Stalin:
el Incomprendido
(5 de marzo de 2001)
Hoy,
hace 48 años, murió el estadista más decisivo del siglo XX: José Visariónovich
Dhugashvili, mejor conocido como “el de hierro”, esto es, Stalin. Quisiera
dedicarle unas cuantas palabras.
Como prácticamente todo mundo, yo también
padecí lo que podríamos llamar la ‘versión hollywoodense’ (si es de
divulgación) o churchilliana (si es política) de Stalin, es decir, la visión
distorsionada y superficial de un villano todopoderoso, semi-ignorante,
sediento de sangre y culpable de toda clase de crímenes en contra no sólo de su
pueblo, sino de la humanidad. Lo grave de caricaturas como esa no es la
“crítica moral” subyacente (que ciertamente no son los gobiernos norteamericano
o británico los más autorizados para emitir), sino la descarada deformación de
la historia que implica. En este punto, es menester percatarse del sutil y
ambiguo rol que juegan en las reconstrucciones históricas y para nuestra
comprensión del pasado el espacio y el tiempo. Nosotros, para bien o para mal,
pertenecemos a la zona de influencia de la cultura anglosajona, a cuyos
intelectuales les correspondió, después del triunfo, escribir la primera
versión de la Segunda Guerra Mundial, de los hechos que a ella condujeron y de
sus implicaciones. Difícilmente habríamos podido sustraernos a la influencia de
las interpretaciones y los puntos de vista de los vencedores. Por otra parte,
es innegable que el tiempo juega un papel curioso en la gestación de nuestras
tomas de posición, dependiendo de cuán cercano o alejado nos resulte un
personaje o un evento particular. Así, y no sin razón, admiramos la labor
colonizadora de algunos de los grandes conquistadores del pasado. No hay más
que poner los pies en el Medio Oriente para sentir la grandeza de Alejandro,
echarle un vistazo a La Guerra de las Galias para entender qué clase de
hombre superior era César o hacer un recorrido por Europa Central para captar
el genio del general Bonaparte. Todo ello y más es factible en parte al menos
porque discurrimos sobre seres extraviados ya para nosotros en el flujo de la
vida. En cambio, si nos topamos con un personaje de características semejantes
y de esas mismas magnitudes sólo que, por así decirlo, palpable o tangible, la
actitud histórica de veneración hacia los héroes del pasado automáticamente se
transmuta en su opuesto. Es, en efecto, altamente probable que hasta el más
fanático de los admiradores de Alejandro o de César, de haber sido testigo de
la destrucción de Persépolis o de haber presenciado alguno de los feroces
asaltos de las legiones romanas, en lugar de admiración lo que sentiría sería
repulsión y rechazo. Hay, pues, un elemento de contingencia temporal del cual
es preciso desprenderse si queremos tratar de llegar a lo que sería la
apreciación más objetiva posible en historia. Es ese enfoque atemporal e
“ingeográfico” que quisiera adoptar aquí para hablar de Stalin.
Tomo como punto de partida un principio
existencialista: el hombre actúa siempre “en situación”. Por consiguiente, si
queremos comprender el fenómeno Stalin, lo primero que tenemos que preguntarnos
es: ¿cuál fue el contexto social de ese hombre, es decir, qué mundo le tocó a
él vivir? La respuesta, en unas cuantas palabras, es básicamente la siguiente:
la horrenda realidad del zarismo, la protesta espontánea y desprotegida frente
a la miseria y la injusticia, la vida en la clandestinidad, el destierro y la
permanente y agobiante labor política, las abrumadoras desgracias personales,
la paciente labor constructiva de organización, la infausta guerra civil, la
lucha encarnizada por la orientación del nuevo país y la destrucción de la
oposición, los terribles y agotadores
procesos de nacionalización de la tierra e industrialización a marchas
forzadas, las grandes purgas de infiltrados, espías y enemigos potenciales, las
colosales tensiones del frente diplomático, la más cruenta guerra de todos los
tiempos y la necesaria expansión hacia Occidente. En términos humanos, el
espectáculo del cual José Stalin fue testigo es el de alrededor de 60 millones
de muertos. En circunstancias como estas, lo que sólo a un débil mental o a un
hipócrita demagogo se le podría ocurrir sería culpar o acusar en forma
descontextualizada a un individuo por desenvolverse exitosamente en condiciones
tan poco envidiables. Por eso, lo que ya es hora de entender es que, en el fondo,
lo horroroso de la vida de Stalin no es su actuación o su persona, sino las
circunstancias en las que tuvo que desempeñarse. Pero es más que evidente que
Stalin no creó su contexto histórico más de lo que crea el suyo cualquier
individuo, hombre o mujer, por insignificante que sea. Aunque sinceramente lo
dudo, si se le hubiera preguntado él quizá habría preferido haber nacido entre
pañales de seda, como descendiente del duque de Marlborough, y no en la humilde
choza de una campesina inculta y de un zapatero alcohólico y golpeador. Pero no
tuvo esa “fortuna”, no fue ese su sino. De ahí que lo fantástico de la vida de
Stalin sea precisamente que fue un hombre exitoso, un triunfador total, en un
contexto particularmente tenebroso, desde luego no elegido por él, un mundo en
el que todos sistemática y fatalmente fracasaban y caían. No olvidemos que
desde los 16 años Stalin se enfrentó a toda clase de autoridad hostil, de
policías siniestros, de políticos intrigantes, de militares depravados y
crueles y, en general, de rivales que no esperaban otra cosa que un faux-pas
de su parte, el más leve error, para decapitarlo. Que quede claro de una vez
por todas: sus adversarios no fueron nunca inocentes párvulos, abnegadas
monjitas o moralistas desinteresados, sino gente capaz, con posibilidades y
dispuesta a todo con tal de desplazarlo. El problema es que no pudieron porque,
y aquí el parangón con Fidel Castro es inevitable, Stalin simplemente se volvió
indispensable, insustituible: quien sabía tanto de producción de trigo como de
producción de cañones, de ingeniería civil como de las perfidias de la
diplomacia internacional, era Stalin. Por ello, dejando de lado preferencias
políticas, me parece que hasta el más acérrimo de sus enemigos o detractores
(que con toda seguridad habría estrepitosamente fallado allí donde él salió
vencedor), si fuera honesto habría de reconocer que estamos hablando de un
hombre de estado con quienes muy pocos, en el millón de años que tiene el homo
sapiens, podrían equipararse en carácter, astucia y congruencia
política.
¿Por qué pudo Stalin convertirse en
irremplazable y salir airoso en esa peligrosa selva política que era el
Politburó del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética? No
por casualidad ni porque sus “colegas” le hubieran de buena gana concedido tal
privilegio! La verdad es que las cualidades de nuestro personaje son tan obvias
que resulta hasta trivial mencionarlas. En primer lugar, era un hombre
valiente. No conozco a nadie todavía que se atreviera a escaparse completamente
solo de lo que eran las prisiones zaristas del norte de Siberia y a caminar
cientos de kilómetros por la estepa helada con no otro fin que el de
reincorporarse a la lucha social. En segundo lugar, Stalin tenía grandes dotes
de organizador: congregaciones estudiantiles, células de sabotaje, grupos de
resistencia obrera, corporaciones partidistas, órganos de represión, redes
diplomáticas, etc., todas esas formas (y muchas más) de acción coordinada se
beneficiaron de su destreza. En tercer lugar, Stalin era un hombre con genuinos
ideales políticos. Es evidente hasta para el más despreciable de sus
denostadores y calumniadores que ni en sus peores momentos hubiera sido posible
“comprar” a Stalin. Éste pertenecía a esa minúscula familia de humanos formidables
que, independientemente de sus convicciones, no están dispuestos a hacer
concesiones, no transigen, no negocian, no claudican. Así son los serios y los
puros y Stalin era uno de ellos. En cuarto lugar, Stalin era, en el marco de
una perspectiva particular y asumida conscientemente, un hombre de teoría. Su
célebre ensayo sobre las nacionalidades no ha sido en lo esencial superado, sus
consideraciones de materialismo histórico son siempre ilustrativas y, aunque
limitadas, sus especulaciones sobre las relaciones entre el lenguaje y el
pensamiento son magníficas. Evidentemente no era, en el sentido más purista y
estrecho de la expresión, un “académico” (pero ¿qué académico podría organizar
un plan quinquenal, dirigir el contra-ataque en Stalingrado o conducir las
negociaciones con Churchill en Teherán?). Yo de todos modos estoy convencido de
que era un hombre que, a los 60 años, hubiera podido impartir en las mejores
universidades del mundo y mejor que nadie una cátedra que hubiera podido
llamarse ‘Sobre la vida’. Empero, si bien podía enseñar, y mucho, no era esa su
función. La de él era mandar y construir y eso es algo que, como argumentaré en
breve, dejó en claro que sabía hacer.
Yo pienso que, después de lustros de
sistemática desfiguración (y, por ende, incomprensión) histórica ha llegado el
momento de hacerle un poco de justicia a Stalin. Para ello, lo primero que hay
que hacer es desligarlo de Lenin, quien a final de cuentas le sirvió como
catalizador y canal para su propio desempeño político. Lenin, lo sabemos, dio
un audaz golpe de estado y se entronizó en el poder, pero es innegable que
hacia el final de su vida ya no tenía un programa político inequívoco y que,
con tal de mantenerse en su posición de líder supremo (y de la cual era extraordinariamente
celoso), estaba dispuesto a llegar a acuerdos con fuerzas sociales retrógradas
y a pactar con quien fuera necesario hacerlo, enemigos incluidos. Su famosa
Nueva Economía Política es el mejor testimonio de ello. Pero se topó con
Stalin, quien venía con otra trayectoria, esto es, una trayectoria de contacto
directo con los obreros reales y no nada más con la figura teórica del
explotado, con la policía real pisándole los talones y no cómodamente
organizando desde Suiza la sublevación. Y Stalin logró lo inconcebible:
desplazó a Lenin y al poco tiempo, y sin mayores trabajos, a Trotsky. Se
produjo entonces un corte en la historia de Rusia, y en verdad del mundo,
porque lo que con Stalin ya al frente del gobierno como líder indiscutido se
inició fue algo completamente nuevo, ni más ni menos que la invención y la
construcción de la Unión Soviética. Por ello, dan ganas de decir: “A Lenin lo
que es de Lenin, a Stalin el socialismo real”. Así, eso que pasó a la historia
como ‘Unión Soviética’ es la gran creación de José Stalin. En este sentido, tal
vez sólo Alejandro sea comparable a él. Lo que Stalin forjó, en efecto, y a un
costo – es cierto – gigantesco, fue una cultura que no tenía precedentes, un
sistema totalmente nuevo de relaciones de propiedad y humanas, una nueva
concepción del hombre, un arte nuevo y todo ello, oh! paradoja, en nombre
precisamente de Lenin: estadios Lenin, avenidas Lenin, montañas Lenin, metro
Lenin, museos Lenin, escuelas Lenin, etc. No es a otro sino a Stalin a quien
Lenin debe su transformación en semi-dios. Así, pues, el primer gran logro de
magnitudes seculares que se le puede atribuir a Stalin fue la creación de la
primera gran sociedad socialista de la historia. Desde mi perspectiva, la
civilización soviética fue una sueño de la historia, un sueño que en mi opinión
alcanzó su zenit en 1935, que fue (dicho sea de paso) cuando el filósofo más
grande de todos los tiempos, Ludwig Wittgenstein, pasó tres meses en lo que ya
para entonces era un pujante país. Y el segundo gran logro histórico de Stalin,
uno que no le rebate ni el más reaccionario de los torys, es el de haber
derrotado al ejército más poderoso de la época: la Wermacht hitleriana. A mí me
parece incuestionable que ser creador de una cultura nueva y derrotar a un
enemigo de la talla de Adolfo Hitler es haberse hecho acreedor a un puesto
singular, único, en la historia de la humanidad.
La vida personal de Stalin fue tan fascinante como su
vida pública. Particularmente impresionante resultan su modestia, su total
indiferencia frente al lucro, el glamour y demás productos de sociedades
parasitarias y desiguales. Tuvo dos esposas, una de ellas, la primera, una
mujer de una rara belleza que lo adoró apasionadamente. Murió de tifo, durante
la guerra civil, después de dos años de casados. Se cuenta que, durante su
sepelio, Stalin le confió a un amigo lo siguiente: “Con ella se acabaron mis
últimas ternuras para con los hombres”. La segunda esposa, y esto último está
ahora plenamente acreditado, se suicidó en el Kremlin, después de una
tormentosa cena con amigos. O sea, contrariamente a lo que siempre se insinuó,
es ya un hecho establecido que no fue Stalin quien la mató. Se sabe, además,
que este lamentable desenlace le resultó a Stalin sumamente doloroso. Tuvo dos
hijos y, el gran amor de su vida, una hija, Svietlana Alliluyeva (autora, por
cierto, de un conmovedor y muy recomendable librito intitulado ‘Veinte cartas a
un amigo’). Winston Churchill, probablemente el representante más decidido de
todo lo opuesto al stalinismo, cuenta en sus memorias cómo, durante su primer
viaje a Moscú (a donde llegó vestido de overol), después de las conversaciones
con Stalin éste invitó a la delegación inglesa a su parte residencial en el
Kremlin. Churchill narra cómo de pronto apareció Svietlana, una niña todavía.
Se vivía entonces uno de los peores períodos de la Gran Guerra Patria. Stalin
abrazó a su hijita de un modo tal que Churchill no pudo más que ofrecer en su
libro una lectura sorprendentemente tierna de la escena. Ni mucho menos era, pues,
Stalin el hombre desprovisto de afectos, filiales o maritales, que nos han
pintado. Lo que sí es un hecho es que, por fuerte que fuera su amor filial,
nunca lo antepuso a los supremos intereses históricos que lo animaban. Por eso,
y con gran dolor (hay testimonios de ello) nunca accedió a intercambiar a su
hijo, oficial del Ejército Rojo hecho prisionero por los alemanes, por
oficiales germanos. Es, si no me equivoco, en relación con este triste
acontecimiento que profirió su famosa tautología, tan llena de sentido: “La
guerra es la guerra”.
Una faceta particularmente brillante de la
personalidad de Stalin es la del diplomático. Puede sostenerse que si su gran
creación finalmente se derrumbó, ello no se debió a “dificultades intrínsecas”
al sistema, sino a situaciones imprevisibles e imposibles de controlar por él.
En este punto, me parece importante trazar una cierta distinción, no reconocida
generalmente por nadie. El dirigente de Alemania Oriental, Eric Honnecker,
profirió alguna vez una frase impactante. Dijo: “La Unión Soviética dejó de
existir por una traición llamada Perestroika”. Creo que en un sentido tenía
razón, pero en otro, más profundo, no. Lo que quiero decir es lo siguiente: la
genuina Unión Soviética, la verdadera construcción de Stalin, murió el
22 de junio de 1941 cuando, sin declaración de guerra, de la manera más
artera posible y violentando un pacto de no agresión firmado tan sólo un
par de años antes, fue alevosamente invadida por tres millones de soldados y todo su
territorio occidental, desde Bielorrusia hasta Moscú y de Estonia hasta el
Caúcaso, literalmente arrasado. El país de Stalin sufrió entonces una profunda
transformación y rápidamente se convirtió en otra cosa, i.e., en un
sistema esencialmente burocrático y policíaco. Pero dicha transformación ya no
tuvo su origen ni en el sistema mismo ni en Stalin. El gran aniquilador de la
obra de Stalin (por lo cual importantes historiadores ingleses, como David
Irving, lo reivindican cada vez con más fuerza) fue, a pesar de su derrota
militar, Adolfo Hitler. Deberíamos, por lo tanto, hablar no de una sino de dos
“Uniones Soviéticas”: la que Stalin construyó y que duró hasta la Segunda
Guerra Mundial y la que sobrevivió hasta la rendición de Michail S. Gorbachov.
Mientras vivió, antes y después de la brutal e históricamente torpe agresión
nazi, Stalin supo defender su creación como un padre a su hijo: obligó a los
mandamases del Imperio Británico a reconocer oficialmente a la Unión Soviética,
llevó a Hitler a buscar un tratado de no agresión (lo cual le dio todavía dos
años de respiro), recuperó tierras ancestralmente ligadas al imperio del zar
(los Países Bálticos y Finlandia), impulsó la labor internacional por la paz,
propició el triunfo de Mao, sin el cual China muy probablemente sería hoy una
gigantesca colonia maquiladora y bananera (recuérdese tan sólo la guerra de los
boxers, de principios del siglo pasado) e impuso un sistema cuyos valores
palpitan todavía en la mente de millones de personas, dentro y fuera de lo que
fue su país, y que lo seguirán haciendo. Todo eso es una construcción que sólo
ingenieros sociales muy avezados estarían en posición de elaborar.
Sería absurdo negar que bajo Stalin y en
su nombre se cometieron multitud de tropelías. Hay que decirlo: Stalin fue
implacable. La vieja guardia leninista y el Alto Mando del Ejército Rojo, Katyn
y Berlín, los kulaks y la oposición bujarinista, por no citar más que unos
cuantos casos, podrían fácilmente testificar al respecto. Pero es obvio que
limitarse a argumentar desde la perspectiva de las víctimas sería meramente
ignorar el fundamental hecho de que lo que se fraguaba en aquel inmenso país
era un cierto proyecto histórico, independiente por completo de Stalin, y que
él fue poco a poco surgiendo como el elegido para llevarlo a cabo, lo cual
puntualmente hizo. El cumplimiento de su misión exigió el sacrificio de mucha
gente y ciertamente no me atrevería a minimizar el sufrimiento del pueblo
soviético. Sin embargo, también aquí hay matices que es importante no pasar por
alto. Muy probablemente (aunque debo decir que nunca he leído nada concreto al
respecto), durante sus años de rebelde clandestino o durante la guerra civil
como comisario al mando de ejércitos, Stalin personalmente habrá ejecutado a
más de un enemigo. Ya en el poder, nunca. Ciertamente eliminó a la oposición,
interna y externa, mediante complejos mecanismos burocráticos para los cuales
obtuvo siempre el apoyo (y las firmas) de los otros miembros del grupo en el
poder. Pero esto nos lleva de regreso a sus condiciones reales de existencia:
era en ellas en donde él tenía que actuar y esas condiciones eran de vida
odiosa, terrible, de lucha sin cuartel. Ese era el medio en el que él se movía.
Nada más absurdo, por lo tanto, que esperar o exigir de alguien así actitudes
de predicador. Stalin fue exitoso en situaciones de infierno, en las que nunca
quisiéramos encontrarnos, pero lo que debería repugnarnos más que su conducta
son las condiciones mismas, el hecho de que los humanos sean susceptibles de
conformar situaciones como esas, en las que la gente tiene que actuar en forma
inhumana para sobrevivir y para realizarse. Cuando se sabe cómo se tomaban las
decisiones y sobre todo cómo se implementaban, se llega a entender que no había
muchas alternativas. Por ello, sostengo que es sólo cuando se tiene presente el
panorama real que la crítica a Stalin (o a cualquier otro hombre de historia)
es digna de ser tomada en cuenta. La pregunta que siempre se debe uno hacer es:
si yo me hubiera encontrado en la situación de Stalin y hubiera tenido que
enfrentar los dilemas y las encrucijadas que él enfrentó ¿cómo habría
procedido? Si alguien, conociendo los detalles del caso, presenta vías de
conducta diferentes y realistas, entonces su crítica a Stalin, o a cualquier
otro de los grandes conquistadores de la historia, puede ser valiosa y habrá de
ser atendida. De lo contrario, se estará de regreso a la visión hollywoodense
del asunto y ésta, huelga decirlo, no nos interesa.
Hay un sentido en el que la figura de Stalin es profunda
y paradójicamente trágica. Ninguna de sus grandes biografías, pero en especial
la (para mi gusto) mejor, esto es, la del almirante neozelandés y gran
sovietólogo británico, Ian Grey, permiten dudas al respecto. Stalin no era un
hombre que pasara su existencia en pos de beneficios personales, alguien que
quisiera “disfrutar la existencia”, “pasarla bien”, elevar sus niveles de
consumo, mejorar su “calidad de vida”, etc. No. Independientemente de que
estemos de acuerdo con él o no y del balance final que hagamos de su actuación,
no hay más remedio que admitir que Stalin era de esos extraños hombres que
trabajan para el mundo, para la humanidad, que dedican su vida a luchar en
contra de la humillante desigualdad social, de la degradante hambruna, de la
miseria humana. Y es aquí que surge lo trágico de su destino, pues mientras más
se esforzaba él en ello, más terrible resultaba su lucha; mientras más
bienestar quería promover, más coherente en la dureza se hacía; mientras más
amor por el género humano lo imbuía, menos compasión tenía por sus congéneres.
Eso es tragedia de dimensiones homéricas. Confieso que no sé qué lección
extraer de la vida de José Stalin. Tal vez debamos contentarnos con la banal
constatación de que los seres humanos tanto pueden, llevados por inconfesables
motivaciones, aportarle a la humanidad grandes bienes como, movidos por los
mejores y los más bellos ideales imaginables, hacer germinar los más espantosos
de los males.