¿Hombre versus Naturaleza?

(21 de enero de 2002)

 

 

Elegir un tema para discurrir acerca de él y tratar de decir algo sensato al respecto plantea más problemas de lo que prima facie podría imaginarse. La cantidad, por ejemplo, es uno de ellos. Con sólo abrir el periódico o escuchar brevemente noticias en el radio de inmediato tenemos a nuestra disposición toda una ensalada de tópicos: el acoso permanente al gobierno de la Ciudad de México (haga lo que haga), el peligroso conflicto de Asia Central (que amenaza con propagarse), el neo-facismo israelí (y el martirio del pueblo palestino), las crisis latinoamericanas (y la súbita alza de los bonos cubanos en la política continental) y así ad libitum. Todos esos son temas de actualidad e interesantes, pero su elección o selección no está exenta de dificultades. Primero: ¿cómo jerarquizarlos? ¿con base en qué criterio? (¿importancia? ¿trascendencia? ¿intereses del autor? ¿sugerencias de amigos? ¿moda?). Es evidente, supongo, que a final de cuentas la elección es casi enteramente arbitraria (lo cual no implica que sea fácil); y, segundo: ocuparse todo el tiempo de temas del día hace correr el  riesgo de convertir esta página en algo que quisiera evitar, esto es, transformarla en un mural de reflexiones tan fugaces como los artículos de periódico y, en verdad, como los sucesos mismos. A veces ciertamente hay que abordar temas así (y yo lo seguiré haciendo), pero como (a Dios gracias) no tengo que rendirle cuentas a nadie por lo que escribo, puedo elegir mi tema semanal con total independencia respecto de lo que está a la orden del día. Confieso que a menudo, quizá por deformación profesional, se me antojan especulaciones más abstractas, inclusive precisamente para evitar temas con fechas demasiado precisas. Y eso es lo que haré hoy: haré a un lado los temas de actualidad y me centraré en algún tema para especular en torno a él, un material que abra un abanico de temas de interés permanente. Uno que de inmediato nos viene a las mientes, entre otras razones porque estamos siempre inmersos en él o, mejor dicho, lo estamos sólo hasta el último día de nuestra vida, es el mundo natural o, alternativamente, la naturaleza. Mi pregunta guía será aquí la siguiente sencilla pregunta: ¿hay algún sentido inteligible de acuerdo con el cual podamos decir que la naturaleza tiene derechos?

 

      La inquietud tiene un trasfondo que la justifica. Todos los días asistimos al espeluznante espectáculo de la destrucción sistemática de la realidad natural. Trátese de la flora, de la fauna o de los recursos naturales, día tras días vemos cómo lo que de hecho es para nosotros el mundo se deteriora y, por qué no decirlo, se acaba. Diariamente, miles de hectáreas de bosques, selvas, corales, etc., y numerosas especies de animales pasan a formar parte del museo de la vida, de la historia del planeta. Ahora que es quizá ya un poco tarde para revertir procesos, nos resulta evidente que, a la manera del aprendiz del brujo, los humanos han desencadenado fuerzas que no controlan y que constituyen una seria amenaza para la gran mayoría de los seres vivos. La capa de ozono es un buen ejemplo de ello. Ésta, como se sabe, se formó hace algunos cuantos miles de años y fue gracias a ella que pudo prosperar la vida pues, sin que mediara un proyecto consciente, permitió que ésta floreciera al proteger a los seres vivos de los peligrosos efectos de los rayos ultra-violeta. En nuestros días, la potente e incontrolable industria mundial (en especial, claro está, la de los países avanzados y, particularmente, la de los Estados Unidos), paulatina pero inconteniblemente está destruyendo eso que otrora funcionara precisamente como trampolín para la vida y de la que desde luego es condición sine qua non. Es claro, pues, que nos las hemos arreglado para generar un modo de vida contradictorio, una forma de vivir contraria al vivir. Y es evidente, por otra parte, que ello no es resultado de un capricho de unos cuantos, de una venganza de determinados grupos o de un propósito deliberado por parte de los seres humanos considerados globalmente. Es más bien el resultado de un sistema de vida en el que todos participamos (querámoslo o no), pero del cual nadie en lo particular es responsable. El fenómeno de la destrucción del planeta es un fenómeno internacional en el que todo mundo toma parte pero que, desafortunadamente, todo indica que sólo a unos cuantos preocupa.

 

      La actitud de los humanos en relación con la naturaleza ha variado a lo largo de las edades. No obstante, con un poquito de imaginación, podemos concebir (o creer que lo logramos, pero por el momento la distinción es irrelevante) los estados de ánimo y las actitudes de nuestros antepasados. Si en nuestros días un leve movimiento telúrico, un tosido más fuerte que los usuales por parte del Popocatéptl, una lluvia que se prolonga más de lo acostumbrado, infunden temor y contribuyen a reforzar las supersticiones de la gente, cuán alarmados, asustados y hasta aterrorizados no estarían los homo sapiens de hace (digamos) unos 35,000 años por estruendosos rayos, impetuosos ríos, enormes olas o prolongadas sequías! Para ellos, en parte por resultarles incomprensible, el mundo natural tenía que ser algo que había que admirar y frente a lo cual había que inclinar la cabeza, someterse. El mundo dominaba al hombre. Poco a poco, sin embargo, las cosas fueron cambiando y los papeles se fueron invirtiendo. La raza humana fue aprendiendo a controlar el mundo externo y ello tuvo dos consecuencias importantes: la admiración y la actitud de respeto se fueron desvaneciendo y la manipulación de las cosas y las fuerzas naturales se fue haciendo cada vez más efectiva. Este proceso, que todavía no termina, desembocó en la situación actual, esto es, una situación en la que, se puede ello afirmar, el hombre domina al mundo.

 

      En verdad, es la ciencia, a través de la cual se ejerce el dominio sobre el mundo natural, que mucho de lo que la gente llama ‘religión’ quedó brutal y definitivamente superado. Antiguamente, en efecto, se apelaba a Dios para explicar fenómenos naturales, es decir, “Dios” era también o ante todo un concepto explicativo. En la actualidad, las explicaciones de lo que acontece en el universo las proporciona la ciencia y nada o nadie más. En este sentido, la relación entre la religión y la ciencia es inversamente proporcional: mientras más crece una más decrece la otra. Pero lo interesante por observar es precisamente que están relacionadas. Esto es algo que vio con superlativa claridad y perspicacia el gran Rabelais, quien además de muchas entretenidas y sugerentes obras produjo un pensamiento simple pero, dan ganas de decir, “eterno”. “Ciencia sin conciencia”, nos instruyó, “no es más que ruina del alma”. Yo me atrevería a parafrasearlo de este modo: ciencia sin política, moralidad y religión no es más que ruina de la civilización. No es este el lugar para exponer o aclarar a fondo mi idea de la divinidad y de la vida religiosa. He tratado de transmitirla en sendos libros y no diré aquí prácticamente nada al respecto. Empero, estoy convencido de que la idea que aquí persigo es clara y de fácil aprehensión. En todo caso, puede argumentarse que la destrucción del mundo natural es justamente una demostración palpable del dictum de Rabelais.

 

      La insolencia y la soberbia frente al mundo natural por parte de los humanos de la era de la ciencia son quizá la mejor expresión de lo que es una profunda irreligiosidad. En efecto, el hombre encontró la manera de manipular a su antojo tanto a seres inanimados (extraña expresión, común en otros tiempos y tan ajena a nosotros) como a seres vivos, ellos mismos incluidos. Por fin logró el hombre hacer sobre la faz de la tierra literalmente lo que le viene en gana. A los animales los tortura, los maltrata, comercia con ellos, los usa de mil modos, los multiplica para devorarlos; a los ríos, los vientos, los bosques los consume, los contamina, los aniquila; entre sí los humanos se jerarquizan, se humillan, se explotan, se hacen daño. Pero hay que observar que esta conducta y esta actitud son la consecuencia lógica de nuestra organización social y política y también, como ya dije, del inmenso e incontenible triunfo de la ciencia, con todo lo que ella acarrea. Pero aquí es donde se esconde la moraleja: es una ilusión torpe pensar que la ciencia puede evitar la destrucción de la naturaleza que ella misma ha propiciado. Al contrario: la ciencia y su subproducto, la tecnología, no pueden más que seguir llevándonos por la senda de la destrucción, aunque aparentemente ello no sea así. No son los ejemplos lo que falta y son tan obvios que hasta los evitaré (fármacos, fertilizantes, petróleo, y así ad infinitum). Lo que sostengo es simplemente que con la ciencia lo único que se logra es perpetuar la vorágine de destrucción/arreglo en la que estamos inmersos, esto es, un proceso que no tiene fin. En pocas palabras: la ciencia no es solución para la ciencia. La buena ciencia no basta para remediar los efectos de la mala ciencia, con la que viene aparejada. A la ciencia sólo se le controla desde fuera de ella. Y yo pienso que en última instancia ello es algo que sólo con el derecho, la moral y la religión (en el sentido un tanto inusual con que yo uso el término) se puede lograr.

 

      Teniendo en mente lo que hasta aquí hemos afirmado, no estarán de más ahora unas cuantas palabras para aclarar la alusión al derecho, a la moral y a la religión como los mecanismos para neutralizar los desastres naturales y el deterioro ecológico causado por los humanos. Lo que hay que entender es que el acoso a la naturaleza se desarrolla tanto en un plano social como en uno individual. Las empresas arruinan los ríos, pero los conductores atropellan deliberadamente gatos (o lo que se les atraviese en las carreteras). En un caso se trata de una institución, en el otro de individuos concretos. Ambas acciones o líneas de acción son criticables, pero dado que son de orden diferente para contrarrestar el daño que se le produce al mundo natural se requiere un doble enfoque: uno masivo y uno individual, uno institucional y uno personal, uno político y uno religioso. Se necesita, por consiguiente, tanto articular leyes que impidan atentados contra la naturaleza (y hacerlas valer, desde luego) como promover la formación de una cierta mentalidad que frene al individuo en sus acciones perversas o dañinas del mundo natural. Si a una empresa no la multan, seguirá contaminando; si sobre un individuo no cae el oprobio de los demás ni es susceptible de auto-repudiarse por, e.g., haber innecesariamente lastimado a un animal, haber talado un grupo de árboles o haber envenenado una corriente de agua (suponiendo que no se logró establecer la autoría del delito), dicho individuo seguirá procediendo de la misma manera y para él todo se reducirá a eludir la acción de las leyes. Por lo tanto, sólo atacando el problema desde las dos perspectivas simultáneamente, la social y la personal, se dispondrá realmente de los elementos que permitirían detener el mal ecológico que cotidianamente se realiza. Pero, y este es un punto crucial, ¿cómo lograr tal cosa cuando todo el sistema de vida, tanto en el nivel institucional como en el personal, apunta en una dirección contraria? El modo de vida actual, en efecto, incita a consumir al máximo, induce a que no le importe a nadie lo que no le atañe directamente, a que las personas sean indiferentes frente a lo que sucede no digamos en países distantes sino a su lado, a explotar al máximo los recursos naturales, a adquirir mercadería despreocupándose por completo de sus orígenes, (sean adornos de marfil o hamburguesas) y así indefinidamente. ¿Cómo en esas circunstancias lograr el cambio que tanto se necesita? No sé si haya una respuesta clara y contundente, pero sí sé que ésta no podrá ser simple, puesto que por lo menos parte de ella  habrá de ser: “leyes drásticas y re-educación anímica”.

 

      Ahora bien, sería un despropósito de mi parte intentar ofrecer aquí directivas generales para la obtención de objetivos prácticos concretos puesto que, como advertí más arriba, mi ambición en esta ocasión es reflexionar en torno a un tema mucho más general. Así, hemos hablado de deterioro de la naturaleza, de atentados en su contra, de daño ecológico, etc., pero expresarse de  ese modo, podría sostenerse, es precisamente incurrir en una petición de principio: se presupone lo que queríamos averiguar, a saber, si en relación con la naturaleza efectivamente tenemos obligaciones, puesto que es sólo si tuviéramos obligaciones frente a ella que podríamos afirmar (es decir, tendría sentido hacerlo) que ésta tiene derechos. Pero ¿cuáles son nuestras obligaciones vis à vis la naturaleza? Normalmente reconocemos obligaciones frente a otros seres humanos y estas obligaciones emanan de códigos (escritos o no) de convivencia. Dichos códigos las más de las veces fueron pactados por las partes. Pero ¿cuál es el código de convivencia entre la naturaleza y el hombre? El hecho de que el hombre sea parte del mundo natural no implica nada en este sentido. Después de todo, el pensamiento de que un ser natural altera el orden natural porque así le conviene no es internamente incoherente ni incomprensible. ¿En qué sentido, pues, podríamos hablar legítimamente de “derechos de la naturaleza”? La Biblia, por ejemplo, enseña precisamente la contrario, a saber, que la naturaleza carece por completo de ellos. De acuerdo con la Biblia, si no me equivoco, Dios le regaló el mundo a los hombres para que éstos hicieran con él (y, se supone, con todo lo que contiene) absolutamente lo que quisieran. Desde este punto de vista, las plantas, los animales, los recursos naturales son para él, son propiedad humana, no algo a lo cual tengan ellos que ajustarse o someterse. Se sigue que, según esta perspectiva, la naturaleza no tiene derechos. Esto implica que no hay obstáculos para que el hombre actúe en la Tierra con total libertad en relación no sólo con las montañas y los desiertos, sino también con la vegetación y los animales y hasta con ellos mismos. Y este punto de vista implica que decir, por ejemplo, que un barco petrolero causó grandes estragos ecológicos no es más que decir que se alteró el medio ambiente de una manera que es altamente dañina o nociva para nosotros. No significa nada más, puesto que el mundo natural no tiene un valor intrínseco, sino sólo uno relativo.

 

      Difícilmente podría cuestionarse que es la perspectiva bíblica (curiosamente afín en este punto al espíritu del capitalismo salvaje) la que prevalece en nuestros días. En la actualidad se manipulan los códigos genéticos (de animales, humanos y vegetales), se acaba en aras de la agricultura y las carreteras (i.e., del progreso) con selvas y bosques, se perfeccionan los campos de exterminio de millones de animales que nacen, crecen y mueren  encadenados (businesses are businesses), etc. Impresiona enterarse, por ejemplo, que de una res que va al matadero se aprovecha todo, cuernos, pezuñas y cola incluidos! Eso es vivir congruentemente con la sabiduría que hemos heredado. Pero es claro que todo ello también es interferir en los procesos naturales. Podemos hacerlo, pero nuestra pregunta es: ¿tenemos derecho a ello? ¿Se reduce todo a una mera cuestión de capacidad? El asunto es debatible en grado sumo. Por lo pronto, quisiera considerar rápidamente dos puntos cuya elucidación quizá nos orienten respecto a lo que sería la concepción adecuada.

 

      El primero es la cuestión del antropocentrismo. De acuerdo con esta visión de las cosas nosotros, los humanos, somos realmente el centro de la Creación y una forma de demostrarlo es que el mundo se mide a partir de nosotros, esto es, desde nosotros. Si un cometa cae en Júpiter, ello no es ni bueno ni malo, pero si cae en la Tierra es malo porque nos afecta a nosotros. Qué pase en Marte no es de nuestra incumbencia más que en la medida en que nos afecte, para bien o para mal. Somos nosotros quienes medimos el valor de las cosas y por lo tanto el mundo natural adquiere valor sólo por su relación con nosotros. Es, pues, comprensible (e inevitable) que ocupemos el lugar principal y que no tengamos estrictamente hablando ningún compromiso, ninguna obligación con la naturaleza. En el mundo natural no hay nada bueno ni malo. Si algo es malo en el mundo natural es porque es malo para nosotros, no porque sea malo en sí mismo. Por ejemplo, necesitamos hacer experimentos atómicos, pero éstos alteran los climas. Ello no es malo en sí mismo: es malo porque al alterar los climas se transtorna nuestra vida. Pero la alteración de las corrientes de aire mismas no es ni buena ni mala. Es de suponerse que a los vientos le da exactamente lo mismo soplar de norte a sur que a la inversa! Por eso el antropocentrismo es tanto inevitable como defendible y si el antropocentrismo es válido, entonces es sólo en relación con nosotros que podemos hablar de derechos y obligaciones. El mundo natural es meramente instrumental.

 

      Esto suena irrebatible, pero creo que esconde una falacia, aparte de que tiene implicaciones terribles e inaceptables no perceptibles de inmediato. Concentrémonos en la falacia. Aquí necesito trazar un símil. La idea es que la comprensión cabal del uso del pronombre personal ‘yo’ nos puede ayudar a comprender el error inferencial del antropocentrismo. Siguiendo en esto a Wittgenstein, podemos decir que cada vez que se usa el pronombre ‘yo’ la persona que lo usa ocupa (momentáneamente) el centro del lenguaje. Es como quien tiene la pelota en un juego en el que todos constantemente nos la lanzamos unos a otros: quien  la tiene es el más importante mientras la tiene, lo cual dura muy poco porque otros también la usan. En el caso en que se usa ‘yo’ el resto del mundo es visto desde lo que se convierte en mi perspectiva, puesto que soy yo quien habla (o quien hablo). Pero, por paridad de argumentación, si voy a razonar como el antropocentrista entonces habré de decir que del hecho de que sea yo quien habla y que en ese caso todos los demás se definan con relación a mí se sigue que la conducta correcta es la del más radical de los egoísmos. A todas luces, la deducción es completamente infundada. Una peculiaridad lingüística no tiene implicaciones éticas. Lo mismo pasaría, mutatis mutandis, con el argumento del antropocentrista. Dicho argumento, obviamente, es tan sólo por analogía, por lo que no tiene fuerza demostrativa, pero creo que de todos modos sugiere una línea de pensamiento que puede efectivamente bloquear el antropocentrismo vulgar.

 

      El otro punto tiene que ver con las relaciones contractuales. Si firmo un contrato adquiero tanto obligaciones como derechos (aunque no siempre nos los respetan, como bien sabemos). Pero como no tiene mayor sentido que yo firme un contrato conmigo mismo, todo contrato exige por lo menos dos partes. El contrato sirve para garantizar el cumplimiento de un intercambio de bienes, puesto que si una de las partes falla en cumplir la otra puede actuar en su contra, i.e., demandarlo judicialmente con base en lo estipulado en el contrato y, en principio, restablecer la normalidad por medio de una sanción, una multa, etc. (Digo “en principio” porque, como me sucedió a mí, quizá algunos hayan vivido en carne propia la desagradable verdad de que es factible violar impunemente una cláusula de un contrato, justo como si no se hubiera firmado ninguno. No obstante, esta posibilidad es por el momento irrelevante). Pero, y aquí está el problema: ¿cuál o en donde está el contrato firmado entre la Naturaleza y el Hombre? ¿Lleva acaso la firma de Adán y Eva en nombre de todos nosotros? Y si no hay contrato, ¿por qué o para qué empecinarse en hablar de obligaciones respecto a la naturaleza? Desde este punto de vista no sólo no hay obligaciones así, sino que es un sinsentido hablar de deberes con respecto a la naturaleza. Aunque comporte seres vivos, la naturaleza es desde este punto de vista mera naturaleza muerta.

 

      El argumento es inválido. Obviamente se funda en lo que es una gran simplificación de la noción de contrato. Hay, por ejemplo, contratos hablados, negociaciones y acuerdos a los que se llega tácitamente o inclusive por medio de indirectas (piénsese en la mafia, por ejemplo). Nada de eso impide que cuando una de las partes “no cumple” la otra no ejerza represalias. Pasemos esto al ámbito del mundo natural: si por un lado reconocemos la intervención del hombre en los procesos naturales y por la otra las reacciones del mundo natural (animales incluidos), podríamos interpretar eso como la protesta de una de las partes por la violación de un contrato implícito y por las ofensas causadas por la otra. El argumento es quizá metafórico, pero en todo caso lo permite la elasticidad de las nociones de acuerdo, protesta, reacción, etc. Lo que está claro es que si resulta mínimamente aceptable, el libertinaje anti-natural automáticamente deja de serlo. Pero si esta posición es puesta en duda y admitimos que la naturaleza está reaccionando por los agravios que el Hombre le causa, podemos tentativamente deducir que se está produciendo una protesta por parte del mundo natural porque una de las partes no respeta sus derechos. Obviamente, las protestas de las que hablamos no son inconformidades expresadas frente a un juez o un agente del Ministerio Público (aunque ciertamente podríamos hablar de Dios como un juez quien autoriza a la naturaleza a defenderse), sino de las reacciones naturales que nos resultan sumamente perjudiciales. Exceso de antibióticos causa alergias: ahí tenemos un ejemplo de violación a un contrato entre hombre y naturaleza y a una reacción de ésta última debido a que no se respetan sus derechos (un cierto equilibrio, por ejemplo). No se puede negar que plagas, enfermedades, desertificación, contaminación, etc., son reacciones naturales dañinas para nosotros; son, por lo tanto, como una factura que la naturaleza nos cobra. Y esto me lleva a un punto importante para cerrar el argumento.

 

      El hombre contemporáneo trata a la naturaleza como algo externo, como algo meramente utilizable y desechable. En esta concepción, que es la propia del hombre de la era de la tecnología (de la “high tech”), no tiene mayor sentido hablar de “derechos de la naturaleza”. Empero, es importante observar que es esta concepción lo que nos está llevando por senderos peligrosos para nosotros mismos, pues por no respetar la naturaleza, por interferir malévolamente en ella, estamos empezando a crear condiciones apropiadas para nuestro propio aniquilamiento. Esto parece implicar que la concepción según la cual la naturaleza no tiene derechos ni tiene sentido hablar de esa forma es inconsistente. Se tiene, por lo tanto, que modificar, que alterar. Así como está no la podemos hacer nuestra. Tenemos, pues, que aprender a ver en la naturaleza algo de lo que realmente formamos parte y tal que, si la afectamos seriamente, somos en primer término nosotros mismos quienes pagaremos las consecuencias. De ahí que no sea descabellado sostener que la modificación en la visión del mundo natural que en la actualidad urge efectuar consiste en introducir como parte del sentido común la idea de que la naturaleza tiene derechos y de que es factualmente negativo y moralmente condenable no respetarlos.