Herencia Funesta

(28 de enero de 2002)

 

Las relaciones entre la moralidad y la política son sin duda un asunto complejo. Para empezar, es intuitivamente obvio que están vinculadas por toda una gama de conexiones.  El discurso moral, por ejemplo, se asemeja mucho al político: en ambos casos se alaba y se condena, se contrastan medios y fines, se fijan ideales. Empero, dónde termina una y empieza la otra es algo imposible de determinar matemáticamente. O sea, los límites que separan una esfera de vida de la otra son borrosos o difusos. Hay, pues, un problema conceptual y teórico obvio: por una parte, es claro que se trata de dos dimensiones autónomas de la vida humana, imposibles de reducir la primera a la segunda y a la inversa, pero por otra parte parecen sobreponerse, de manera que no resulta nada fácil distinguirlas. El problema, evidentemente, consiste en que los individuos pueden ser simultáneamente tanto agentes morales como agentes políticos, es decir, pueden participan al mismo tiempo en ambas modalidades de vida. Pero entonces ¿no es acaso posible diferenciar entre corrección moral y corrección política? De seguro que toda concepción que culmine en un resultado así debe estar mal. Por lo pronto, podemos sostener con relativa confianza que la moralidad es más amplia, abarca más que la política. Esto es fácil de demostrar: todo agente político es un agente moral, pero no todo agente moral es un agente político. Hasta el más modesto o humilde de los ciudadanos es susceptible de actuar moralmente en forma correcta o incorrecta, pero es obvio que nunca tomará decisiones políticas ni, por consiguiente, podrá ser juzgado políticamente. Además, alguien puede ser moralmente una persona bien educada y virtuosa y, no obstante, ser políticamente un criminal. Los ejemplos abundan, por lo que no creo que tenga que ilustrar el punto. Nótese que la inversa también es lógicamente posible: alguien puede conducirse políticamente en forma impecable y ser un depravado. Con base en lo anterior, creo que podemos con firmeza aseverar que política y moralidad son áreas o dimensiones de la vida estrechamente vinculadas, pero independientes una de la otra.

 

      Como sugerí más arriba, el  lenguaje nos confunde, porque a menudo empleamos el mismo vocabulario para hablar de decisiones políticas y morales. Hay deberes y compromisos morales como los hay políticos, tanto una acción moral como una política pueden ser reprobables o loables, etc. Empero, también hay diferencias. Una decisión política es sólo factible cuando el individuo que la toma actúa a través de una institución política, en un sentido amplio o laxo de la expresión. Si un individuo hace negocios turbios a costa de la empresa privada para la cual trabaja, su acción puede ser simultáneamente inmoral e ilegal, pero no política. En cambio, si un individuo es, por decir algo, presidente municipal u oficial mayor de una secretaría de estado y hace negocios indecentes, su acción puede ser simultáneamente inmoral, ilegal y políticamente incorrecta. Tanto en el caso de la moralidad como en el de la política, la “corrección” o “incorrección” dependerá de los principios a los que se apele para juzgarla, de qué tan congruente sea la acción en cuestión con los ideales involucrados, de cuáles sean los objetivos propios de las instituciones desde las cuales se realizaron las acciones, de qué consecuencias hayan tenido para diversos grupos humanos, etc. Para no extenderme demasiado: la dimensión moral corresponde a la parte privada o personal de la vida individual, en tanto que la política pertenece más bien a la faceta pública e institucional de las acciones. En concordancia con lo anterior y a manera de simple propuesta lingüística tendiente a facilitar la gestación y el intercambio de ideas, propongo hablar de personas inmorales, cuando nos ubicamos en el nivel personal, en contraposición a sujetos corruptos, cuando nos ubicamos en el plano social y político.

 

      Lo anterior no ha sido más que un embrión de análisis conceptual, pero ahora quisiera ir más allá y proponer una hipótesis, simple y desagradable, pero clara y contundente: a un país de inmorales corresponde un país de corruptos. O sea, las poblaciones constituidas por seres humanos convencidos de que la moralidad es un juego tonto, que es un asunto de niños o de mujeres o de gente débil o torpe, lo único que pueden generar, y ello en todos los estratos de la vida social, son agentes políticos corruptos, gobiernos corruptos. Y es claro, o debería serlo para todos, que ni el inmoral ni el corrupto tienen derecho de lamentarse por sus mutuas existencias, puesto que a final de cuentas son dos caras de una misma moneda. El gran filósofo francés, Descartes, pensaba que veníamos al mundo con la idea de Dios, puesto que siendo la de Dios la idea de un ser infinito en todas sus cualidades la experiencia no podría permitir construir una idea así. Es demostrable que Descartes estaba en un error (véase, por ejemplo, el apasionante libro de John Mackie, El Milagro del Teísmo), pero por mi parte quiero adherirme sentimentalmente a su posición  y expresar que es realmente de lamentar que no nazcamos con alguna que otra idea innata. Yo, desde luego, optaría por otras, pero una que en particular favorecería sería la de que “el abandono de la moralidad se paga y caro”. En mi opinión, no tenemos que ir muy lejos para corroborar nuestra verdad, a la que de ninguna manera osaría presentar como a priori, sino como una modesta verdad empírica. Como se dice, “Para muestras un botón” y ¿qué mejor botón que nuestro país? O ¿me equivoco?

 

      Sobre las variedades de la vida inmoral se ha escrito mucho y como ni quiero repetir lo que todo mundo ya sabe ni aspiro a convertirme en mentor de nadie, dejaré de lado el asunto de la maldad moral. Quisiera entonces decir unas cuantas palabras en relación no con la corrupción del alma, sino con la corrupción política, cuyas banderas ondean triunfantes en el México de nuestros días. Quizá una pregunta sencilla pero útil para entender mejor la situación sin plantearla en términos personales o sumamente abstractos sea: ¿cómo olfatear la corrupción, esto es, no como la resentimos, sino como la detectamos, la captamos, la aprehendemos? Yo creo que la corrupción política tiene rasgos relativamente fáciles de rastrear. Nada más alejado de mí, desde luego, que la pretensión de ofrecer una lista exhaustiva, pero estoy seguro de que entre ellos podríamos incluir por lo menos a los siguientes:

 

a) Primacía del mal del adversario sobre el bienestar público. Esto es típico y de sus muchas manifestaciones dos brillan por su recurrencia: impedir a cualquier precio que otros hagan un bien público que en su momento no se pudo, no se supo o no se quiso hacer (o todo ello junto) o estar dispuestos a hacer un mal si ello significa una jugosa retribución (las más de las veces meramente pecuniaria). Nosotros, todos los sabemos, estamos rodeados de políticos que prefieren ver hundida a la Ciudad de México que permitir que el adversario político construya algo si ello le va a significar un incremento en la popularidad; y a la inversa: como aquí no hay ya nada sagrado y todo es negociable, se puede tranquilamente traficar con predios, agua, aeropuertos, permisos, etc., si “hablamos en serio”, esto es, si hay ganancias de por medio. En todo caso, el bienestar público es lo único que no cuenta.

 

b) Luchar por el poder. En este caso, el carácter torcido de la vida política consiste en que quienes participan en ella perdieron de vista sus objetivos originales, se desvincularon de ellos y no les queda otra cosa que luchar por el poder en sí, como si éste fuera él mismo un objetivo último, algo intrínsecamente valioso, cuando en realidad nunca ha sido otra cosa que el mecanismo para la obtención de ciertos fines, para la implantación de ciertos ideales, para la resolución de diversos problemas. Aquí lo único que importa es mantenerse en el poder, por desligado que se esté de las poblaciones en favor de las cuales supuestamente se lucha por alcanzarlo.

 

c) Pragmatismo y opciones a corto plazo. Esta es la actitud característica del político dizque “realista”, del ávido de triunfos inmediatos, de glorias pasajeras, para lo cual está dispuesto a vender hasta lo más sagrado. Para decirlo en terminología conocida, el corrupto que padece esta enfermedad tiene tácticas mas no estrategias. Nos las habemos aquí con los maestros en arreglos, con los que se aprendieron de memoria los códigos y los reglamentos para poder sortearlos de la manera más eficiente posible. Para ilustrar este rasgo, quizá una anécdota nos resulte útil: yo conocí a un individuo más o menos importante y de conducta más que cuestionable que, cínicamente, se jactaba de no hacer otra cosa que aplicar un dictum de don Benito Juárez, a saber, “A los amigos justicia y gracia, a los enemigos la ley”. Dicho sea de paso y sin concederle mayor importancia al detalle, debo decir que el sujeto en cuestión, supongo que inconscientemente, había modificado el dicho del Benemérito de las Américas, puesto que lo que él repetía a diestra y siniestra era algo ligeramente diferente. En efecto, su versión era: “A los amigos lo que quieran, a los enemigos la ley”. Ahora bien, lo interesante del caso es que muestra de manera inequívoca cómo el corrupto es capaz de tergiversar hasta el más bello de los pensamientos. La idea de Juárez, que hasta un párvulo entendería, era básicamente la de que por ningún motivo se empleara el poder para afectar a los adversarios en la lucha política; la idea del político mexicano de nuestros tiempos es la de recurrir a la ley para técnicamente obstaculizar las demandas justas de quienes no forman parte de la pandilla. Eso, entre otras cosas, es saber actuar “a corto plazo”.

 

d) Imposibilidad de evolucionar. Los grupos de políticos corruptos no pueden pensar en otra cosa que en seguir actuando con objetivos puramente personales o de gremio y en salvar el pellejo. Una vez instaurada la corrupción como forma de vida es prácticamente imposible modificar estatutos en forma radical, cambiar hábitos, mecanismos de resolución de problemas, encontrar nuevos ideales y objetivos, etc. El político corrupto es tan irredimible como el inmoral (o más). En otras palabras, de la tierra prometida de la corrupción de facto no hay regreso.

 

e) Venta del país. Aunque los factores mencionados más arriba son, por así decirlo, internos a la corrupción política, este que es lógicamente externo (y por ende contingente) es muy importante, porque de hecho permanentemente los acompaña. Cuando los políticos se extravían, cuando los intereses populares dejan de preocuparlos, cuando la carrera entre ellos es por riqueza, influencia, fama (aunque sea negativa) o cosas por el estilo, quien más queda desprotegido es el país, el cual es entonces fácil presa para los carroñeros internacionales.

 

      Como dije más arriba, hay conexiones semánticas y lógicas entre los conceptos de inmoralidad y de corrupción, pero dichas conexiones no son las únicas: hay también entre la corrupción y la inmoralidad conexiones empíricas, es decir, causales. En otras palabras, un sistema político corrupto tiene efectos desastrosos en la moralidad de la gente. Aunque es imaginable que algo así sucediera, podemos estar seguros de que no encontraremos un país de políticos corruptos y gente moralmente sana (y a la inversa). Hay, pues, una interacción permanente de retroalimentación entre inmoralidad y corrupción.  Pero entonces preguntémonos: ¿qué efectos tiene la segunda sobre la primera? A menos de que esté totalmente equivocado, creo que podemos señalar los siguientes efectos de la corrupción política en la población civil:

 

a’) Desmoralización galopante. La población queda persuadida de que la única manera de acceder a un modo de vida decente es haciendo trampas y chanchullos de toda clase, violando la ley, exaltando la vida prosaica, generando desdén por todo lo que no está directamente vinculado al dinero ni depende de él, fomentando el egoísmo, el consumismo, etc. Como todo esto es un resultado naturalmente negativo o anti-natural, es comprensible que una población inmoral a menudo se sienta desolada, sin esperanzas, castigada por el destino.

 

b’) Parálisis y desorientación políticas. Al no saber hacer otra cosa que buscar el bienestar propio, la gente desconfía del lenguaje político serio, no ve en los problemas más que conflictos de orden individual, se vuelve fácil presa de manipulación por parte de los medios de comunicación y su protesta no rebasa nunca el nivel del espontaneismo.

 

c’)  Violencia e ilegalidad. El individuo de una sociedad corrupta no se detiene ante la arbitrariedad y la injusticia. Como carece de la noción de obligación moral, esto es, de algo que debe o no debe hacer independientemente de él y de sus intereses, no es de extrañar que cuando enfrenta un obstáculo le parezca normal recurrir al fácil expediente de la violencia o de la triquiñuela legaloide (nunca faltan los compadres y las comadres en los puestos adecuados). Lo que se le enseña con el ejemplo a las personas es que se puede ser un merolico y recibir premios, farsante y ser objeto de admiración, falsificador de documentos y hacerse rico impunemente, y así ad nauseam. Evidentemente, en un sistema así todos son víctimas de todos.

 

      Estos son algunos efectos nocivos obvios que la clase política corrupta tiene en la población, a la cual se le hace llegar el mensaje de que esa es la manera normal, buena inclusive, de vivir. Ahora bien, lo que hemos hecho ha sido delinear un cuadro meramente abstracto, pero ¿para qué realidad vale dicho cuadro? La respuesta se escribe sola: para la nuestra. Y eso que nosotros en México vivimos no es sino la funesta herencia del priismo. La corrupción de las instituciones y la vida política y la inmoralidad colectiva que aquí se padece se derivan directamente de los tres últimos gobiernos priistas. Si la situación de México es desesperada, a ellos se les debe. Y si alguien duda de la corrección de nuestra descripción, que le eche un vistazo a los últimos sucesos importantes y significativos del país. Pasemos, pues, en revista rápidamente algunos de ellos, entre otras cosas para poner a prueba nuestro diagnóstico.

 

      Empecemos con el proyecto del segundo piso al Periférico y al Viaducto de la Ciudad de México. Como todos sabemos, la más venenosa y putrefacta de las administraciones pasadas de la Ciudad de México, esto es, la del fantástico Manuel Camacho Solís, dejó la ciudad hecha trizas. Durante su casi sexenio (i.e., hasta antes de su infantil berrinche, público y notable) la ciudad fue literalmente su rehén: la criminalidad no conoció límites, los negocios con las “Combies”, las peseras, los taxis, etc., fueron en grande; teníamos inversiones térmicas de manera regular y los niveles de contaminación eran cotidianamente peligrosos; el Distrito Federal fue criminalmente abandonado a su suerte (tuberías, cañerías, carpeta asfáltica, etc.). No hay una obra por la que el susodicho pueda ser recordado (con agradecimiento, desde luego) por los habitantes de la capital del país. Lo mismo podemos decir, mutatis mutandis, del vaudevilesco Espinosa Villarreal. O sea, el dato innegable es que el PRI no construyó nada importante para la Ciudad de México en los últimos 18 años. Sin embargo, ello no impide que cuando, a pesar de toda una variedad de tretas electorales, llega al poder en el D.F. un partido diferente, cuando tenemos por fin un gobernador con ambiciones políticas genuinas y no meramente personales, cuando lo que se pone en marcha es un plan de reconstrucción integral de la ciudad, es decir, desde prácticamente todos los puntos de vista (urbanísticos, comerciales, sociales, policíacos, etc.) y cuando por fin alguien se propone, después de múltiples estudios, hacer algo concreto para remediar el caos vial y se decide a construir un segundo piso en las vías rápidas más importantes de la ciudad, entonces los bienaventurados priistas ponen el grito en el cielo y se oponen al proyecto. Y ello en nombre de la ciudadanía!!  Inevitablemente, sus pseudo-objeciones y sus poses de escandalizados son francamente risibles. Nosotros preguntamos: ¿por qué durante los lustros durante los cuales gozaron de un poder total hicieron tan poco por nosotros y no hicieron de hecho nada de lo que ahora exigen que el gobernador del D. F. haga? ¿Por qué los priistas nunca pudieron construir ni un tren suburbano ni un tren elevado? La respuesta todos la conocemos: sus intereses no se los permitieron. En el caso del tren elevado prevalecieron las fuerzas de Polanco por encima del movimiento de toda la ciudad. El actual argumento de que el segundo piso es una obra que va a beneficiar sólo a quienes tienen autos y no a los pobres es, aparte de retórica hipócrita de mal gusto, declaradamente inválido: es obvio que lo que beneficie al tránsito en la ciudad significa o representa un beneficio para todos nosotros (aire, horas trabajo/hombre, seguridad, etc.). Pero además de que los planes del actual gobierno son razonables, no cancelan o excluyen otras obras, como la expansión del Metro, la reestructuración de los servicios de trolebuses, la adquisición y puesta en funcionamiento de nuevas patrullas, etc., todo ello para beneficio efectivo del ciudadano sencillo que tiene que pagar un alto porcentaje de su magro sueldo en transporte y en horas de vida yendo de un lugar a otro. La conclusión es ineludible: al PRI no le importa el bienestar de los habitantes del D. F.: le importa únicamente evitar que Andrés Manuel López Obrador se lleve un triunfo político (bien merecido, por otra parte). Así, pues, confirmamos lo dicho más arriba.

 

      Otro caso digno de ser mencionado es el de los tejes manejes entre el sindicato de PEMEX y el grupo priista en campaña por la presidencia de la República de hace un par de años. Aquí el conflicto es con el partido al cual, hay que decirlo, le tocó la gran faena histórica de iniciar el desmantelamiento definitivo del PRI, esto es, el PAN. En primer lugar, aunque ya estemos acostumbrados a esta clase de historietas, la verdad es que por más que hagamos un esfuerzo no podemos no indignarnos cuando nos enteramos de qué funciones le asignaba el priismo en el poder al patrimonio nacional. En esto, debo confesarlo, coincido plenamente con las declaraciones del panista Bravo Mena respecto al carácter puramente gangsteril del priismo. Pero nuestra indignación se vuelve coraje (en el sentido castellano, no en el sentido de los colonizados culturales que usan ‘coraje’ como traducción de ‘courage’, que quiere decir ‘valor’, de valentía, es decir, no de ‘value’) cuando percibimos cómo reaccionan. Yo me pregunto si alguien en México creerá que los últimos siniestros ocasionados por pipas fueron meros “accidentes”! Ni un niño creería tal cosa: se trata más bien de claras advertencias del sindicato al gobierno federal a fin de evitar que las investigaciones concernientes a los millonarios traspasos de dinero para lo que fue una deslucida campaña presidencial lleguen demasiado a fondo. ¿Cómo podría una pipa que tiene un así llamado ‘gobernador’ que no le permite rebasar cierta velocidad derraparse a las 6.00 a.m. de manera tan espectacular y arruinar, entre otras cosas, tres casas particulares de una colonia residencial? Todo indica más bien que se trata de algo así como de la versión local del atentado contra las torres gemelas de Nueva York! Si ello es así o no, no importa, porque de todos modos el punto queda establecido: para las huestes priistas si se requiere perjudicar a inocentes, si es menester alterar la vida de los vecinos del lugar, si se necesita despilfarrar todavía más dinero, nada de ello importa. Lo que cuenta es que no se aclaren las cosas, que todo siga en la penumbra, que no haya responsables y, desde luego, que no haya castigo. Eso es el priismo de principios de siglo en acción.

 

      Un tercero y último ejemplo: la lucha “fraticida” entre Beatriz Paredes y Roberto Madrazo. Digámoslo de una vez por todas: se trata de un auténtico circo y son el hazmerreír de la gente a lo largo y ancho del país. Ellos no parecen haberse percatado todavía de que pertenecen al pasado de México, de que la historia ya los ubicó y le dio una cierta calificación. Los priistas se rehúsan a entender que, hagan las contorsiones que hagan, no volverán al poder. Pero además, lo más ridículo del asunto es que emplean la misma vacua y desgastada retórica de sus últimos sexenios y ahora hasta se aplican a sí mismos sus propias técnicas de engaño y estafa. En otras palabras: el PRI es como un motor mal armado que no puede moverse aunque le echen gasolina al tanque: se prende, hace ruidos, se mueven algunas partes, etc., pero el motor está trabado. El espectáculo es realmente formidable y si no fuera porque es el destino de la nación lo que está en juego, sería realmente cómico.

 

      El problema para el que quisiéramos encontrar una solución es naturalmente: ¿cómo superar la corrupción (y desde luego la inmoralidad)? ¿Cómo por fin desprendernos de la cultura priista? No me jacto de tener la fórmula para ello. El asunto no es nada fácil, entre otras muchas razones porque el priismo tiende a perpetuarse. Como las víboras, simplemente cambia de piel, esto es, de partido. Allí están los execrables “Dorings” que ejemplifican a la perfección lo que digo. Para algunos panistas, más vale cerrar una escuela popular que permitir que la juventud se beneficie y que el gobernador del D. F. gane puntos. De nuevo, más que la gente vale la frustración del adversario (sobre todo cuando a las claras éste está haciendo las cosas mucho mejor de lo que ellos serían capaces de hacerlas). Aquí se abre toda una multitud de posibles hipótesis de desarrollo y desenlace. Hay, empero, un eje fundamental: la situación del país es alarmante y se agrava día con día. El campo está en una crisis a la simplemente que no se le ve salida; la banca mexicana es inexistente; el sector académico (hasta ahora más o menos respetado) empezará a vivir en carne propia la penuria de las clases trabajadoras y verá alejarse sus queridos sueños de clase media; los servicios son de extranjeros (franquicias, importaciones, etc.). Y así en todos los ámbitos de la vida social. Todo esto es lo que el último priismo le dejó a México y que el nuevo gobierno ni puede ni quiere modificar. Los priistas mismos acabaron hasta con lo más valioso del priismo, que era un cierto lenguaje político de nacionalismo e independencia. Hablé de circo más arriba y creo que no fue del todo inapropiado, porque creo que pocas cosas expresan tan bien el sentimiento y el pesar del pueblo de México como un :  Ave Priistas! Morituri te salutant!