En torno al racismo

(16 de julio de 2001)

 

Difícilmente podría negarse, según pienso, que Hugh Thomas es a la vez un historiador de primer nivel y un intelectual declaradamente ideológico. Son obras clásicas ya sus libros sobre la guerra civil española y la conquista de México, es altamente debatible su libro sobre la revolución cubana e increíble y probablemente falsa de arriba a abajo (aunque interesantísima) su famosa reconstrucción de los últimos días de Hitler en el Bunker de Berlín (Doppelgengers). A mí me parece innegable que tanto en este último como en el libro que más nos concierne para estas reflexiones, a saber, La Trata de Esclavos, Hugh Thomas combina artísticamente la historia con la política, los hechos con la persuasión. La obra en cuestión es sencillamente magistral, sólo que desde el inicio puede sentirse que tiene una orientación, que en ella se persigue un objetivo político concreto, imposible de adivinar en las primeras páginas pero que queda perfectamente establecido al final: es, por la cantidad de datos que maneja, el carácter vívido de sus relatos, la habilidad para engarzar situaciones, la elegante retórica, un impresionante trabajo histórico elaborado para, hasta donde ello es posible, exonerar a Inglaterra de su culpabilidad histórica por haber sido si no el país pionero (“mérito” que recae sobre Portugal) sí el que desarrolló al máximo el comercio de esclavos. Durante más de tres siglos los ingleses (junto con los holandeses, los franceses, los portugueses y los españoles) se encargaron de trasladar en condiciones criminales a millones de niños, mujeres y hombres de África a América. Thomas deja perfectamente en claro que el desarrollo y el bienestar de esos países se funda en última instancia en la sangre y en la miseria de los más o menos 80,000,000 de personas que fueron primero compradas en África y posteriormente vendidas en América para trabajar en las minas, en las grandes plantaciones de tabaco, azúcar, etc. Los hechos hablan por sí solos y es una virtud innegable del libro de Thomas exponerlos de manera cruda y sin ambages. Empero, y esta es la segunda cara de su obra, él se propone también mostrar que fue gracias a Inglaterra que finalmente se abolió la esclavitud. Y aquí es donde se deja sentir la faceta ideológica y la debilidad científica de su trabajo: de acuerdo con él, fue por razones “estrictamente morales” que, a partir de cierto momento (principios del siglo XIX), Inglaterra se opuso al comercio de esclavos y que, por consiguiente, fue gracias a su poderío que se logró abolir la esclavitud en el mundo. Como hipótesis histórica la de Thomas es simplemente implausible, si bien es comprensible: no sólo tiene él un interés político determinado, concreto, sino que además él se inscribe en lo que parece ser la tradición historiográfica inglesa (a la que perpetúa), para la cual la historia debe en última instancia explicarse en términos de las pasiones (mientras más bajas mejor) de los individuos. No se le ocurre a Thomas pensar que los políticos ingleses (su adorado William Pitt, por ejemplo) eran más que otra cosa cínicos representantes de un sistema cuya lógica de desarrollo exigía no esclavos, sino proletarios (asalariados). La verdad es que la esclavitud no es, en términos capitalistas, rentable y, por estar a la vanguardia del desarrollo mundial, le tocó a Inglaterra desplazarla. Pero nadie con una dosis razonable de incredulidad podría admitir que los conservadores pragmáticos que tenían como misión manejar y hacer prosperar el imperio británico (quienes, e.g., recluyeron a Napoleón en Santa Helena y terminaron por envenenarlo) decidieron oponerse a la esclavitud por consideraciones puramente morales, actitud que por otra parte les habría llevado medio siglo materializar. Lo menos que podemos decir es que los procesos ingleses de purificación espiritual son sumamente parsimoniosos!

 

      Hay un aspecto de la temática estudiada por Thomas que está totalmente descuidado en lo que por otra parte es una impactante obra. Me refiero a la conexión entre la esclavitud y el racismo. Se desprende del trabajo de Thomas que quienes le dieron lo que podríamos llamar el ‘giro racista’ a la esclavitud fueron precisamente sus compatriotas. Es cierto que los españoles y los portugueses por igual compraban y vendían personas pero, como lo cuenta el mismo Thomas, entre ellos se producían a menudo situaciones en las que las esposas blancas de los capitanes de barcos o de grandes propietarios iban a pie, en tanto que las amantes negras lo hacían a caballo. Esto es hasta cierto punto comprensible: los andaluces, los portugueses, los italianos del sur, los franceses del Mediodía, todos ellos son morenos. Pero los celtas, los vikingos y demás hiperbóreos no. Por ello, hay una importante diferencia entre la modalidad española de colonización y la inglesa. Tomemos por caso México y la India. Los españoles en México se mezclaron con las mexicanas y se creó así el mestizaje; pero los ingleses en la India no se mezclaron con la población local. Qué sea peor, no profeso saberlo. Me limito a señalar las diferencias.

 

      Como era de esperarse, después de siglos de explotación sistemática y bestial, imperios como el británico tenían que ver su fin y era inevitable que, aunque fuera a cuentagotas, las metrópolis les abrieran sus puertas a las poblaciones que hasta entonces habían avasallado. No es ni por casualidad ni por bondad del corazón que hay en Francia un número considerable de argelinos, de marroquíes en España y de hindúes o jamaiquinos en Inglaterra. Tampoco están en esos países, hay que decirlo, disfrutando de lo mejor que esas sociedades pueden ofrecer. Más bien realizan los peores trabajos, están menos bien pagados que los habitantes locales, no tienen seguros, se les puede deportar en todo momento, etc. Pero el hecho es que ya están allí. Y, como era previsible, tarde o temprano las comunidades de las antiguas colonias habían de crecer al grado de llegar a competir y rivalizar, y por ende chocar, con las mayorías blancas. Parte del problema es que éstas siguen adoptando las mismas actitudes que sus antepasados, sin al parecer percatarse de que las condiciones históricas, sociales y culturales cambiaron drásticamente. Por ello, me parece que si tenemos presente, aunque sea en forma vaga, el trasfondo histórico, no podrá sorprendernos ni mínimamente el recrudecimiento de la violencia racial en Inglaterra de las últimas semanas.  Es verdad que en estos conflictos se expresa una ira secular, un coraje y un odio durante mucho tiempo reprimidos, pero estoy convencido de que no son esos los motivos directos del conflictos. Pienso que lo que mantiene activas la animadversión y la violencia (la que en este caso estalló fue entre blancos y asiáticos) son ante todo los deseos y las ambiciones de supremacía (diluidos quizá ahora por un leve temor de que los papeles se inviertan) de los blancos. De lo que al parecer éstos no se han dado cuenta es simplemente de que sus prejuicios y mitos raciales, justificatorios de toda clase de iniquidades y aberraciones y que, independientemente de cómo los evaluemos, jugaban un fácil y tranquilizante rol hace algunos siglos, son enteramente incongruentes con los procesos actuales de globalización e integración. Es obvio que es mucho más fácil irse a dormir con la conciencia tranquila (aparte de rehusarse a saber, como tan a menudo sucede con las “mayorías silenciosas”) imaginándose que los “niños” arrancados de los brazos de sus madres, los hombres tratados peor que perros, etc., etc., en el fondo no son “como nosotros”, sino tan sólo “parecidos a nosotros”, sólo que visiones así son ya totalmente insostenibles. Pero entonces ¿cuánto tiempo más requerirán los supremacistas, de la estirpe que sean, para entender que sus queridas creencias, además de ser a priori refutables, no tienen ya ni la más mínima vigencia histórica?

 

      La posición del racista vis à vis la razón se ha ido modificando. En otros tiempos, un racista era simplemente un individuo hipócrita dispuesto a cerrar los ojos frente a los horrores que su bienestar material exigía con tal de mantener sus privilegios; en la actualidad un racista es más que otra cosa un ser abiertamente contradictorio y hasta absurdo. Ya no puede argumentar que las diferencias entre los seres de nuestra especie resultan de un mandato divino, dado que argumentaciones de esta clase son absolutamente démodées; el color de la piel en sí mismo no permite extraer ninguna conclusión respecto a la superioridad o inferioridad de nadie, puesto que tendría previamente que demostrarse que tal o cual color es en sí mismo mejor o peor, inferior o superior, que tal o cual otro color y eso no tiene el menor sentido; no parece congruente odiar a una persona por el color de su piel y tener caballos o perros del mismo color; tampoco se puede argumentar desde la perspectiva del origen, puesto que blancos, negros o asiáticos se reproducen y nacen de exactamente la misma manera; ni mucho menos podría sostenerse que recibe el racista apoyo alguno por parte de la neurofisiología. En otras palabras, no hay forma de demostrar una superioridad intrínseca de un grupo humano sobre otro. Lo que sí hay es superioridad empírica, factual, contingente, es decir, es un hecho que ciertos pueblos se desarrollaron más rápidamente que otros. Sin embargo, entre los factores  que contribuyeron a su desarrollo están, sin duda alguna, las tribulaciones y las barbaridades por las que han pasado. Dejando de lado el fenómeno de la esclavitud: ¿hay algún país africano que haya vivido los horrores por los que han pasado los europeos, desde la conquista de la vieja Europa por parte de los indo-europeos hasta las matanzas de Bosnia-Herzegovina, pasando por las invasiones de mongoles, hunos, vándalos, las guerras de religión, los campos de concentración, etc., etc.? Sinceramente lo dudo. Lo que quiero indicar con esto es simplemente que no podría argumentarse a partir de las consecuencias, de la situación actual, para inferir por ejemplo que un grupo humano es intelectualmente superior a otro. En general, creo que puede hacerse ver que no hay ni puede haber detrás del racismo teoría alguna, en ningún sentido serio de la expresión, y esto a su vez sugiere que el racismo no pasa de ser una fácil racionalización, una pseudo-justificación de un estado de subyugación de un grupo humano sobre otro, relativamente fácil de identificar.

 

      El racismo no representa un problema teórico, sino uno práctico, por lo que la pregunta importante en relación con él es: ¿cómo se le combate, cómo se le extirpa? No hay duda de que eso se resolverá paulatinamente en la práctica: así como los requerimientos económicos acabaron con la esclavitud, así también la integración de la población mundial acabará con las barreras entre razas, si bien muy probablemente las distinciones racistas habrán de cederle el lugar a otras clases de divisiones entre humanos. Pero hay que señalar que en la actualidad muchos gobiernos no sólo no luchan en contra del racismo, sino que lo promueven. Un buen ejemplo de ello es la famosa “Ley de Extranjerías”, promulgada en España, que afecta a africanos y a “sudacas”, pero no a suecos o a suizos. En este sentido, dicha ley es abiertamente retrógrada. Así, la superación del racismo es por el momento un asunto de practicalidad, de correlaciones de fuerza y de tiempo. Es solamente por la construcción en un único sistema mundial de relaciones económicas y políticas que se bloquearán los intentos de los supremacistas por dominar y maltratar a otros pueblos. El problema con esta forma meramente empírica de superación del racismo es que lo único que logra es acallar u ocultar las rivalidades y, eventualmente, invertir los roles, como pasó por ejemplo entre árabes y judíos, mas no acabar con la idea misma de diferencias intrínsecas entre grupos humanos. Es contra esto último contra lo que hay que luchar. La verdadera superación del flagelo del racismo está, por lo tanto, en otra parte; radica principalmente en la educación. Cuando hablo de educación no me refiero meramente a la instrucción, a la adquisición de conocimientos (los cuales pueden ser puestos al servicio de causas racistas), sino a lo que podríamos llamar la ‘educación del alma’, i.e., una forma particular de ver a nuestros semejantes tal que una vez adoptada las separaciones arbitrarias como la basada en el color de la piel resulten despreciables e inaceptables. Después de todo, ello no es tan difícil. Es bien sabido que los niños por sí solos no son racistas ni muestran tendencias o inclinaciones en ese sentido; no hay niño normal (es decir, no echado a perder por ideologías segregacionistas) que no se horrorice ante una descripción de situaciones de injusticia racista; por otra parte, es menester hacer constantemente el experimento de visualizar en cada persona lo que ésta habría podido ser o inclusive podría ser si no se encontrara en la situación precaria en la que se encuentra; no hay que olvidar tampoco que toda degradación intra-especies es lo más anti-natural que pueda haber; de igual modo, no estaría de más tratar de hacerle ver al racista que sus horizontes existenciales son exageradamente estrechos y grises y que se pierde de mucho de la belleza del mundo. Un modo de hacer ver que efectivamente el racismo es anti-natural y artificial es que es mucho más fácil imaginar un mundo sin racismo que un mundo sin pobres. El mundo del racista es un mundo de un inmenso e imperdonable desperdicio humano.

 

      La lucha contra el racismo, descarado como el del Frente Nacional o vergonzante como en algunos sectores de la sociedad mexicana, no es una opción: es una obligación. Callar, no protestar, no oponerse a situaciones de injusticia racial es simplemente hacerse cómplice de ellas. Es preciso entender que mucho de las actitudes racistas se aprenden en la casa, inadvertidamente, empleando de manera natural expresiones denigrantes y degradantes de grupos humanos diferentes a los nuestros. Digámoslo en voz alta: hay entre nosotros muchos racistas vergonzantes y que sólo muy en privado se atreven a expresarse libremente. Hay que rechazar sin titubeos la “confianza” que se nos brinda en situaciones como esas. La verdad es que de manera racional llegamos aquí a los límites del pacifismo: el racismo es un fenómeno tan obsoleto y odioso que se convierte él mismo en la mejor justificación del recurso a la violencia. Independientemente de que se trate de minorías indígenas, haitianas o tailandesas (o, eventualmente, blancas, lo cual ciertamente puede suceder), no se debe ya tolerar, ni oficialmente ni a título personal, la gestación de situaciones en las que un padre se ve forzado a decirle a su hijo que no puede ingresar a cierta escuela o formar parte de tal o cual club porque no es como otros niños. ¿Qué clase de explicación es esa para un niño? Y por increíble que parezca, es por situaciones así que hay tensiones en Europa y en lo que otrora fuera el país más avanzado del mundo. Parecería, por lo tanto, que a éste no le queda más que cerrar sus fronteras y aislarse del mundo, lo cual es de hecho imposible, o dejar de soñar con nostalgia en su antigua grandeza y abandonar para siempre sus desorientadas ambiciones de supremacía racial.