenlace que la destrucción y la muerte, las de ellos mismos incluidas.