Verdades Patrióticas

y

Revisionismo Histórico

(10 de septiembre de 2001)

 

Quizá sea hasta trivial afirmar que la solidez de una sociedad o de una nación es una función (aunque sea mínima) de la fuerza con que hayan sido asimilados e interiorizados por la población en su conjunto diversos hechos pasados que le conciernen y que, conformando lo que posteriormente habrá de constituir la memoria colectiva, son como puntos de referencia inmediata para la gente, pues sirven entre otras cosas como cemento ideológico básico. Cuando esos hechos fundamentales son cuestionados, minimizados, ridiculizados o rechazados, la conciencia social se resquebraja y ello tiene graves repercusiones en la vida de los países. En Francia, por ejemplo, la imagen de Napoleón está inmaculada: lo único que el francés medio siente por l’Empereur es orgullo. ¿Por qué? ¿Será acaso porque, a diferencia del resto de los mortales, los franceses vienen al mundo cargados con verdades innatas? Claro que no. Lo que sucede es sencillamente que, por lo menos en el plano de la construcción de la visión popular, ni el Estado ni la sociedad franceses permiten que se ponga en tela de juicio ese pilar de la historia de Francia que es Napoleón Bonaparte. Ahora bien, seguramente hay en ese país historiadores que se avergüenzan de la figura del general Bonaparte, pero para ello es menester ser un erudito, estar acostumbrado a la investigación libre y crítica, ser de espíritu amplio y ubicarse en un contexto que es esencialmente teórico. Podemos, pues, sostener con relativa confianza que para el grueso de la población francesa Napoleón es prácticamente intocable. Nosotros, no obstante, podemos preguntar: ¿lo es realmente? ¿Deben, por ejemplo, los mexicanos sentir por Napoleón la idolatría de la que son presa los franceses? No veo por qué tendría que ser así. Hay ciertamente una perspectiva, llamémosla ‘no francesa’, desde la cual Napoleón no sale muy bien parado: se le puede acusar de haber provocado la muerte de cientos de miles de personas, de haber cometido atrocidades al por mayor (recuérdese tan sólo, por ejemplo, su primera campaña de Italia y su aventura en el Medio Oriente), de haber sido un muñeco en manos de Josefina, etc. Lo curioso es que, aunque todo eso se sepa, en Francia no se le cuestiona; sería hasta de mal gusto pretender hacerlo.

 

Me atrevo a pensar al respecto que ello está bien, esto es, que así debe ser. Y Francia, obviamente, no es un caso especial:  son incontables los casos de hombres de historia en relación con los cuales se produce exactamente el mismo fenómeno que, una vez más, es perfectamente comprensible, inclusive si el personaje en cuestión es de mucha menor envergadura que Napoleón (menos interesante, menos simpático, etc.). Tal es el caso, por ejemplo, de los ingleses y de su Churchill. Éste era un alcohólico empedernido, un belicista despiadado, un horripilante supremacista blanco, un individuo cruel y vengativo, un gran intrigante y un hombre cuya opiniones y acciones tuvieron para todo el así llamado ‘Tercer Mundo’ las peores consecuencias. No obstante, para los ingleses fue un joven e intrépido héroe de la Primera Guerra Mundial y el hombre que los llevó al triunfo en la Segunda. En otras palabras, en Inglaterra Churchill es un hombre respetado y admirado y a los ingleses no les importa lo que los hindúes o los iraquíes opinen de él. Es como un valiente, como un hombre de voluntad inquebrantable, etc., como se le presenta en los libros de historia. Y lo que estoy sugiriendo es que en alguna medida, por mínima que ésta sea, la cohesión y la solidaridad de los británicos se funda en convicciones concernientes a sus héroes nacionales que a otros podrán parecer erradas o injustificables, pero que para ellos ciertamente son sacrosantas.

 

      Esta semana nosotros, los mexicanos, celebramos dos efemérides históricas conocidas como ‘El Día de los Niños Héroes’ y ‘El Grito de Independencia’ (13 y 16 de septiembre, respectivamente). El dato da qué pensar. La coherencia con lo dicho más arriba llevaría a cualquier persona a la idea de que en México, como en cualquier otra parte del mundo, dado que se trata de fechas asociadas con eventos dramáticos y cruciales en la vida de nuestro país, los personajes involucrados son respetados y hasta, por qué no decirlo, queridos. Sin embargo, por triste que sea tener que admitirlo, de hecho la actitud de muchos mexicanos respecto a los pilares de su propia historia es diferente de la de otros pueblos respecto a sus grandes antepasados. No siempre, hay que decirlo, fue ello así. La actitud general ha cambiado y, molesta tener que reconocerlo, no para bien. ¿Por qué? Porque en México, contrariamente a lo que sucede en Inglaterra, Francia, Estados Unidos, Polonia, etc., muchos de sus “intelectuales”, en connivencia (explícita o implícita, consciente o no) con el Estado mexicano encarnado en algunos gobiernos anteriores, se han dedicado a socavar nuestra propia memoria colectiva, nuestro pasado, cuestionando en aras de una pseudo-pureza histórica pilares básicos del pasado mexicano. El caso de los Niños Héroes es obvio (que si no eran “niños”, que si eran más o eran menos, que si nadie se pudo haber aventado desde lo alto del Castillo de Chapultepec envuelto en la bandera de México, etc., etc.), pero en realidad no es el único. Un blanco particularmente cotizado entre nuestros revisionistas es, naturalmente, Benito Juárez. Este movimiento de degradación de nuestras figuras patrias trae aparejado, como era de esperarse, el de reivindicación de personajes siniestros, como Porfirio Díaz o (por increíble que parezca) del gran oportunista cojo, esto es, Antonio López de Santa Anna, sin duda uno de los grandes criminales políticos de nuestro pasado. (En verdad, pienso que no sería muy difícil trazar entre él y algunos prominentes políticos del presente paralelismos que nos harían palidecer). Desde luego que la gran desunión que prevalece en nuestro país, la sensación de que lo mejor que podemos hacer es ocuparnos exclusivamente de nuestros asuntos personales y olvidarnos por completo de nuestros compatriotas, no se debe meramente a la sentida convicción de que nos une más la Selección Mexicana de Fútbol (por mediocre que sea) que desconocidos como Melchor Ocampo o Emiliano Zapata. Dicha situación tiene, desde luego, fundamentos materiales. No obstante, los ideológicos no están ausentes. Por ello debemos preguntarnos: ¿qué pasó en México que nuestras fiestas históricas se fueron convirtiendo en meras verbenas y dejaron con ello de operar como amalgama social? ¿Quién y cómo operó esa transformación? Y, desde luego ¿quién se beneficia de ello?

 

      A mí me parece que podemos situar el inicio de la gran ofensiva ideológica en contra de los pilares de la historia de México en la desfachatada labor revisionista de Octavio Paz en favor de los conservadores, en detrimento claro está de Don Benito, labor que a su vez le dio un gran impulso a un movimiento de “re-lectura” de la Revolución Mexicana que se operó sobre todo en la época del Santa Anna del siglo XX, esto es, Carlos Salinas. Como era de esperarse, el famoso concepto de “democracia” fue un elemento primordial en este asalto. Paradójicamente, se pudo así, entre otras cosas, realzar la figura del gran dictador Porfirio Díaz (“¿No nos percatamos acaso de que gracias a él se le dio un gran impulso a la infraestructura ferrocarrilera del país?”), así como la de los tristemente célebres ‘cristeros’. Quedó entonces listo el camino para la demolición de los últimos héroes políticos nacionales: Cuauhtémoc, Calles y cualquier otro que se nos ocurra, porque la operación que se intentó llevar a cabo fue ni más ni menos que la destrucción de la imagen de nuestros grandes hombres en general! Si Juárez quedó desacreditado, cualquier otro puede serlo también. Esto que digo, naturalmente, no es una idea que se airee en un salón de Polanco. No: se trata de todo un movimiento político que toma cuerpo en los libros de texto gratuitos, que aspira a campear en los nuevos programas de educación y a moldear la mentalidad del ciudadano normal. Dos puntos por lo menos tienen que ser enfatizados en relación con esto:

 

a)     se logró efectivamente hacer tambalear la conciencia histórica nacional

b)    eso no lo lograron extranjeros o enemigos, sino “co-nacionales”.

 

Yo pienso que es preciso distinguir entre datos históricos y verdad histórica. En general, salvo por detalles más o menos irrelevantes los datos son los mismos para todos: nadie va alterar (por lo menos drásticamente) fechas, lugares, situaciones. Lo que en cambio sí puede hacerse es con los mismos datos construir un mural o un mosaico del pasado mucho muy distinto del que se disponía. Así, la relectura ideologizada y tendenciosa de nuestros tiempos no se funda, salvo cuando nos las habemos con pedantes insufribles, en recientes descubrimientos, en sorprendentes hallazgos, en nuevas verdades. Más bien, lo que se trata de aniquilar es un cuadro particular de nuestra historia, manteniendo los datos. En otras palabras, se trata de “actualizar” la historia, ofreciendo de ella una interpretación politizada oportunista y de corto plazo, irresponsablemente desentendiéndose del importante papel que dichos cuadros juegan en nuestra vida colectiva, popular, en las escuelas, en los valores que se inculcan dentro y fuera de ellas y en las funciones integradoras para los que habían sido articulados, y ello ciertamente no como resultado de caprichos principescos. Los revisionistas actuales no aportan nuevos datos; su labor es meramente negativa: con sus “interpretaciones” intentan simplemente derruir importantes columnas de la conciencia nacional.

 

En México desde Tlacaélel y en otras partes del mundo desde los tiempos de Homero y quizá desde antes, los hombres han entendido que las masas requieren de ídolos, pero no de ídolos artificialmente construidos o arbitrariamente impuestos, sino de individuos que, por sus acciones, se convirtieron en personajes históricos imantados y en torno a los cuales se congregan los demás. Por eso, cuando un país como México (o cualquier otro) quedó ya constituido en torno a ciertos (si se desea llamarlos así yo no tengo el menor inconveniente) “mitos”, es moralmente imperdonable e intelectualmente criminal (sobre todo cuando, hay que decirlo, las motivaciones son en el fondo bajas) dedicarse a corroerlos y a echarlos por tierra. Cabe preguntar: ¿qué mal le hace al mundo la leyenda de un preclaro pastorcito de Guelatao? ¿Por qué es mejor un ambicioso como Miramón? ¿Por qué el mexicano común habría de reverenciar a sus enemigos jurados, como los soldados texanos, y darle la espalda a quienes lucharon por él, como los defensores de la zona de Chapultepec? ¿Por qué no puede en México haber un mínimo de auto-glorificación, como la hay en cualquier otro país del mundo? ¿Y por qué tienen que ser mexicanos los primeros en venir a atacar las raíces nacionales? (¿Lo serán realmente?). La respuesta más abstracta posible parece ser: en estos momentos no hay, en ningún sector de la vida social, un genuino proyecto nacional. Por mi parte, intuyo que si bien el intento por remodelar el rostro de México causará algún daño, de todos modos y en última instancia será fallido; y me queda claro, por otra parte, que los iconoclastas anti-nacionalistas de nuestros tiempos no lograrán poner en lugar de las antiguas “verdades” nada equivalente, por lo menos desde un punto de vista operacional. Después de todo, será imposible hacer deglutir a la gente platillos que de manera natural se contraponen a sus hábitos alimentarios. Pocas cosas hay tan absurdas y tan ridículas como pretender que la población rural de este país adore a un hacendero y un plutócrata como Porfirio Díaz!

 

      Hemos hablado de lo no demostrable en historia, pero ello no impide que eso que es no demostrable no sea fácilmente identificable por su rol político actual (estuve a punto de escribir ‘hoy!’). Las argumentaciones, investigaciones, explicaciones, etc., tendientes a minar la plataforma ideológica nacional básica sirven ante todo para desunir a los mexicanos, para hacerles perder la noción de un pasado común y, por lo tanto, de un futuro compartido; en otras palabras, para debilitarlos. Es comprensible que la época de la globalización genere camadas de ideólogos “cosmopolitas” o, mejor dicho, meramente extranjerizantes, de ideólogos de pacotilla que pretenden de un plumazo alterar nuestro perfil y desorientarnos, pero vale la pena señalar que muy probablemente esté ya empezando a gestarse el movimiento en sentido contrario. Por ello, frente a quienes decidieron deslindarse de la historia sentimental del país para poner en su lugar secuencias frías de hechos escuetos, debemos reforzar las creencias que dotan de sentido a nuestro pasado, a nuestro presente y, por ende, a nuestro futuro como nación, apoyar las creencias que son efectivamente útiles a los niños en las escuelas rurales y en las nocturnas y que, aunque sea de algún vago modo, contribuyen a la cohesión y a la solidaridad nacionales. Creamos en Cuauhtémoc (“Águila que cae”), en Morelos (“Padre de la Patria”), en Agustín Melgar (un “Niño Héroe”), en Juárez (“Benemérito de las Américas”), en Cárdenas (el “Tata”) porque ellos son, junto con otros, la espina dorsal de México. Y, en esta tesitura mental, disfrutemos de nuestras bellas y significativas fiestas patrias: el doloroso pasado del país nos autoriza a ello.