Ludwig Wittgenstein: In Memoriam

(26 de abril de 2001)

 

El día de hoy se cumplen 112 años del nacimiento del pensador más grande del siglo XX y, estoy tentado de decirlo, de todos los tiempos: Ludwig Wittgenstein. El lector sin duda imaginará que, en vista del acontecimiento, se preparan afanosamente ciclos de conferencias, mesas redondas, publicaciones, etc. Nada más alejado de la realidad. Al hombre, cuyas ideas – como las de ningún otro – irradiaron luz en ámbitos distintos como la filosofía de las matemáticas, la filosofía de la religión o la filosofía del arte, parece perseguirlo una cierta maldición, a la cual se debe el aislamiento y el silencio en los que está envuelto. Dicha situación es comprensible y él, es obvio, estaba perfectamente consciente de sus causas. Como en diversas ocasiones lo expresó, Wittgenstein entendía que en el fondo su diálogo no era con sus congéneres de esta “edad oscura”, sino con seres humanos del porvenir, con quienes estuviera en simpatía. Su “maldición”, como la de algunos (no muchos) otros hombres excepcionales de la historia, tiene como fuente un cierto y profundo descontento y consiste, básicamente, en haber pensado y vivido en un desacuerdo consciente, serio, frontal con los valores, principios y mecanismos de la civilización y la cultura occidentales, que son en las que le tocó vivir. De ahí que, en más de un sentido, Ludwig Wittgenstein haya sido y siga siendo un forastero, un extraño en el mundo contemporáneo, el mundo del incontenible progreso científico y tecnológico, del libre mercado y de la iniciativa privada, así como del atomismo social y la profunda mutilación espiritual que forzosamente acarrean. Dada la potencia, la solidez de su pensamiento, de hecho nadie osa enfrentársele. Podemos afirmarlo a los cuatro vientos: refutaciones de Wittgenstein no las hay. No obstante, hay un expediente más sencillo para eludir sus verdades, su mensaje, un mecanismo menos comprometedor y más efectivo: ignorarlo. Es desde luego útil y de buen gusto mencionarlo o citarlo, pero nada más. Ahora bien, se puede, sin duda alguna, vivir sin Wittgenstein, como se puede vivir sin Jesús, sin Buda o sin Sócrates. Algunos, sin embargo, pensamos que es importante dar a conocer su obra y difundir su enseñanza, porque creemos que se vive mejor, porque estamos convencidos de que la vida es más valiosa si hombres como él dejan en ella su impronta.

 

      Wittgenstein fue un hombre que estuvo a la altura de su grandeza. Consciente de sus enormes poderes intelectuales, entendió que no tenía derecho ni a ponerlos al servicio de causas innobles ni a desperdiciarlos. Por ello, se desprendió de una colosal fortuna que heredó de su padre para poder disfrutar sin restricciones de su propia riqueza. Como guiado por una luz interna, Wittgenstein logró combinar un haz de virtudes en una sola persona. Su mente era como un navío capaz de surcar con fluidez y elegancia los más peligrosos y agitados de los mares filosóficos. Pero no estará de más señalar que Wittgenstein no sólo sabía pensar: sabía también disparar cañones. Patriota ardiente, peleó en el frente oriental durante la Primera Guerra Mundial, periodo que aprovechó para redactar su célebre y deleitoso libro, el Tractatus Lógico-Philosophicus. Acabada la guerra, Wittgenstein se reintegró a la vida civil, mas no a la ociosidad sino a la vida de trabajo. Se desempeñó en su Austria natal, entre otras cosas, como lo que nosotros llamaríamos ‘maestro rural’. De su actividad como maestro hay testimonios fantásticos. Se sabe ahora que con él sus alumnos de primaria aprendieron teoría de conjuntos, matemáticas superiores, música, biología (les reconstruyó en clase el esqueleto de un gato, al que primero hirvió y limpió), hicieron excursiones con él a Viena para asistir a conciertos y, entre muchas otras cosas, fueron también castigados. Desde su saludable perspectiva, un buen maestro tiene que ser severo. Nada más alejado del Wittgenstein pedagogo que la displicencia y el libertinaje por los que son encauzados los niños de hoy, víctimas inocentes e inconscientes de las “teorías modernas”. A este respecto, la actitud de Wittgenstein queda bien recogida en la siguiente anécdota: habiendo sido invitado a cenar con unos amigos, los niños de la casa rehusaban irse a dormir a pesar de las insistencias de sus padres. En el momento apropiado, Wittgenstein le dijo a su anfitrión: “Cuando se le dice ‘no’ a un niño se debe ser como un muro, no como una puerta”. Hay más sabiduría en esta simple metáfora de lo que a primera vista podría suponerse.

 

      Si hay algo impactante en la vida de Wittgenstein, aparte de su genio filosófico, es su dimensión moral. Ni mucho menos me propongo hundirme aquí en una controversia de filosofía, pero quisiera decir unas cuantas palabras al respecto. Wittgenstein volvió a sostener algo que algunos otros (una vez más: no muchos) antes que él (y de ello hace ya mucho tiempo) habían afirmado, a saber, que la vida moralmente buena acarrea consigo su propia recompensa. El hombre bueno moralmente es el hombre feliz y el hombre feliz es, en un sentido no físico, sencillamente intocable. Cuando alguien vive como debe vivir nada de lo que acontezca puede alterarlo. Vivir moralmente no es otra cosa que delinear nuestras respectivas vidas, actuar sin hacerlo en función de las potenciales consecuencias de nuestras acciones, sin cálculos de ninguna índole, sino simplemente obrando de modo que el mapa que nosotros pintemos de nuestra propia existencia (posibilidad irrepetible) nos deje satisfechos, nos guste, nos haga sentir que, si se pudiera, lo volveríamos a recorrer precisamente así como nosotros lo diseñamos. La vida moral no es, pues, sino una posibilidad y un criterio de felicidad. Obviamente, se trata de una posibilidad que se puede no aprovechar. En todo caso, es claro que no tiene nada que ver con obligaciones impuestas desde fuera, con compromisos sociales, etc. Con Wittgenstein, la moral se convierte en lo más personal que pueda haber y, naturalmente, no es negociable.

 

      La evolución del mundo preocupaba y angustiaba a Wittgenstein. Su breve experiencia en la entonces floreciente Unión Soviética (1935) le permitió entrever la posibilidad de modalidades alternativas de trabajo y de vida en común. Frente a la rigidez y la artificialidad de la vida universitaria inglesa, lo que él vio en aquel diferente y fugaz mundo lo entusiasmó. Wittgenstein, intelectual y prácticamente comprometido con formas diferentes de vivir, comprendía y padecía el deterioro espiritual del mundo occidental. Lo horrorizaba, por ejemplo, el que en nuestras sociedades los mejores hombres, los mejores ciudadanos no supieran hacer otra cosa que perseguir fines “puramente privados”. El rechazo por parte de Wittgenstein de muchos convencionalismos y modos afectados de ser inevitablemente lo llevaron a fuertes conflictos con su entorno. Su pensamiento fue una letal agresión a la filosofía ociosa e impráctica, típica de la vida universitaria occidental. En verdad, una de las grandes lecciones de Wittgenstein consiste precisamente en haber mostrado que la filosofía no vivida, la filosofía meramente charlada o traducida, no sirve y no tiene mayor valor ni incidencia en la existencia concreta de las personas.

 

      Filosóficamente, Wittgenstein era no sólo un genio sino, como él mismo decía, un “hombre de negocios” y un “boxeador”. Para él, un filósofo que no quiere discutir es como un boxeador que no se quiere poner los guantes ni subir al ring. Por otra parte, a Wittgenstein le importaba que con la filosofía se pudiera hacer algo útil y ello no sólo para los humanistas y los hombres de ciencia, sino en la vida cotidiana. En su opinión, si el tratamiento de elusivos y abstrusos temas no le permiten a quien a ellos consagra su vida que pueda pensar con claridad y con serenidad y actuar exitosamente en relación con los asuntos de la vida cotidiana, entonces dicha actividad (la filosofía de coctel, el uso de jerga filosófica) no pasa de ser un mero juego de salón, sin ninguna justificación social. En Wittgenstein se conjugan profundidad de pensamiento y amplitud de miras. Dotado de una asombrosa capacidad de concentración e incomparablemente diestro en el arte de perseguir una idea hasta sus últimas consecuencias, era imposible que Wittgenstein no chocara con mentes más endebles y limitadas. Wittgenstein, el librepensador, fue crítico de las instituciones de su tiempo y era intransigente como sólo pueden serlo los hombres íntegros. Por eso, en estos tiempos de gran deserción humanista, de grandes traiciones intelectuales, en este período de la historia en el que la corrupción, las ambiciones bajas, la violencia y en general lo peor del hombre parecen haberse impuesto ya para siempre, unos cuantos minutos dedicados a recordar al excepcional ser humano que fue Ludwig Wittgenstein puede ser como un refrescante baño en las transparentes aguas de un manantial con el que nos topamos en nuestra azarosa caminata por el desierto de la vida.