Todos con los  Zapatistas!

(26 de febrero de 2001)

 

El dicho aquel que gustosamente repite mucha gente de que no hay nada nuevo bajo el sol parece tener en la experiencia zapatista un excelente contra-ejemplo. Por lo menos hasta donde yo recuerdo, no hay antecedentes en la historia mundial de que un grupo guerrillero se haya encaminado hacia la capital del país o del reino en el que lucha con no otro fin que el de exigirle a los legisladores del “enemigo” que se sienten con sus representantes para negociar la paz y el futuro. En verdad, no visualizo a Espartaco debatiendo con cónsules romanos, a los miembros del Maquis organizando una caravana para discutir en Berlín su reincorporación a la vida civil o a una delegación vietnamita caminando a lo largo de la avenida Massachusetts para forzar a los senadores de la Casa Blanca a ponerle fin a la agresión norteamericana. Una situación como esta de la que estamos a punto de ser testigos sería actualmente impensable en, por ejemplo, Colombia, como lo habría sido en Camboya o en Bosnia-Herzegovina. El fenómeno, por lo tanto, es único y, por ende, algo nuevo bajo el sol. Debe, por consiguiente, estar preñado de significaciones. ¿Por qué en México puede gestarse un cuadro como ese? Responder a esta pregunta es hacer una contribución a la dilucidación del significado del movimiento zapatista.

 

      Tal vez lo primero que debamos preguntarnos sea: ¿qué pone de manifiesto y qué implicaciones tiene la marcha de los zapatistas a la Ciudad de México? Simbólicamente, se trata del regreso del exilio y de la recuperación por parte de los pobladores autóctonos del trozo de planeta que les fuera arrancado hace alrededor de quinientos años. Asistimos, por lo tanto, a una victoria moral: la nación entera (con las vergonzosas excepciones de siempre, el secretario de Relaciones Exteriores incluido) reconoce públicamente que hay un compromiso con la décima parte de la población y qué éste ya no se le puede posponer, que hay que cumplir. Políticamente, nos las habemos con el surgimiento de una nueva fuerza que, como el Popocatépetl, ha estado latente, mas no extinguida. Cómo evolucione esta fuerza es algo que sería infantil intentar predecir, pero algo es claro: de ahora en adelante ya no se le podrá desdeñar. Inclusive si las poblaciones indígenas de México se incorporan a la vida política del país como meros votantes, serán de todos modos muchos millones y los partidos habrán de esforzarse por sus votos. Por otra parte, es obvio que nada de este despertar indígena hubiera sido factible si el movimiento zapatista no fuera, en primera instancia, un movimiento de resistencia armado. El PRI, por ejemplo, sobre todo en su última etapa hizo patente que, en lo que a reivindicaciones sociales atañe, por medios pacíficos es muy poco lo que se logra. Es claro, por otra parte, que el ejército zapatista no es un ejército convencional y que, desde un punto de vista tradicional, su “poderío” es mínimo y ciertamente muy menor al del ejército mexicano. No obstante, considerado desde otra perspectiva, el movimiento zapatista es de una potencia muy superior a la castrense. Para decirlo en pocas palabras: la aniquilación física de la guerrilla zapatista, que militarmente quizá representaría un ejercicio relativamente fácil, acarrearía consigo una sublevación nacional total y es claro que frente a una rebelión popular de semejantes magnitudes el ejército mexicano, por reforzado que estuviera por asesores norteamericanos, sería insuficiente para contener la ira de la nación. De ahí que, bien vistas las cosas, la fuerza del zapatismo radique en que de hecho su ejército se cuenta en millones de hombres (de mexicanos y de mexicanas!). Por eso la vía de la solución al conflicto “chiapaneco” por medio de la fuerza es algo que sólo se le podría ocurrir a un desquiciado o a un irresponsable.

 

      A pesar de gozar del apoyo popular, la marcha zapatista está expuesta a diversas clases de peligros. Puede haber provocaciones físicas, desde luego, si bien esto es lo menos probable y viable; podría darse también un atentado, pero eso equivaldría a incendiar el país, por lo que es seguro que tanto el gobierno federal como los gobiernos estatales harán lo que esté a su alcance para evitar toda clase de agresiones y provocaciones. Otra clase de peligro que acecha al movimiento es la de transformarlo en un show a la Broadway, mediante el cual se intentaría convertirlo en una especie de fiesta pasajera para posteriormente exigir que se baje el telón de manera definitiva. Algo de esto descaradamente han empezado a orquestar ya las dos grandes compañías televisivas de México, las cuales no pierden la oportunidad para hacer negocios ni con los asuntos más delicados y nobles. Empero, lo realmente peligroso son más bien las maniobras políticas de quienes, desde dentro del gobierno, tras bambalinas, tratarán a toda costa de arruinarle a Vicente Fox su política de reconciliación. Esto se sigue del hecho incuestionable de que no todo el gabinete es foxista. Nosotros, que nunca hemos sido ni somos gobiernistas, tenemos que reconocerle al presidente Fox su audacia política.

 

      ¿A qué expectativas razonables da lugar la marcha zapatista? Lo menos que podemos esperar del gobierno en su conjunto son acuerdos concretos, no meros diálogos, encuentros, pláticas, etc. Acuerdos así tendrían que materializarse en cosas como la reprogramación del presupuesto, en la retirada total del ejército, en el desmantelamiento inmediato y definitivo de los grupos de asesinos a sueldo que asolan el territorio chiapaneco, en la instauración de organismos para vigilar que los programas de ayuda a los indígenas efectivamente se realicen, en la liberación de los presos políticos. Nada de esto es una concesión gubernamental. Lo que se tiene que entender es que lo que está en juego es ni más ni menos que el futuro del país. Si la sociedad civil respalda con fuerza, como creo que lo hará, las demandas del zapatismo (movimiento que ya no se circunscribe a Chiapas), se habrá evitado una gran escisión o fractura nacional. Si el gobierno acepta que las reivindicaciones de los zapatistas son legítimas y actúa en consecuencia, se le estará poniendo coto en México a la brutal política del neoliberalismo salvaje y se tendrá un dique para contener sus embates externos. En verdad, el mensaje escueto de esta movilización coincide en gran medida con el de quienes en Cancún saldrán a la calle a protestar en contra de la manipulación del mundo por las trasnacionales y los gobiernos representantes y a sus servicios. Lo que parcialmente al menos la marcha zapatista encarna es, pues, el repudio mundial a la idea de crecimiento desbalanceado e injusto (e injustificable), de expansión económica a costa de la sistemática pauperización y sujeción de las poblaciones del mundo. Naturalmente, el zapatismo se caracteriza también por demandas más “locales”, pero lo interesante del asunto es que éstas y las que conciernen al mundo en su conjunto no sólo no son incompatibles, sino que forman parte de un mismo paquete de reivindicaciones.

 

      Una famosa tesis de Marx era la de que el proletariado representaba los intereses del todo de la humanidad. Podría sostenerse que algo semejante, si bien de alcances menores, sucede con el movimiento zapatista: es un movimiento que representa intereses de muchos otros grupos, etnias, pueblos. Lo que no deja de ser increíble es que sea el humillado por antonomasia, el indio, el despojado, el hambriento de lenguaje oscuro y pensamiento fúlgido, quien tenga que venir a defender a la sociedad mexicana considerada globalmente, una sociedad que lo ha ignorado y mantenido en el anonimato y en la miseria desde que vio la luz. Sería una derrota nacional el que la sociedad civil no reconociera y le diera la espalda a esta movilización, que sus rutinas y su cotidianeidad no se vieran alteradas. Es por ello una obligación moral y política manifestar abiertamente nuestra solidaridad con quienes en el fondo, inconscientemente quizá, están luchando también por todos nosotros. Y así como en México, a diferencia de lo que sucede en Brasil o Colombia, nos hemos resistido a, por ejemplo, organizar razzias en contra de niños de la calle, así también es de confiarse en que la sociedad mexicana terminará por identificarse con este movimiento que ciertamente ya rebasó su estrecho horizonte original.

 

      La paz en Chiapas es importante para la nación si se cumplen ciertas condiciones. Es evidente, supongo, que con un tratado de libre comercio firmado con la sociedad más rapaz de la historia y con los requerimientos ineludibles del sistema por consumir más y más materias primas, una paz en Chiapas que no le garantice a los lugareños y al resto de la nación la integridad de sus potenciales riquezas (naturales, como el petróleo, la madera, la pesca, etc., o de industrias como la turística) equivaldría simplemente a regalar el país. Los americanos tienen los ojos puestos en la región, por múltiples razones. Hasta ahora, han sido los zapatistas quienes han impedido que el estado de Chiapas se convierta en un botín para las “inversiones extranjeras”. Esto ha costado seis años de sublevación regional. Las cosas, sin embargo, han ido cambiando, de manera que lo que en un principio era una exigencia de vida digna incluye ahora una exigencia de salvaguarda de los bienes de la nación. Así, el intento por solucionar a toda costa el asunto de Chiapas ya no podrá desembocar en una total apertura comercial, a la Salinas, ni en Chiapas ni en otras regiones del país. Para impedir tal desenlace precisamente estarán los zapatistas y tras ellos la sociedad civil mexicana. De ahí que no pueda negarse que este movimiento está empezando a adquirir dimensiones políticas grandiosas.

 

      Sería muy importante que el presidente de la República no permitiera que el subcomandante se regresara a su territorio liberado sin haberse entrevistado con él. Si algo así hizo Pastrana en Colombia, en condiciones mucho más difíciles, lo puede hacer el presidente de México con Marcos. De ese encuentro privado podrían surgir acuerdos importantes, compromisos trascendentales para el país. Es crucial, por lo tanto, impedir que los intrigantes y agentes subversivos, que lo que más temen es dicha perspectiva, echen a perder la posibilidad de una gran reconciliación nacional y de lo que podría ser un nuevo plan nacional de desarrollo. En todos los sectores de la sociedad, desde las niñas “nice” hasta los taxistas (pasando por campesinos, artistas, intelectuales, empleados, etc.) se han dejado oír las voces de apoyo al zapatismo. Unámonos a ellas y démosle la bienvenida. Nuestros descendientes nos lo agradecerán.