¿Reforma Educativa o Transformación Educativa Radical?

(14 de enero de 2002)

 

México se despertó el 1º de enero de 2002 con una nueva reforma hacendaria, una reforma que a pocos dejó satisfechos. A decir verdad, la reforma en cuestión no debe estar totalmente desorientada, puesto que dejó insatisfechos fundamentalmente a quienes más y mejor pueden hacerse oír, esto es, a los minúsculos grupos privilegiados del país. Las compañías de teléfonos, ciertos sectores industriales, las televisoras (en particular Televisión Azteca, institución a la que habría que llamar enérgicamente al orden, pues se ha convertido en un instrumento político activo al amparo de una notoria tergiversación de principios como el de libertad de expresión y cuya manipulación descarada de la opinión pública está empezando a convertirse en un factor de riesgo que en un momento crítico puede ser peligroso), etc., han puesto el grito en el cielo, lo cual obviamente significa que, por primera vez en muchos años, de alguna manera ven amenazados sus beneficios y verán mermadas sus ganancias. El escándalo no debería sorprendernos: después de todo sabemos de antemano que “los ricos siempre lloran”. Los grupos privilegiados siempre se han caracterizado (no sé de excepciones) por una extraña combinación de ambición desmedida y ceguera política. Por ejemplo, Rusia se estaba literalmente desmoronando, pero lo único que preocupaba a la nobleza rusa de hace un siglo eran las fiestas de la corte. Lo mismo pasa, mutatis mutandis, en México: el país está al borde de la quiebra, a un paso de la confrontación social seria y a los dueños de México lo único que les importa es seguir ganando al ritmo con que lo han venido haciendo hasta ahora. Desde luego que la reforma es imperfecta, llena de parches, de redacción dudosa en algunas de sus partes, etc., pero por lo menos en relación con un punto parece estar bien orientada: que paguen más los que más tienen.

 

      El problema con la reforma hacendaria es, como dije, que es sumamente imperfecta, desbalanceada, incompleta, por lo que muy probablemente no podrá tener los saludables efectos deseados. En otras palabras, los afectados vociferantes terminarán por neutralizarla, o por lo menos intentarán hacerlo (amparos, presiones políticas, salida de capitales, etc.) y si efectivamente así pasa ello se deberá en última instancia a que la reforma gubernamental fue titubeante, temerosa, tímida. Se habría requerido una reforma fiscal más drástica y prepararse para defenderla. Ahora bien, desde otro punto de vista la reforma fiscal es interesante porque pone de relieve el modo como en general se procede en México. El país está urgentemente necesitado de profundas transformaciones legales en prácticamente todos los contextos (laboral, penal, mercantil, civil, etc.) y el gobierno sólo es capaz de efectuar “reformas”. No hay por qué ocultarnos a nosotros mismos las cosas: nuestra estructura jurídica es como una casucha destartalada: se sostiene no se sabe ni por qué. Ejemplos afrentosos de incoherencias legales los tenemos todos los días. Uno digno de ser mencionado es el de los pillos del IPAB que extorsionaron con un millón y medio de dólares a cierta empresa para que el FOBAPROA asimilara su deuda: hay fotos, conversaciones, cuentas en Andorra, pruebas de toda clase y una juecesilla irresponsable (que debería ser procesada ella misma) los deja libres! Es, pues, innegable que es el todo de nuestro sistema legal lo que requiere modernización, cambio en profundidad. Por otra parte, sería absurdo pensar que hay sectores de la sociedad que no lo necesitan y, qué duda cabe, uno de los que más urge transformar es el sector educativo. Aquí la pregunta que se impone: ¿acaso, una vez más, tendremos también que conformarnos con meras “reformas”? Yo creo que todos estamos de acuerdo en que, si no se le mete las manos en serio al sistema educativo nacional, si no se le reestructura de arriba a abajo, desde el kindergarden (obligatorio ahora) hasta los estudios profesionales, podrá seguir funcionando unos cuantos años más hasta que, por así decirlo, de muerte natural deje de operar. La pregunta que todos nos hacemos es: ¿qué clase de colapso se está esperando que acontezca para que el gobierno y las autoridades correspondientes enfrenten la complejísima cuestión de la reforma educativa en todos los niveles? Ya hay indicios claros y muy delicados respecto a lo que podemos calificar de ‘bancarrota’ de nuestro sistema educativo. Por haber el estado soltado las riendas del país y haber permitido que la “iniciativa privada” lo medio suplantara, México está pedagógicamente a la deriva. Ya es hora de hacer un serio esfuerzo por revertir tan nefasta tendencia.

 

      Es evidente, me parece, que además de ser una parte integrante del sistema social completo, lo que podríamos llamar el ‘sector cultural’ del país lo refleja de manera sorprendentemente fiel. En efecto, al igual que en los sectores productivos y políticos, en el cultural encontramos cúpulas, mafias, alianzas, masas de trabajadores, privilegios, caciques, ejércitos de reserva, explotación, vicios, producción, etc. Es esto lo que inevitablemente hace pensar que lo que dicho sector requiere no puede ser una mera reforma, unos cuantos cambios más o menos superficiales, sino una auténtica transformación. Las reformas son muy útiles en tiempos de tranquilidad, de vida holgada, pero en épocas de crisis pueden llegar a ser contraproducentes, pues al dejar intactas las estructuras sólo sirven para modificar ligeramente algunos programas, algunas reglas, algunos mecanismos, etc., pero ni sanean a fondo las instituciones ni coadyuvan a que la labor educativa realmente se perfeccione. Digámoslo en voz alta: no hay una política nacional de producción de cultura y una política como la que se necesita no puede implementarse con el sistema educativo prevaleciente. Está claro, por otra parte, que así como las transformaciones que urgen en otros ámbitos de la vida social se ven obstaculizadas por los diferentes statu quo y los grupos que manejan las instituciones, así también en el sector cultural intereses de las más variadas especies sistemáticamente intentarán bloquear la evolución de los órganos educativos, indiferentes ante lo que es la catástrofe educativa nacional. En este momento sólo una gran cruzada educativa podría enderezar las cosas y se debería estar consciente de que si no se toman en breve las medidas curativas pertinentes, por dolorosas que sean, habrá que ir abandonando la esperanza de sacar algún día al país de un permanente estado de retraso y sumisión.

 

      La crisis educativa de México abarca desde la educación infantil hasta la educación profesional. Eso no es algo que nostros estemos aquí y ahora inventando. El nivel de la primaria mexicana es el penúltimo en América Latina. Eso es simplemente escandaloso e intolerable. Es claro que nuestro sistema de vida no podría permitir que, en educación, estuviéramos mejor que, por ejemplo, Cuba; eso es sencillamente impensable. Pero que estemos más rezagados que muchos países más pobres que México es tanto increíble como inaceptable. Aunque desde luego aún así como está el sistema educativo nacional tiene méritos innegables y obtiene grandes logros, y aunque cuantitativamente hay progreso, de todos modos puede argumentarse que comparativamente por ejemplo en el nivel medio estamos francamente atrás de como nos encontrábamos en los años 60 (o antes). Se puede en efecto defender exitosamente la idea de que un buen estudiante de la Preparatoria de aquellos años se perfilaba mejor frente a preparatorianos de otros países de lo que podría hacerlo un preparatoriano de nuestros tiempos. No deberá extrañarnos, por lo tanto, que sigan llegando a las universidades legiones de muchachos y muchachas casi iletrados, de jóvenes que no saben redactar un trabajo (con graves problemas no sólo de ortografía, sino de sintaxis y, por lo tanto, tener un pensamiento claro), que no tienen ni idea de cómo funciona el cuerpo humano, que ignoran datos primordiales de la historia y la geografía de México, etc., etc. En otras palabras, llegan a las universidades con un nivel que otrora era de secundaria y, naturalmente, el retraso educativo es contagioso o hereditario. En todo caso, lo que debe quedarnos claro es que la situación actual es en gran medida producto del modelo político imperante tendiente a “adelgazar” el estado. Para experimento ya tuvimos bastante: la iniciativa privada ha dado muestras irrefragables de no estar capacitada para llenar el hueco que deja el estado y, por lo tanto, de no estar a la altura de la gran faena educativa que México necesita. Ya quedó claro que fue de una gran irresponsabilidad gubernamental desprenderse de múltiples obligaciones con que la historia había investido al estado, que esa política no puede seguir porque de manera palpable está dando malos resultados. De lo único de lo que no puede haber dudas en relación con la educación privada es de la realidad de los negocios que con la formación educativa de los niños y los jóvenes se pueden hacer, pero es tristemente evidente que el nivel cultural de la nación se ha derrumbado. De igual modo, en el plano de los estudios medios y profesionales las escuelas y universidades privadas han dejado en claro que sencillamente no están a la altura de sus compromisos y responsabilidades históricas. En relación con el nivel superior, el fraude ha sido mayúsculo: las universidades privadas han sido conformadas para reducidas minorías, no invierten seriamente en investigación, se concentran en carreras baratas y comerciales, carecen de sistemas de becas que le abran las puertas de las instituciones a grupos nutridos de gente que no tiene los recursos de sus clientes normales y así sucesivamente. Difícilmente podría negarse que al igual que en otras áreas, el modelo neo-liberal del manejo de la educación ha sido un estrepitoso fracaso.  

 

      Si consideramos lo que es la educación universitaria nacional, será inevitable no expresar descontento. Que se necesita alterar en serio el panorama educativo del país es algo que salta a la vista cuando consideramos, por ejemplo, la investigación científica, tecnológica y humanística. En México, ésta se realiza básicamente en las universidades públicas y, si mucho me presionan, diré que se concentra sobre todo en la UNAM, en el IPN (CINVESTAV incluído) y (en menor escala) en la UAM. ¿Cómo es posible que en un país de 100 millones de habitantes haya únicamente un instituto de investigaciones filosóficas de más o menos unos 35 miembros? ¿No es eso abiertamente grotesco? Lo que todo eso revela es simplemente que México carece de un programa educativo rector a nivel nacional, de una estrategia que efectivamente vincule  a la educación con los sectores productivos (sin hacerla dependiente de ellos), de un sistema de ideales y enfoques que respondan a nuestra historia y a las exigencias de nuestros días y que no sea meramente importado y artificialmente colocado. Piénsese, por ejemplo, en la Universidad Nacional Autónoma de México. La verdad es que, salvo por unos cuantas “sucursales” (en Querétaro, en Sonora, si no me equivoco), no está en lo más mínimo claro lo de “nacional”. Que yo sepa, no hay “filiales” de la UNAM en Tamaulipas, en Chiapas, en Puebla, en Durango, en Quintana Roo, etc. Si no fuera por la importancia nacional que sin duda tiene, casi podría sostenerse que su nombre debería ser ‘Universidad Autónoma del Distrito Federal’. De igual modo, el manido concepto de autonomía universitaria requiere elucidación. No me propongo discutir ese punto ahora, pero sí deseo sostener lo siguiente: no se debe permitir que se maneje la noción de autonomía universitaria de manera que implique o autorice la desvinculación con nuestra realidad social y política. La UNAM, contrariamente a lo que ha venido sugiriéndose en los últimos tiempos, no sólo requiere apoyo sino expansión, pero para que crezca es indispensable que sufra una transformación radical. Es cierto que, según los últimos datos, este año finalmente tendrá lugar el famoso congreso universitario, un congreso que ya tardó mucho en llegar. Dicho congreso es muy importante, por la sencilla razón de que lo que con él se logre se fijarán los límites de desarrollo y transformación para el resto de la vida universitaria del país. Ajustándonos al paralelismo con la quizá bien intencionada pero probablemente no del todo eficaz reforma hacendaria, podemos decir que lo que se necesita es precisamente una reforma que le quite a la clase universitaria gobernante para que se beneficien un poco más las clases medias y las clases trabajadoras universitarias. Eso exige cambios estructurales, no meras reformas. La UNAM, como la sociedad, tiene de todo: investigadores de calidad y parásitos, profesores excelentes y execrables, gente decente y arrivistas de toda índole, gente que de manera consciente trabaja para enriquecer el patrimonio universitario y gente que de la misma manera está decidida a vivir de él. Y así indefinidamente. Los cambios universitarios deben ser tales que bloqueen a los enemigos internos de las instituciones de educación superior y, por lo tanto, no pueden ser superficiales; le va a la UNAM (y, por ende, al país) su futuro en ello. Por eso, debe quedar claro que si se logra manipular la transformación radical que se requiere, ello se deberá a que quienes en la actualidad se benefician de su estructura y funcionamiento se las habrán arreglado para detener el saludable proceso de cambio que todos esperamos; será también sobre ellos que recaerá la responsabilidad de los conflictos de mañana, pero con toda franqueza no creo que eso los altere mayormente. Es, pues, mi opinión que sólo si los Salinas Pliego de la UNAM protestan ante los cambios que se introduzcan que podremos decir que los cambios introducidos dieron en el clavo y que nos las habemos con una transformación seria, en profundidad. Si los que protesten son una vez más algunos estudiantes, algunos descontentos crónicos, los soñadores de siempre, etc., ello querrá decir que no tuvimos más que una “reforma” más y que se pospondrán unos cuantos años los conflictos para entonces estallar de manera más violenta e incontrolable.

 

      Es obviamente un error grave imaginar que el sector cultural (en un sentido amplio de la expresión) puede ser considerado o auto-considerarse como independiente y desvinculado del resto de la sociedad y una prueba brutal de ello es que él no está al margen de las crisis que la afectan. Por ejemplo, si lo que las autoridades correspondientes no faltan a la verdad, entonces fue por problemas hacendarios que los miembros del Sistema Nacional de Investigadores no recibieron el dinero que se les debía en el mes de diciembre. Según Hacienda la cosa no fue así: el dinero lo tenía el SNI y lo que pasó fue que se mal empleó. En ese caso, se trata de un escándalo y alguien tiene que dar una explicación pública clara (aparte de renunciar, desde luego). Empero, independientemente del problema concreto, que no es mi propósito investigar aquí, lo que me interesa destacar es el deterioro institucional que sacan a la luz tanto la acción del no pago como las airadas reacciones de reclamo. Por una parte, aceptando sin conceder que lo que dicen es cierto, lo menos que podían haber hecho las autoridades del SNI era avisarle a los investigadores que, por tales y cuales razones, se pospondría su pago. Con un simple aviso a más de uno de los miembros del SNI le habrían facilitado las cosas: diciembre en un mes de gastos especiales y, como cualesquiera padres de familia, muchos investigadores hacen erogaciones que pueden solventar sólo con el dinero con el que se supone que cuentan. Así que lo menos que podía esperarse de una institución que, por otra parte, es ferozmente burocrática (en el mal sentido de la expresión), con términos inflexibles para la entrega de documentos, etc., era una advertencia a tiempo en el sentido de que había problemas financieros. Pero ¿de cuándo a acá los jefes/semi-dueños de las instituciones le dan explicaciones a sus subordinados/empleados? Actitudes así se tienen que modificar: las autoridades deben aprender a justificar debidamente sus acciones y decisiones, pero ello sólo se logra cuando las instituciones inducen a ello. Y, por otra parte, la reacción de furia, indignación y demás por parte de múltiples investigadores también no parece haber sido del todo apropiada: los investigadores no somos mercenarios académicos y entendemos situaciones. Era obvio que nadie se estaba quedando con nuestro dinero. Desde luego que necesitamos la ayuda, desde luego que nos esforzamos para merecerla, pero no podemos conducirnos ni reaccionar como si en el país no hubiera 40 millones de muertos de hambre y constituyéramos un pequeño grupo de perseguidos pecuniarios. Las cosas podrían ser mucho peor. En otros países les bajan los sueldos a los académicos y éstos no tienen mucho qué decir. Empero, una vez más, la faceta que del asunto del no pago del SNI me interesa en este momento tiene que ver más bien con la educación nacional considerada globalmente, con la clase de ser humano que debe ser un académico y que los sistemas y programas educativos deben promover, con la falta de claridad y auto-imagen distorsionada que en más de un sentido prevalece entre la “inteligencia” mexicana. Antes de decir algo al respecto, quisiera decir un par de cosas en relación con el SNI, para reforzar la idea general del artículo de que las instituciones que tienen que ver con la educación necesitan remodelación.

 

      Partamos de una premisa incuestionable: no hay institución que nazca perfecta. Todas las instituciones tienen que evolucionar y lo hacen (o deberían hacerlo) al ritmo de los cambios sociales importantes considerados conjuntamente. El SNI es un organismo destinado a apoyar de diverso modo a la clase académica dedicada (no exclusivamente) a la investigación. Debe quedar claro que el SNI no es una especie de mecenas: no existe por un acto de magnanimidad, sino porque hay un requerimiento social. Un país en el que no hay investigación es un país desprotegido (por múltiples razones) y difícilmente podrá haber investigación si los hombres de ciencia e intelectuales de toda clase no tienen asegurado un estándar de vida mínimamente decente. Por lo tanto, el SNI tiene una razón política de ser. Sin embargo, ahora que ya está establecido, se puede fácilmente constatar que requiere que se le transforme. Lo que necesitamos ahora es no uno, sino tres SNIs. En efecto, se necesita un SNI para las ingenierías, un SNI para las ciencias y un SNI para las humanidades. Esto es importante porque ya son demasiados los problemas que hay para, por ejemplo, unificar criterios de admisión, evaluación, apoyos, control, etc. Debería ser obvio para todos que no pueden trabajar de la misma manera un historiador y un químico, un agrónomo y un filólogo. El problema es que, así como está, esta super-institución que es el SNI está empezando a ser disfuncional. Promueve o permite el manejo tendencioso de datos, los favoritismos, etc. Requiere por lo tanto transformación, no meras reformas. No hacerlo ahora es permitir que se incuben problemas que estallarán cuando ya la situación sea insostenible. 

 

      El universo de la educación nacional, desde la pre-primaria hasta los sectores de la investigación “pura” y de avanzada o de punta pide a gritos un cambio radical, no una reforma de corto alcance e ineficaz. Se necesita cederle la palabra a los profesionales del cambio, no ya a los profesionales de la momificación, del establishment. Hay que impedir a toda costa que sean quienes se sienten dueños de las instituciones y quieren ponerlas a funcionar en favor de intereses delimitados (prácticos y teóricos: mi escuela preferida, mi autor predilecto, mi gurú mayor, etc.),  privados o personales (como, por ejemplo, sucedió hace muchos años en la Facultad de Filosofía y Letras, en donde debido a que las autoridades de la época no sabían mucho de lógica ni entendían la gran utilidad de ésta última, decidieron quitar como obligatorio el segundo año de lógica en la carrera de filosofía, curso que estaba empezando a dar excelentes resultados. La ignorancia, desde luego, no es argumento). Las instituciones quedan moldeadas por sus legislaciones y lo que queremos son instituciones que produzcan hombres de ciencia, tecnólogos y humanistas que están en los centros educativos y de investigación porque entienden que es trabajando en esas áreas como quieren vivir, delinear su existencia, porque es al saber y a la cultura a lo que quieren consagrarle sus vidas, y no universitarios (politécnicos, etc.) que quieren usar las instituciones de cultura para enriquecerse, para viajar, etc. Eso es no tener genuina vocación académica, eso no es ser un académico. Queremos el priismo y el cetemismo fuera de las instituciones educativas, por la sencilla razón de que son lo que no las deja crecer. Queremos niños instruidos, que puedan hablar orgullosamente de su pasado y que puedan (porque lo entienden) ver con un cierto optimismo el futuro. Eso es algo que sólo la intervención enérgica o decidida del estado puede garantizar. Cuando vemos a las mujeres afganas que en condiciones de miseria asisten con entusiasmo a sus pobres escuelas y las comparamos con la petulancia, las pretensiones, la fatuidad y la vacuidad de muchos pseudo-académicos sólo podemos sentir vergüenza, repulsión. Sabemos que no podemos reorientar tendencias que nos rebasan, que no somos diques para tan impetuosas fuerzas, pero sí podemos cumplir con nuestro deber, que no es otro que el de denunciar los vicios que nos agobian y la maldad que nos rodea.