¿Venganza o Justicia?

(3 de diciembre de 2001)

 

Es bochornoso constatar a qué grado o nivel de rezago político (sobre todo cuando lo comparamos con el de otras sociedades latinoamericanas) fue capaz de hundir a México el tristemente célebre Partido “Revolucionario” Institucional. Apenas ahora estamos empezando a darnos cuenta de la momificación y la parálisis sociales en las que se nos obligó a vivir durante por lo menos tres décadas. Mientras en América Latina poblaciones enteras valientemente se sublevaban frente a la injusticia (Colombia), corrían de sus puestos a presidentes (Color de Melo, Carlos Andrés Pérez, Fujimori), enjuiciaban a otros (Menem), echaban por tierra dictaduras militares bestiales (Pinochet, Stroessner), en México se permitía (y alentaba) que poco a poco las instituciones se pudrieran, que la infección de la corrupción avanzara, que las desigualdades en ingresos y en general en posibilidades se intensificaran y que se cometieran impunemente toda clase de abusos y atropellos en contra de la nación en su conjunto (el genial Fobaproa, por ejemplo). Durante muchos lustros la sociedad fue mantenida en un estado de aletargamiento ideológico del cual, naturalmente, apenas pudo se libró con entusiasmo. Es en este sentido que el 2 de julio de 2000 marca el inicio de lo que podríamos denominar el ‘despertar’ de la conciencia política popular mexicana. Es cierto que en la actualidad estamos todavía soñolientos y como que no nos percatamos todavía de que ya no estamos totalmente bajo los efectos de los narcóticos propagandísticos que a lo largo de medio siglo se nos suministró. Por poco que sea, sin embargo, ello es progreso. Así, lo cual era de esperarse, como un primer efecto de este despertar, de pronto el ciudadano mexicano entendió, aunque sea de manera burda y sin quizá estar capacitado para expresarlo de manera formalmente correcta, que la soberanía reside en él, que no es él el siervo de la clase política sino al revés y que, como consecuencia de ello, a los miembros de dicha clase se les puede exigir que rindan cuentas. Esto es justamente el fenómeno que al parecer se está empezando a gestar en relación con algunos miembros de la hasta ahora intocable casta militar. Dichos elementos habrían tomado parte en lo que gusta de denominarse (de manera equívoca, en mi opinión) la ‘guerra sucia’, la cual habría tenido lugar básicamente en los años 70, i.e., durante los sexenios de Luis Echeverría y de José López Portillo. El asunto es en sí mismo sumamente complejo, no es reciente, no están vivos todos aquellos que estuvieron directamente involucrados, etc., por lo que la situación no es clara. Nada de eso, sin embargo, impide que ahora nosotros los mexicanos tengamos que plantearnos la pregunta qué hacer y cómo proceder. El debate es acalorado y nada más alejado de mí que la pretensión de tener la respuesta que deje a todos satisfechos, entre otras razones porque sí sé una cosa: es lógicamente imposible dar gusto a todas las partes implicadas. Eso no significa, sin embargo, que entonces yo piense que la balanza de la razón no se inclina en favor de ninguna de las partes.

 

Para empezar, hay que señalar que sería de una parcialidad teóricamente inadmisible no reconocer que el enclaustramiento en el que el PRI mantuvo a la nación tuvo también algunas “ventajas”. Por ejemplo, México no vivió los horrores de la guerra civil que diezmó a poblaciones como la guatemalteca o la salvadoreña ni las barbaridades que padeció el pueblo argentino durante las espantosas dictaduras de sus diversos militares (Videla, Galtieri, etc.). Pero es igualmente evidente que el que en México no se haya llevado la represión estatal a los niveles alcanzados en otros países ni mucho menos se debió a la benevolencia o la bonhomía de los miembros de las diversas administraciones priistas o de quienes estaban al frente de los aparatos estatales de represión. Se debió pura y llanamente al hecho de que no se consideró que se requiriera reprimir a la población de manera tan brutal. Fue como resultado de un cálculo político, de una estrategia de gobierno y no de consideraciones morales que no se realizaron en México masacres como en Guatemala o en Chile. Yo diría que fundamentalmente las condiciones materiales de vida de los mexicanos eran a la sazón ligeramente mejores que las de otros países hermanos y en la medida en que la gente tiene algo que perder está menos dispuesta a arriesgar lo que tiene en una confrontación abierta con el estado. Eso es perfectamente comprensible, aquí y en China, ahora y siempre. Pero entonces es innegable, y es menester subrayarlo, que las dimensiones del problema mexicano son considerablemente menores que las de los padecidos en otros países latinoamericanos. En este punto es muy importante para mí que se me comprenda cabalmente y que no distorsione mi dicho: no pretendo desdeñosamente minimizar el dolor de nadie, sino solamente indicar que, desde una perspectiva social, no es equiparable un fenómeno como el argentino, de más de 30,000 desaparecidos, con un problema como el mexicano, en el cual está involucrado un poco más de medio millar de personas. Ambos casos son horribles y hay que luchar con todos los medios a nuestro alcance por que no se repitan. Empero, ello no anula la pertinencia de la observación de que se trata de diferencias cuantitativamente tan grandes que afectan y alteran la calidad política del problema. Nada más.

 

Todos sabemos que hubo en México, en los años 70 sobre todo, movimientos de inconformidad que, aunque poco representativos cuantitativamente, sí significaron para los diversos gobiernos retos políticos imposibles de ignorar. Fue entonces que gustosamente entraron en acción corporaciones policíacas (?) como la “Federal de Seguridad” y, desde luego, el Ejército Mexicano. Pero ahora que la situación política cambió, que nos hemos oxigenado teórica y prácticamente, nos encontramos con que estamos empezando a enfrentar nuevas situaciones de carácter legal, político y social, situaciones para las que no tenemos antecedentes y para las cuales buscamos soluciones un tanto a ciegas. Me refiero específicamente, claro está, a los juicios a militares por tropelías y barbaridades cometidas durante las épocas de mayor represión por las que ha atravesado nuestro país en épocas recientes. Ahora resulta, como tan a menudo en la historia, que los perseguidores se convierten en perseguidos, los verdugos en víctimas. Como en este caso el “enemigo” no es externo, es muy importante enfocar correctamente el asunto para no vernos llevados a decisiones que, por precipitadas y mal argumentadas, generen males mayores que los que se suponía que de alguna habrían de corregir.

 

No de poca importancia es, en primer término, esclarecer lo que es un juicio político. Me parece que hay dos posiciones extremas y entre las dos toda una variedad de puntos de vista. A las extremas las podríamos llamar, respectivamente, la concepción ‘moralista’ y la concepción ‘pragmática’ del juicio político. La primera consiste en asumir un punto de vista moral absoluto, de acuerdo con el cual la bondad o maldad de las acciones podría quedar determinada de manera objetiva para todos; la segunda consiste en ver los juicios políticos más bien como mecanismos de estabilización social, sin mayores aspiraciones de infalibilidad moral. Contrastemos ambas concepciones con algunos casos históricos de juicios políticos. Por ejemplo ¿qué representa y cómo entender mejor el juicio de Goering, von Ribentrop, Kaltenbruner y demás acusados en Nüremberg: como el triunfo de la justicia frente a la barbarie, de la moralidad frente a la maldad moral? Es, desde luego, una forma de verlo, pero ¿de qué justicia y de la moralidad de quiénes estamos aquí hablando? Los alemanes, que a no dudarlo cometieron fechorías horrorosas, nunca bombardearon una ciudad como los anglo-americanos bombardearon Dresden, esto es, una ciudad abierta (es decir, sin baterías anti-aéreas) a la que en destruyeron con bombas incendiarias en una noche en la cual murieron más de 300,000 personas. Tres veces más que en Hiroshima! Entonces ¿hay algún sentido razonable en el que se pueda sostener que Churchill era moralmente superior a, e.g., Doenitz? A mí me parece más exacto decir que lo que pasó fue que Churchill triunfó militarmente y que, por lo tanto, se impuso el sistema que él representaba y fue éste lo que llevó a los dirigentes del sistema opuesto al banquillo de los acusados. Pero no se trata aquí de una cuestión de moralidad, pues es evidente que eran tan inmorales unos como otros. Asimismo, confieso que me niego a considerar al hombre que lanzó una bomba atómica sobre la población civil de una ciudad indefensa como “moralmente superior” a, digamos, Robert Ley. Y sin embargo fue Truman quien llevó a Ley ante los tribunales (si bien este, como se sabe, se suicidó en la cárcel). Dejando de lado la hipocresía tradicional (y sin que ni mucho menos esto nos comprometa con la defensa de los acusados en Nüremberg) y, por consiguiente, la concepción moralista del juicio político, yo me inclino a pensar que más bien lo que está en juego en los juicios políticos es simplemente el triunfo de la fuerza. Los vencedores denostan y condenan a los enemigos vencidos. A Ariel Sharon, por ejemplo, todavía nadie lo juzga (aunque es cierto que está en ciernes su juicio en Bruselas), a pesar de ser un criminal completo. ¿Por qué? ¿Acaso por qué nadie tiene la calidad moral necesaria para ello? La respuesta es más bien que si Sharon no es juzgado por (inter alia) lo que aconteció en los campos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila a manos de las falanges cristianas que él personalmente manejaba es simplemente porque no hay quien lo ponga en el banquillo de los acusados. Mientras S. Milosevic estuvo al frente del gobierno serbio no hubo quien lo acusara de nada; tan pronto fue derrotado y hecho prisionero quedó como indiciado en un tribunal. En relación con los presidentes norteamericanos, Noam Chomsky mejor que nadie expuso el punto: si los juzgamos con los mismos raseros con que se juzgó a los criminales de guerra alemanes una vez terminada la Segunda Guerra Mundial, no hay uno solo que pudiera salvarse. Pero ¿quién los puede acusar a ellos? En pocas palabras: justicia es el orden que impone el vencedor.

 

Si estamos de acuerdo en desechar la concepción moralista del juicio político podremos avanzar en la comprensión de lo que está pasando y de cómo proceder ahora en México. Un juicio político es más que otra cosa un último acto de guerra, un acto simbólico de ajuste de cuentas final por medio del cual se pretende dar por terminado todo un proceso de confrontación condenando a los cabecillas o a los culpables más conspicuos o representativos del bando enemigo. Se juzga al enemigo derrotado y se asume que tanto él como su causa política fracasaron porque son históricamente retrógradas, intrínsecamente malos, obstáculos objetivos para la civilización, para el progreso. Un juicio político auténtico es, pues, un evento altamente simbólico y de repercusiones esencial aunque no únicamente psicológicas. Desde esta perspectiva, el que no haya juicio político significa simplemente que la guerra sigue. Es importante tener presente esto para construir una posición sólida en relación con los potenciales juicios políticos de militares y ex-policías en México.

 

      Para acceder a una posición defendible racionalmente, es decisivo, primero, hacer una descripción balanceada de los hechos. La realidad es que en el México de los 70 había grupos políticos armados operando activamente en contra de la estabilidad social y, más en general, en contra del sistema y modo de vida prevalecientes (dejo de lado génesis, datos, anécdotas, órdenes, personajes, trasfondos, etc.). En todo caso, sería absurdo pretender que en una situación así los aparatos de estado no fueran puestos a funcionar. Que eso iba a pasar era algo que todos sabían: tanto quienes retaban al gobierno como quienes desde el gobierno luchaban por exterminarlos. Trivialmente: todos los participantes en ese (y en cualquier otro) proceso político saben cuáles son las reglas del juego. Así, tanto los sardos como los guerrilleros sabían que caer en manos del enemigo era prácticamente morir. Habría de todos modos que reconocer que las “leyes de la confrontación” no han sido nunca del todo parejas. Es un hecho que, en general, los representantes del establishment siempre son más brutales que los de la oposición, lo cual se explica, en última instancia, por razones ideológicas.

 

      En todo caso, el período crítico mexicano pasó, sólo que ahora que se produjo en México una redistribución de poderes se plantea el problema de cómo cerrar el  capítulo. Que nos quede claro: si el PRI hubiera ganado las elecciones presidenciales, el problema del juicio político a los militares sencillamente no se habría planteado. Se plantea porque los mismos eventos son vistos ahora de otra manera, desde otra perspectiva, a través de nuevos lentes. Quienes fueron victoriosos en otra época están hoy en el filo de la navaja. Pero entonces queda claro que, en concordancia con la idea de juicio político esbozada más arriba (la acción política simbólica de juzgar al vencido, esto es, en este caso, el ex-represor), es perfectamente comprensible que el sector civil del gobierno, con el respaldo de la sociedad, ejerza su derecho de enjuiciar al “enemigo”  puesto que no hacerlo sería una prueba de que la herida social no ha cerrado, de que la sociedad sigue sangrando. Esto no es venganza, sino mera justicia política. Para tratar de hacer ver por qué estos juicios son indispensables, presentaré de manera escueta, primero, lo que podría argüirse en favor de los miembros activos de los aparatos de seguridad estatal de aquellos años para posteriormente presentar lo que podrían ser líneas de respuesta adecuadas.

 

Lo primero que habría que señalar es que es absolutamente inaceptable, por incoherente, la idea de pedirle a los soldados que no cumplan con su deber. No puede ser que primero la sociedad acepta la institución misma del ejército, con todas las reglas, jerarquías, mecanismos, etc., que éste acarrea consigo y que después se intente sancionar a quienes formaban parte de ella y actuaron de conformidad con sus autoridades y principios. Después de todo, los soldados no hacían más que obedecer órdenes. En segundo lugar, tampoco se puede descartar en forma arbitraria que los militares estuvieran genuinamente motivados por la idea de la defensa de su país, de México, a quien habrían visto convertido en un laboratorio político en donde quienes movían las piezas eran las grandes potencias. En tercer lugar, puede argumentarse que lo que sucedió aconteció hace ya mucho tiempo y que si se cometieron injusticias, éstas ya prescribieron. Después de todo, sólo en religión se contemplan castigos eternos! Por último, se deben tomar en cuenta los negativos efectos políticos, a corto y a largo plazo, de lo que sería castigar al Ejército: se pueden generar peligrosas fisuras institucionales, deseos revanchistas, parálisis en casos de emergencia nacional, etc., además de que no está en lo más mínimo claro en quién recae la responsabilidad: ¿en los ex-presidentes o en los verdugos concretos? En casos como estos, parecería que la culpabilidad es transitiva: si alguien es culpable todos son culpables. Pero entonces es la sociedad en su conjunto la culpable y como es obvio que no podemos castigar al todo de la sociedad entonces, podría argumentarse, el asunto debe quedar confinado en el pasado.

 

Frente a esto, yo creo que se puede responder a grandes rasgos de la siguiente manera:

 

a)     No se está acusando a los soldados que cumplieron con órdenes estrictamente militares, esto es, que realizaron las faenas propias de su oficio en concordancia con los estipulado en los códigos militares. Pero obviamente una cosa es matar en combate y otra cosa, completamente diferente, la práctica de la tortura, una cosa es matar peleando y otra destrozar a un ser humano en una lúgubre celda. Lo primero es parte del, por así llamarlo, ‘juego de la guerra’; lo segundo está universalmente condenado y es algo que es menester erradicar, al precio que sea.

 

b)    Es  cierto que los crímenes de la clase que sean prescriben, pero puede sostenerse que dicha regla tiene una excepción, a saber, los así llamados ‘crímenes de lesa humanidad’, genocidio, crímenes contra la humanidad. Hay acciones tales que cuando se realizan la víctima es no sólo la víctima material, sino la raza humana en su conjunto. En este caso no se puede hablar de prescripción. Esto, desde luego, es una estipulación, pero la apoya además del asentimiento universal el sentido común.

 

c)     Parecería seguirse de esto que si hubo individuos, de uniforme o en civil, que cometieron crímenes de la clase de los imperdonables, juzgarlos y condenarlos no es eo ipso juzgar y condenar las instituciones a las que pertenecían, puesto que lo que ellos hicieron fue precisamente desvirtuarlas, pervertirlas, traicionarlas. El juicio político de un mal soldado mexicano no es el juicio del Ejército Mexicano. Al contrario, equivale a una forma de depurar a éste último.

 

d)    Por último, se debe simultáneamente abordar el asunto desde dos perspectivas diferentes mas no incompatibles: la retributivista, la del castigo al culpable porque es lo que merece, y la consecuencialista, esto es, sopesando los pros y los contras de la decisión de juzgar a militares y policías que de manera obvia se extra-limitaron en su actuación. En una perspectiva se ve al pasado, en la otra al futuro. En mi opinión, el peor precedente que se puede fijar es el de la impunidad. Quien maltrató y liquidó a un inocente no debe ser perdonado, porque eso es una invitación a seguir haciéndolo, dentro o fuera del marco de la ley. Es porque no se castiga a los represores culpables (especialmente en este caso de crímenes) que después hemos tenido que padecer a las bandas organizadas de secuestradores, asaltantes, etc., puesto que muchos de ellos son precisamente “egresados” exaltados de las instituciones y organizaciones estatales de represión. Por otra parte, es evidente que se debe hacer todo lo que se pueda para que cicatricen llagas sociales como las que ahora afloran y un modo de hacerlo y de evitar que se perpetúen es mandando el mensaje de que en el futuro acciones como las de antaño no se podrán realizar, so pena de verse expuesto posteriormente a ser juzgado y condenado. Se debe poner un punto final en este proceso, pero poner un “punto final” no es perdonar al culpable: es tomar todas las medidas necesarias para evitar que se vuelva a producir.

 

Es claro para todos que los gobiernos priistas alcanzaron niveles increíbles de irresponsabilidad y, también, que el gobierno actual intenta deslindarse de esa tradición. No obstante, parecería que, una vez más, el gobierno de Vicente Fox no está manejando del todo atinadamente sus buenas causas. Parte de las complicaciones del caso mexicano de violaciones de derechos humanos, ejecuciones de inocentes, juicios sumarios totalmente ilegales, etc., brotan del hecho de que no sólo no se ha hecho justicia, en el sentido de que no se ha llevado ante los tribunales a torturadores, asesinos, verdugos y demás, sino que ni siquiera se ha informado con veracidad a las personas afectadas acerca de lo que fue el destino de sus seres queridos, algo a lo que obviamente tienen derecho. Esto, naturalmente, enardece aún más a las personas. La sociedad apenas se está enterando de los hechos, pero los afectados han tenido en la memoria a sus familiares desaparecidos (secuestrados vivos o secuestrados muertos) por mas de un cuarto de siglo. Es en parte por eso que el caso no está cerrado ni puede cerrarse. Se requiere articular una política nacional de reconciliación. Lo que de inmediato debería hacerse, por lo tanto, es aclarar públicamente y cuanto antes lo que sucedió con los “desaparecidos” y en función de esa aclaración llevar a la justicia no a quienes cumplieron con sus deberes como militares, sino a quienes los transgredieron y se comportaron criminalmente. Si esto se hace y pronto (junto con “indemnizaciones” para los deudos, reconocimientos públicos, condolencias oficiales, reportes, etc.), el caso podrá en principio cerrarse. Podremos entonces volver la mirada hacia aquellos terribles años y sentir que se trató de un período de nuestra historia negro, pero superado. Pero mientras el asunto no se resuelva, mientras las víctimas, y por ende la sociedad mexicana, no queden de una manera oficial reivindicadas, la herida social seguirá abierta y todos nosotros, aunque desde luego no hayamos tenido nada que ver con los crímenes cometidos, seguiremos con la sensación de estar sucios, entre razones por ser o haber sido partícipes de un comprometedor y vergonzoso silencio.