Terrorismo Mexicano

(4 de junio de 2001)

 

 Los recientes acontecimientos en España, en Colombia, en Bosnia y en el Medio Oriente (por no citar más que los casos más sonados) nos inducen a reflexionar someramente sobre uno de los fenómenos políticos más complejos de nuestra época, a saber, el terrorismo. Dadas las implicaciones e importancia de éste último, lo peor que se puede hacer es (como a menudo se hace) trivializar la categoría política en cuestión, es decir, convertirla en una simple etiqueta, de uso meramente práctico, esto es, en una especie de apelativo para, por una parte, identificar fácilmente y estigmatizar al enemigo y, por la otra, sentirse libre para actuar en relación con él como se juzgue conveniente. En efecto, después de todo ‘terrorista’ no significa en muchos casos otra cosa que ‘individuo frente al cual cualquier línea de conducta es permisible’. Lo objetable de este enfoque es que, por ser esencialmente superficial, impide comprender el problema en sus raíces y en su inmensa complejidad y, por lo tanto, cancela de antemano toda posibilidad de construir una solución efectiva y duradera. Por ejemplo, es claro que hay formas de terrorismo que se combaten frontalmente, esto es, por medio del ejército y, en general, de los aparatos estatales de represión, pero entonces ¿cómo se combate el terrorismo de estado, esto es, el practicado por el ejército mismo? El fenómeno del terrorismo exige, por lo tanto, ser matizado. En vista de que no podemos extendernos aquí en un estudio detallado de tan complicado tema, para nuestros propósitos bastará con que tracemos un mínimo de clasificaciones básicas. Por lo pronto, a mí me parece que debajo de las múltiples distinciones que se reconocen, la dicotomía fundamental es <terrorismo de estado – terrorismo contra el estado>. Ilustremos rápidamente la distinción.

 

A)    Terrorismo de estado. Este se produce cuando el conjunto de las instituciones estatales es puesto a funcionar en contra de una población dada o de un sector relativamente homogéneo y bien identificado de la misma. Esta forma de terrorismo puede por igual ejercerse, claro está, tanto al interior de un país como sobre otro. Por ejemplo, durante la Segunda Guerra Mundial las fuerzas alemanas de ocupación practicaron el terrorismo de estado en los territorios de Europa Oriental, en particular de Polonia y de la Unión Soviética. Dejando de lado las masacres de rusos, polacos, ucranianos, etc., y limitándonos al caso de las poblaciones judías, es claro que concentrarlas en ghettos, cortarles la electricidad, el gas, el agua, no permitir que entren y salgan mercancías de ninguna clase (comidas, medicinas, ropa, leña), bloquear toda comunicación con el mundo exterior, etc., eso es practicar una política terrorista de estado y eso fue lo que los alemanes hicieron. Paradójicamente, en la actualidad el gobierno de Israel es para la población palestina un estado terrorista: no hay más que echarle un vistazo a sus leyes laborales, de propiedad, de residencia, de aprovechamiento del agua, de inmigración, etc., así como a su total indiferencia frente a las convenciones internacionales de la guerra para quedar convencido de ello: los soldados israelíes lo mismo le disparan a un perro que a un militante que a un niño que a un anciano. Asimismo, la desproporción favorable al gobierno israelí en términos de cantidad y sofisticación de armamentos, servicios de seguridad e inteligencia, infraestructura de guerra, aliados reales, poder financiero y demás es tan grande que la confrontación con los palestinos se convierte en un combate grotesco y macabro. Empero, por sorprendente que resulte, el hecho es que ni siquiera gozando de todas esas ventajas está lógicamente garantizada su supremacía o victoria. A mi modo de ver la explicación de esto es que se confunde la lucha entre ejércitos regulares con la lucha en contra de un pueblo. En efecto, en el caso del conflicto del Medio Oriente lo que está en juego no es ya un choque entre estados (puesto que oficialmente no hay más que uno) o por lo menos entre ejércitos, sino un enfrentamiento permanente entre un potente estado y un pueblo al que, en principio, se pretende no tanto esclavizar como exterminar. Otro ejemplo soberbio de estado terrorista (criminal) es Serbia: con el pretexto de que hace 500 años los musulmanes masacraron a los serbios, el gobierno de Slobodan Milosevic perpetró las más repulsivas de las matanzas de civiles que han tenido lugar en los últimos años en el así llamado “mundo civilizado” (Europa). Allí, una vez más, todas las fuerzas de seguridad y represión del estado fueron puestas a funcionar y dirigidas en contra de un grupo humano fácil de identificar (viz., los bosnios), el cual sencillamente quedó por completo desprotegido, a merced de sus enemigos y fue, por consiguiente, una fácil presa para los implacables (yo diría “des-humanos”) escuadrones de la muerte serbios. Ahora bien, lo que el terrorismo de estado tiende a generar como respuesta no puede ser otra cosa que otra clase de terrorismo. Sobre esto diremos unas cuantas palabras. 

 

B)    Terrorismo contra el estado. Esta clase de terrorismo puede tener causas de lo más variado: nacionalista, religioso, revolucionario y así indefinidamente. El punto es que estas distinciones no son esenciales, sino de matiz. Lo realmente importante es determinar si es el estado quien ejerce el terrorismo o si éste se practica como forma de lucha en su contra. En general, la forma anti-estatal de lucha terrorista representa el eslabón final de la lucha política, el recurso último y desesperado en la reivindicación de derechos cuando se carece de un ejército formal y los mecanismos políticos quedaron rebasados. Los casos de Israel e Inglaterra o de Argelia y Francia durante sus respectivas luchas de liberación, y los terrorismos vasco y palestino de nuestros días, ilustran bien lo que afirmo. Aquí habría quizá que discernir entre toda una gama de matices que llevarían a una ramificación infinita de clases de terrorismo. Por ejemplo, los vascos atentan contra individuos concretos, pero no activan bombas en mercados o en centros de reunión social, en tanto que los palestinos no atentan contra individuos específicos, sino contra grupos informes de gente. Ahora bien, estas modalidades dependen de las situaciones en que se dé la lucha y por lo tanto nunca serán idénticas. Hay más semejanzas entre la lucha de ETA y la de las Brigadas Rojas que entre la de éstas y los kamikazes palestinos. Lo que, no obstante, los “une” a todos ellos es simplemente el dato general de que en todos esos casos se lucha en primer lugar contra un estado al que, por las razones que se quiera, se considera ilegítimo, imperialista, usurpador, invasor, etc..

 

Por lo que he dicho debería quedar claro que lo más contraproducente intelectualmente para lidiar con el tema del terrorismo es ignorar cualquiera de las dos formas de terrorismo mencionadas o pretender reducir una a la otra. A grandes rasgos, yo diría que en general el terrorismo contra el estado es básicamente un efecto causal del terrorismo de estado, de la represión estatal indiscriminada y brutal. Por consiguiente, las génesis, estructuras, modus operandi, blancos, objetivos, ideales, formas de implementación, víctimas, etc., de ambas formas de terrorismo son a menudo notoriamente diferentes. El terrorismo de estado responde a ambiciones políticas mayúsculas, de expansión y dominio, en tanto que el terrorismo contra el estado es casi siempre una forma, quizá irremisiblemente equivocada pero en todo caso desesperada o forzada, de lucha en contra de un determinado status quo. El terrorismo de estado es impersonal, cotidiano, previsible, brutal, masivo, etc.; el terrorismo anti-estatal es selectivo, artero, anónimo, imprevisible. Ahora bien, se trata de terrorismo en ambos casos porque en general en ambos casos las primeras víctimas son los civiles, es decir, los inocentes. En una situación típica de terrorismo quien vive amedrentado, asustado, harto, es el ciudadano normal. Este efecto humano es quizá lo común a todas las formas de terrorismo: un bombardeo en Gaza no respeta niños y un bombazo en una discothèque no exime a jovencitos que sanamente se divierten y que no le hacen daño a nadie. Ahora bien, desde luego (y quiero dejarlo bien en claro para que posteriormente no se me adscriban opiniones que no he emitido ni están implicadas por lo digo) que todos lamentamos esas expresiones de odio y no habría nada más fácil que pronunciarse demagógicamente en contra de toda práctica terrorista. El problema con pronunciamientos como esos es que al proceder de ese modo casi automáticamente clausuramos la vía de la comprensión del fenómeno que nos interesa. Hay muchas cosas deplorables involucradas en el terrorismo (uso diabólico de la fuerza, prepotencia e impotencia, victimización de inocentes, martirio de la población y en general actos execrables desde todos puntos de vista), pero de la mayor importancia, me parece a mí, es entender que el terrorismo no es sino una expresión de doctrinas y prácticas políticas fundamentalmente erradas y de conductas irracionales. En o con el terrorismo todo está mal, pero limitarse a criticarlo y condenarlo en abstracto es contribuir a él, pues equivale a desentenderse de sus causas y, por lo tanto, a imposibilitar su erradicación. Para nosotros, lo importante es comprender que el terrorismo o se acaba en todas sus variantes o no se acaba. Y mucho me temo que, dada la naturaleza humana, en vista de lo que los humanos han mostrado que son capaces de hacer, el terrorismo sólo desaparecerá de la faz de la tierra con nuestra especie.

 

      Ahora bien, estas laxas consideraciones en torno al terrorismo no tenían otro objetivo que preparar el terreno para examinar la situación prevaleciente en nuestro país. De inmediato se preguntará el lector: ¿qué tiene que ver el terrorismo con México? Mi respuesta es la siguiente: pienso que en México se está dando una nueva forma de terrorismo. A diferencia de las formas clásicas de terrorismo (estatal y anti-estatal), en México se vive una forma de terrorismo que es, prima facie, no política, en el sentido de no políticamente motivada e ideologizada. En México estamos empezando a vivir lo que podríamos llamar terrorismo gangsteril. En efecto, una de los rasgos típicos del terrorismo o inherentes a él es el permanente estado de alarma y susto de la población civil. Hay un sentido en que el terrorismo significa simplemente lo más opuesto que pueda haber a la vida tranquila que en principio un genuino estado de legalidad garantiza. Cuando se vive en el terrorismo el individuo está completamente indefenso, no tiene a quien apelar o recurrir y, desde luego, no hay quien lo indemnice si es víctima, quien lo proteja frente a eventualidades nefastas, quien le confiera y haga valer sus derechos. Si el fenómeno de terrorismo se da es porque el genuino estado de derecho dejó de existir o está en vías de ello. Y lo que yo sostengo es que, si nos atenemos exclusivamente a las consecuencias del terrorismo y si distinguimos entre terrorismo abierto y terrorismo de baja intensidad, habrá que inferir que en México se vive en un estado de terrorismo de modalidad gangsteril y de baja intensidad. La característica fundamental del terrorismo mexicano es que no es, aparentemente, ni estatal ni contra-estatal. Lo más preocupante quizá del terrorismo a la mexicana es que parece ser el preámbulo inevitable del terrorismo abierto, en cualquiera de sus modalidades. En México, por el momento al menos, el terrorismo es ejercido básicamente por delincuentes, que pueden ser tanto de cuello blanco (sumamente elegantes algunos de ellos, auténticos gentlemen) como vulgares y repugnantes criminales del fuero común. Veamos esto en más detalle.

 

Consideremos hechos. Hay países en los que un asesinato sería la noticia del año. En contraste, México es un país en el que diariamente mueren de manera violenta decenas de personas. Por lo tanto, México es un país en el que la vida no está asegurada. Es éste ciertamente un país de leyes, pero entonces habrá que decir que no es un estado de derecho. Digámoslosin ambages: la gran mayoría de las personas simplemente tiene miedo de no regresar sana y salva a su casa. O sea, el temor es cotidiano. Aquí, por otra parte, no se imparte justicia y para muestras un botón: sírvase el lector leer mi artículo “Justicia a la Mexicana (I)” para que vea cómo a alguien con un mínimo de capacidad para medio defender sus derechos se le puede con la mano en la cintura hacer víctima de una flagrante injusticia. Y mi caso, lo admito de buena gana, es muy menor frente a lo que le sucede a millones de compatriotas cotidianamente. Por ejemplo, cientos de miles de familias viven temerosas de que los bancos los despojen de sus casas, los echen a la calle. ¿En dónde, en qué país se vive de esa manera? De igual modo y por las razones que sean (en general, yo diría, las que se aducen parecen pensadas como para débiles mentales), millones de personas viven atemorizadas por la idea de perder su trabajo. En otras palabras, prevalece en nuestro país una especie de anarquía tal que, para verse favorecido en o por ella, para ser socialmente exitoso, se tiene que ser inescrupuloso, descarado, inmoral, cínico, tramposo, ambicioso, etc. Por último, lo cual era previsible en un país en el que la policía no sirve para cuidar, los jueces no sirven para impartir justicia, etc., los grupos armados (paramilitares, de hampones, etc.) no sólo actúan con un increíble grado de libertad, sino que abiertamente retan ya a las instituciones policíacas. Nada de esto es terrorismo político, estatal o anti-estatal. Precisamente, un rasgo definitorio del terrorismo gangsteril es que se presenta como ajeno por completo a cuestiones de orden político, esto es, pretende ser totalmente apolítico. El asunto, desde luego, no es así, pero sí nos permite explicar entre otras cosas por qué no hay entre los hampones mexicanos ni un Robin Hood o, si se prefiere, no ha aparecido todavía ningún nuevo Chucho el Roto con sus actualizados bandidos de Río Frío. Aquí el delincuente (el Mochaorejas, el Pancho López, etc.) destruyen la vida de mucha gente, cobran millones de pesos y no le dan ni un dulce a un niño de la calle. La verdad es que no saben ni qué hacer con las montañas de dinero mal habido del que gozan y ello es altamente significativo: es, en gran medida, una manifestación de la total despolitización que paulatinamente se fue implantando en México. Pero ahora hagámonos una pregunta retórica: ¿quién padece la violencia tanto de cuerpos policíacos como de cuerpos judiciales como del crimen organizado? Me parece que no hay más que una respuesta viable: la población civil. Por lo tanto ¿en qué situación vive la población mexicana? Vive aterrorizada, es decir, en una situación de terrorismo. ¿Es este terrorismo de tipo político? Esto es fácil de responder: ¿cuáles son las reivindicaciones? El EZLN, por ejemplo, cuyo movimiento no mantiene conexión alguna con el terrorismo, tiene claras exigencias de tipo político: están enunciadas, proclamadas, son del dominio público. Pero ¿cuáles son las reivindicaciones políticas del Mochaorejas? No las hay. El terrorismo que promueven la anarquía, la corrupción judicial, la putrefacción policíaca, etc., no es de carácter político, sino mafioso, gangsteril. No por ello, sin embargo, es menos real.

 

Si lo que acabamos de decir es cierto, hay dos moralejas importantes que extraer, una optimista y una pesimista. Mi tesis es que dado que el terrorismo mexicano no es de tipo político y dada la solidez del estado mexicano, dicho terrorismo es erradicable. Más aún: pienso que lo es fácilmente. Pero, y esta es la conclusión deprimente, los “policy-makers” mexicanos, el gobierno y la sociedad en su conjunto, no parecen haber calibrado correctamente la magnitud, la seriedad de los peligros que se ciernen sobre la nación, una de cuyas expresiones es el terrorismo delincuencial al que nos estamos sometiendo, y no saben (no pueden o no quieren) reaccionar adecuadamente. Por el momento, el hecho escueto es que el estado se rehúsa sistemáticamente a tomar las medidas que pueden acabar con el terrorismo de baja intensidad y el gran error, el error imperdonable, es el de pensar que el terrorismo puede ser mantenido dentro de límites manejables. Parecería, por ello, que a lo que aspira la clase política mexicana es más bien a llevar al país al desastre para posteriormente estar en posición de ejercer libremente la represión, que entonces sí habrá de ser de carácter político. Dos hechos son particularmente significativos en este sentido: la entrega del país a los banqueros y la no introducción de la pena de muerte. En ambos casos, por diversas razones obviamente, se está afectando vitalmente a la ciudadanía, al “hombre de la calle”. Confundidos por una todavía incomprendida cultura de derechos humanos, con una mentalidad paralizada por el equívoco lenguaje de la democracia, acorralados por los cada vez menos neutrales medios de comunicación (Televisa no es el paradigma a seguir, pero ¿hay acaso algo más amarillista y orientado por intereses que Televisión Azteca?), los mexicanos nos estamos hundiendo en un túnel del cual no se ve la salida. El embrutecimiento ideológico de la población es alarmante. Ahora todo se explica mediante el concepto mágico de “narco”, así como hubo una época en que estuvo de moda explicar todos los males que aquejaban a las personas por medio del pseudo-concepto “stress”. En realidad, lo único que eso significa es que llegamos a los límites de la explicación. Y, naturalmente, la incapacidad para explicarse algo tiene como consecuencia inmediata que ese algo perdure.

 

      El nacionalismo, tal como nosotros lo entendemos, es la política imbuida de la orientación mental consistente en el respeto a nuestro pasado, el cuidado del presente y la salvaguarda del futuro de la nación. No se debe permitir que México se convierta en un personaje de tragedia griega tal que, en lugar de alejarlo de su funesto destino, cada movimiento que hace lo acerca más él. Nosotros no somos fatalistas, pero tampoco utopistas. Las peores cosas pueden pasar, si ello se permite. Si diez familias se van a llevar el ahorro de millones de ciudadanos, si en lugar de permitir que la policía accione sus armas se les dota de chalecos para que nada más se defiendan, si no se van a tomar medidas judiciales radicales (y aquí el presidente podría desempeñar un papel decisivo), si alegremente se permite que la estructura económica y financiera del país quede en manos de extranjeros, que las decisiones de política exterior se dicten en otro país, si se traiciona el pasado en aras de un fantasmagórico (y no tan atractivo ni siquiera en principio) futuro, si se gobierna a espaldas de los gobernados, es de temerse que muy pronto se pasará de la fase de terrorismo gangsteril de baja intensidad, todavía controlable, a la de terrorismo político, estatal y contra-estatal. Entonces ya no hablaremos de colombización, balkanización, beirutización, sino de algo peor, a saber, de mexicanización. Para entonces, ya ni las imprecaciones ni las maldiciones de nuestros descendientes bastarán para restablecer una situación de normalidad que quienes hoy gobiernan no supieron preservar.