SIDA, Ética y Salud Pública

(19 de marzo de 2001)

 

 

Hace unos cuantos días se tomó en el Ayuntamiento de Veracruz una decisión que a mí me parece sabia y que ciertamente invita a la reflexión e inclusive a la polémica: por orden del edil panista, el regidor encargado del ramo de salud le ordenó a 1500 meseras que se hicieran el examen del SIDA. Como era de esperarse, de inmediato grupos de lesbianas y homosexuales pusieron el grito en el cielo con el ya aburrido estribillo de que se habían violado los derechos humanos de las interfectas. Esto último dista mucho de ser auto-evidente y más bien creo que es abiertamente falso. Después de todo, si ahora es de lo más natural exigir pruebas anti-doping en o para multitud de trabajos ¿por qué hacer un escándalo con pruebas para determinar si una persona padece cierta enfermedad – de la que quizá ni esté enterada – que podría provocarle la muerte a otras? No creo que se deba pasar en silencio tan significativo evento.

 

      Quiero empezar por recordar que difícilmente se me podría a mí acusar de ser panista, pero debo decir que considero que las autoridades de Veracruz estuvieron totalmente acertadas en su decisión. Por ello, la tarea que nos auto-encomendamos en este artículo habrá de consistir en ofrecer razones que hagan ver que dicha decisión fue efectivamente correcta. Las razones en cuestión habrán de ser una combinación de argumentaciones empírica y a priori y, muy probablemente, no logrará ser del todo convincente, pues es típico de esta área de reflexión que sea prácticamente imposible ofrecer demostraciones, en un sentido matemático o lógico. No obstante, confío en que se podrá hacer ver que al edil y a su equipo les asiste plenamente la razón.

 

      Hay varias aclaraciones que es conveniente hacer y tener presente para estar en posición de elaborar una línea constructiva y clara de argumentación que permita extraer, cuando llegue el momento, las conclusiones pertinentes. La primera tiene que ver con un cierto malentendido que con mucha facilidad se expande, a saber, que los grupos de homosexuales y lesbianas pretenden generar la idea de que el tema del sexo les pertenece, que son ellos la autoridad máxima al respecto y que sólo ellos pueden pronunciarse con libertad sobre dicho asunto. Esto es inadmisible: el hecho de que ellos representen una minoría rebelde en materia de sexo no quiere decir que automáticamente se convierten en portavoces no digamos de la mayoría, sino de ninguna otra minoría. Cómo se deba lidiar con prostitutas que trabajan frente a una escuela primaria no es asunto que les competa a ellos. Tampoco en este caso el asunto les concierne directamente, por lo que no es fácil percibir la pertinencia de su involucramiento. En segundo lugar, será útil recordarle al amable lector lo que es la ética, por lo menos en uno de sus sentidos clásicos. La ética es una investigación racional que tiene como objetivo la enunciación de principios generales que permitan justificar reglas morales o de conducta. Por ejemplo, existe la regla moral “no subir los pies a la mesa a la hora de la comida”. ¿Qué o quien dice que subir los pies es algo que no se debe hacer? Después de todo, existe la norma “hay que subir los pies a la mesa a la hora de la comida”. ¿Cuál de las dos es la buena y por qué? En este caso el conflicto es de relativa fácil solución, pero es evidente que hay multitud de conflictos entre normas morales cuya resolución es todo menos fácil. En todo caso, la balanza la inclina lo que resultaría ser el mejor principio ético, en favor del cual naturalmente hay que ofrecer argumentos. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, podemos argumentar que hay que conducirse de modo tal que nuestra conducta no genere reacciones violentas innecesarias por parte de otros y que subir los pies a la mesa es precisamente lo que promovería una reacción así. Sin embargo, este principio es todavía poco general, pues se subsume bajo otros, como el principio utilitarista de que hay que promover al máximo el bien general. Son principios éticos de esta clase los que en última instancia determinan si una decisión o acción cualquiera es moralmente correcta o mala. Un tercer punto que rápidamente vale la pena mencionar es el siguiente: la ética y la moral tienen que ver con las personas y sus acciones, pero es por una extensión fácil de modos de hablar que se habla de ética y moral de instituciones. En relación con las instituciones y con las decisiones de personas qua personajes públicos de lo que hay que hablar es de política o, si se insiste en seguir usando la noción de ética, de ética social, en contraposición a la personal. Esto es importante, pues indica que los modos de justificación de las decisiones que se tomen habrán de ser diferentes según el caso. El último punto que deseo establecer tiene que ver con la noción de derechos humanos. No me extenderé al respecto y me limitaré a presentar el núcleo de mi posición. Si no me equivoco, en lugar de preguntar ‘¿Qué son los derechos humanos?’ es mucho más esclarecedor preguntar ‘¿cuándo se violan derechos humanos?’. Esto permite ver que sólo podemos hablar de derechos humanos en relación con autoridades, no con particulares. Si un particular viola la ley en agravio de alguien comete un delito, pero si es la autoridad quien lo hace entonces se viola un derecho humano. Empero, el supuesto aquí es que la ley es justa, porque si no lo es entonces no respetar la ley no podría ser considerado como una violación de un derecho humano. Supóngase que hay un país en el que la ley estipula que la gente de color tiene prohibido disfrutar de las playas del lugar e imaginemos que un policía se conduele e invita a gente de color a desobedecer la ley. En ese caso ¿se violan derechos humanos? Es obvio que no. Por lo tanto, si bien una condición para hablar de violación de derechos humanos es que sean las autoridades quienes no respeten la ley, es importante también que la ley que no se respeta sea justa. Con esto en mente, podemos pasar a considerar lo sucedido en Veracruz.

 

      Hay dos cuestiones que de inmediato se plantean: por una parte, la supuesta violación de la ley de salud y por consiguiente de derechos humanos y, por la otra, la violación de un principio fundamental de ética médica, a saber, el principio de confidencialidad.

 

      Abordemos primero la cuestión de la violación de los derechos humanos. Si nuestros legisladores operaran impecablemente, si las leyes fueran perfectas y si por lo tanto todos estuviéramos plenamente satisfechos con nuestros códigos, entonces no habría nada que decir: dado que nuestra ley estipula que no se puede obligar a nadie a hacerse ningún examen médico, entonces haber “forzado” a alguien a hacerlo es haber violado un derecho humano. Pero ¿es la supuesta ley de salud defendible o siquiera sensata? Habrá casos en qué sí, pero lo que no podemos asumir es que sus preceptos valen indiscriminadamente para todos los casos. Eso es precisamente lo que hay que discutir. Por lo pronto, habría que señalar que la ley en cuestión contiene artículos bárbaros. Por ejemplo, en relación con el aborto y el infanticidio la mencionada ley estipula que si una madre mata a su hijo antes de ser éste registrado, la pena a la que se hace acreedora es de 3 a 5 años de cárcel. A mí eso me parece sencillamente fantástico (por horrendo). Lo que está implicado es que mientras un ser de nuestra especie no quede registrado no tiene todavía el status de ser humano! Eso es grotesco. Infiero que dicha ley es sumamente imperfecta. Por lo tanto, podremos hablar con sensatez de violación de derechos humanos sólo si se nos demuestra que la norma que aquí nos ocupa está justificada. Ahora bien ¿lo está? Yo creo que no. Veamos por qué.

 

      En la actualidad hay multitud de organizaciones, como clubes, y mecanismos de promoción, como becas al extranjero, para los cuales es obligatorio, si se les quiere aprovechar, hacerse el examen del VIH. Por experiencia personal sé que, para muchos y muy diversos países, se requiere, una vez aceptado en alguna universidad, presentar el resultado del examen. Pero ni mucho menos es esto una arbitrariedad. Respóndasenos: ¿por qué habrían las autoridades de un país deliberadamente dejar entrar a su territorio a un extranjero de quien se sabe que es portador de una enfermedad mortal y de fácil contagio? ¿No es precisamente una función primordial de los estados proteger a sus respectivas poblaciones, tanto de bombardeos como de epidemias? ¿Acaso el hecho de que la enfermedad no tenga, por lo menos en sus primeras etapas, manifestaciones visibles la vuelve inocua y por ende susceptible de ser ignorada? ¿Si en lugar de SIDA una persona padeciera de viruela o lepra: se le dejaría transitar libremente a sabiendas de que contagiaría, digamos, a niños de otros países? ¿No se hace con las vacas, mutatis mutandis, lo que se debería hacer con las personas (que no se me malinterprete: no estoy hablando de exterminio físico en el caso de los humanos), esto es, tomar las medidas pertinentes para que no se produzcan pandemias? Realmente sería criminal, no ya inmoral, permitir tranquilamente que esto sucediera. Por otra parte, si los propietarios de un club en donde hay gente que comparte regaderas, albercas, toallas, aparatos para hacer gimnasia, etc., vigilan que sus miembros no tengan ni siquiera enfermedades en los pies ¿no es mucho más razonable aún solicitar de sus potenciales miembros que presenten un certificado de salud que demuestre que el nuevo miembro del club no representa ningún peligro para los demás? ¿En nombre de qué o de quién puede una persona gozar del derecho de contagiar a otras? Confieso que cualquier intento de justificación de algo así me resulta inconcebible. Deduzco que no parece haber razones de orden social o comunitario en contra de restricciones que, si bien afectan a una persona, protegen a muchas más.

 

      Consideremos rápidamente la cuestión de la confidencialidad. En este caso, la confusión de los planos personal y social es gigantesca. En principio, estamos de acuerdo, ningún doctor que atiende a un paciente de SIDA (o de cualquier otra enfermedad) tiene derecho a difundir a diestra y siniestra, a manera de chisme, los males de su paciente. Pero es claro que el doctor tiene obligaciones no sólo vis-à-vis su paciente, sino también par rapport a otras personas, que en el fondo son sus pacientes potenciales. El médico no sólo debe curar a su paciente, sino hacer todo lo que está a su alcance para que otros no se enfermen. Por ejemplo, las enfermeras tienen que estar al tanto. Por otra parte, toda persona enferma tiene derecho a ser tratada de manera afable, pero su estado no le confiere nuevos derechos como ciudadano ni lo pone por encima de los demás. Supongamos que el doctor sabe que su paciente está contagiado de SIDA y resulta que dicho individuo enamoró a su hija: ¿tendría entonces el doctor que asistir estoicamente al contagio de su hija por cumplir con un semi-absurdo requisito de confidencialidad? Y si, como es obvio, no es ese el caso ¿en relación con otras personas sí debería hacerlo? Pero ¿qué diferencia cualitativa habría entre su hija y otra persona, digamos, su mejor amiga? ¿Cómo podrían principios válidos ser tan flexibles que se aplicaran en función de cosas tan contingentes como las relaciones personales del doctor? Eso es absurdo. Por otra parte, cabe preguntar: ¿qué status tiene el principio de confidencialidad? Es claro que no es ni un principio a priori ni analíticamente verdadero ni particularmente intuitivo pero, lo que es peor, no es constitutivo de la medicina, como ciencia y como práctica. Es constitutivo de la medicina curar, salvar vidas, evitar epidemias, etc., pero el requisito de la confidencialidad es un addendum en general aceptable, pero claramente descartable por situaciones de mayor peso social. El principio de confidencialidad, se formule como se formule, requiere ser contextualizado y juzgado en contexto. Los doctores no son curas: si un médico sabe que su paciente al salir del consultorio asesinará a cuanta persona se encuentre, el no tratar de evitarlo lo convierte en cómplice del asesino. Quizá podamos resumir todo esto del siguiente modo: es obligación del doctor atenerse al principio de confidencialidad mientras no haya razones de peso que lo invaliden.

 

      Un caso real que ejemplifica a la perfección la clase de daño social que puede causar un apego irracional a un principio como el de confidencialidad es el famoso Paciente 0. Éste era un canadiense, uno de los, por así llamarlo, pioneros del SIDA. Vivió por lo menos sus últimos dos años en los Estados Unidos y se convirtió en uno de los individuos más buscados en ese país. La peculiaridad de ese sujeto es que, consciente de que estaba condenado e imbuido por ello de un gran odio, se dedicó a infectar a cuanto libertino se le puso enfrente. Era un asiduo de bares de invertidos y se calcula que contagió a no menos de 2000 personas! Con elementos como éste rebasamos ya, y con mucho, el plano del secreto profesional para pasar al de las obligaciones frente a otros y, en consecuencia, de denunciar a un enfermo. Yo pensaría que es claro que los cambios de cantidad vuelven al argumento contundente y definitivo o ¿acaso es más valioso el principio de confidencialidad que la vida de 2000 personas? La respuesta es tan obvia que me la evito. Debo decir, asimismo, que me parece inobjetable la comparación de una enfermedad como el SIDA con la posesión de un arma o de una habilidad, como el karate: un hombre infectado y mal intencionado puede hacerle un daño letal a mucha gente inocente y eso ¿por qué habría de permitirse? Esto hace pensar que no sólo no es conducirse moralmente mal dar a conocer oficialmente el hecho de que alguien contrajo el virus, sino que es de lo más inmoral no hacerlo y debería ello acarrear responsabilidades legales. Por todo ello, debemos ya preguntar abiertamente: ¿por qué no podría haber un listado público o una cartilla que permitiera la identificación sanitaria de las personas? En lo que era la República Popular de Polonia, por ejemplo, eso se hacía de manera regular con las prostitutas. Era una forma de protección. ¿A qué se debe que estemos tan retrasados que algo parecido en México se vuelve un escándalo?

 

      Se tiene que hacer un esfuerzo y aprender a pensar de manera que los demás queden incluidos en nuestras consideraciones y decisiones. Ya no se puede seguir defendiendo una moral de individualismo embrutecedor, irrestricto y odioso. Eso es algo que se pudo haber practicado en una cierta etapa del desarrollo histórico, pero ciertamente no en la actual. Se debe aprender a legislar con la cabeza fría y no a base de rabietas e improperios. Por ejemplo ¿qué derecho tiene una mujer que tiene dos semanas de embarazo y que se acaba de enterar que tiene SIDA a tener a “su” hijo, el cual obviamente nacerá enfermo y morirá al poco tiempo? El que ella lo lleve en el vientre ¿le confiere derechos de vida y muerte sobre él? A mi modo de ver no. Por ello, dada la inconsecuencia y la irresponsabilidad de las personas, lo que aflora es la inmoralidad de los legisladores. En verdad ¿qué derecho moral tienen éstos a desproteger a las potenciales y gratuitas víctimas de un mal que no perdona? ¿Acaso los futuros individuos no están protegidos por las leyes, no gozan de derecho alguno, ni siquiera del de no nacer enfermos? Y si lo deberían estar los niños potenciales, a fortiori deberían de estarlo personas adultas. Por lo menos es claro que aquí no vale esconderse tras slogans referentes a la libertad individual.

 

      Es muy importante balancear decisiones como la veracruzana. Yo sostengo que es correcto tratar de identificar a los portadores del mortal virus, pero también es cierto que esta práctica debería venir acompañada de toda una cultura de protección social al enfermo. No se trata de estigmatizar al sidoso. Lo que éste requiere es ayuda, no condena y mucho menos una inútil condena moral. La medida en cuestión es política y tomada por consideraciones de salud pública, pero es claro que el enfermo es una víctima y como tal merece consuelo y ayuda, no oprobio y hostigamiento. Lo que se debe hacer es enseñarle a la población tanto a hacerse análisis regularmente como a “tenderle la mano” al desafortunado, puesto que además en este caso se sabe de qué maneras se puede uno contagiar y, por lo tanto, ese contagio es fácilmente neutralizable. Como ciertamente no es neutralizable es por detección intuitiva, adivinación, magia o telepatía. Es por eso que decisiones políticas como la que nos incumbe son bienvenidas.

 

      Un último factor que quisiera mencionar y que obviamente refuerza la posición de las autoridades de Veracruz es que se exigió la prueba de SIDA en un medio en el que se da un gran comercio sexual, como lo es el de las meseras. Suponiendo que las cosas son como parecen, sería grotescamente improcedente exigir una prueba así para poder hacer su ingreso en un convento de monjas, pero ¿restaurantes y bares? Es innegable que hay sectores poblacionales más expuestos unos que otros, pero en el fondo ¿no fue la medida en cuestión una medida que claramente sirvió para proteger a las personas mismas cuyos derechos supuestamente se violaron? ¿No es declaradamente torpe protestar por la exigencia del edil? ¿No es lo más incomprensible y fuera de lugar vincular una cuestión de salud pública con una cuestión de moralidad sexual, tan sólo porque una de las formas de contraer la enfermedad de la que hablamos es la vía sexual? Es claro que el sexo, como el dinero, ensucia todo lo que roza y eso es lo que está pasando en este caso: por creerse los representantes de todo lo que tiene que ver con el sexo, homosexuales y lesbianas enarbolan banderas que son contrarias inclusive a sus propios intereses. Mi sentido común me indica que ellos deberían ser los primeros interesados en que hubiera una vigilancia permanente al respecto.

 

      El hecho de que la medida tomada en Veracruz sea una medida aislada, que brille solita como un lucero en un firmamento oscuro, no quiere decir que sea criticable; no porque rompa con una tradición de complicidad silenciosa debe ser atacada o, inclusive, ignorada. Al contrario, debe ser aplaudida y, sobre todo, se le debería generalizar. La actitud que se promueve es, naturalmente, la propia de gente que está interesada en la gente, en sus congéneres, de este país o de cualquier otro. Por eso desde este mural de ideas enviamos a un grupo de personas de Veracruz, a quienes no nos vincula absolutamente nada, una calurosa felicitación, esperando que se mantengan firmes y que pronto sean emulados por autoridades a todo lo largo y ancho de nuestro país, ya sea de su mismo partido o de cualquier otro.